Capítulo 2.
CAPÍTULO 2
—No puede ser. —Victoria alzó la voz, haciendo que uno de los empleados la mirara, curioso—. De verdad que me olvidaré de él, está hecho pedazos. Soy una completa estúpida, no sirvo, no doy para nada más que para meter la pata.
Puso sus manos sobre su cabeza.
—Tranquila, Victoria. —Harold se le acercó para confortarla, aún sin comprender por qué parecía estar tan mal que todo lo miraba como el fin del mundo—. Todo estará bien.
—No, no lo estará. Nada lo estará jamás —habló bajo, solo para que Harold la escuchara—. Mi auto quedó muy mal y es mi único medio de transporte, ni siquiera sé ir en autobús sola, me da mucho miedo.
Se rió de mera burla hacia sí misma, pero mostrando la desesperación que sentía.
—Luego está eso de que en una semana es el día del padre en el internado y su padre no estará porque no existe. —Cubrió su cara unos segundos—. Es que yo no sé qué voy a...
—¿El padre de quién? —Harold la interrumpió, confundido.
—De Emiliana, mi hija —le dijo como si nada—. Un hombre que no existe, su padre. Ella quiere...
—¿Cómo no va a existir? —El hombre la volvió a interrumpir, ahora burlesco—. Los hijos no se hacen dibujado, Victoria.
—Es evidente que lo sé, señor, por Dios —atacó alto. Los empleados en el taller los miraban entretenidos—. Mire, Emiliana quiere ver a ese hombre el domingo, el día del padre. En su internado habrá un festival. Y ella quiere tenerlo ahí, verlo, conocerlo.
—¿Conocerlo?
—Sí, solo le envía cartas... bueno, no lo hace. Las escribo yo, ese hombre no existe, ya le dije. —La mujer comenzaba a alterarse. Trató de calmar las aguas con lo siguiente que diría, no obstante, él volvió a tomar la palabra.
—¿No existe o no quiere que ella sepa algo de él? ¿Murió? ¿La dejó? ¿No se llevan bien?
Victoria, por un momento, deseó que alguna de esas tres cosas hubiera pasado realmente. Tragó saliva.
—Ni una cosa ni otra, lo que pasa es que... —Se detuvo por un instante, asimilando lo que pensaba decirle. ¿En serio se le produjo la posibilidad de contarle a ese hombre la verdad? Por supuesto... que no—. Es algo complicado, a decir verdad, mucho.
Harold era un hombre que no se metía en los asuntos de los demás, pero las palabras de Victoria le provocaban una intensa curiosidad. Creía imprudente meterse en la vida ajena, pero no pudo evitar preguntar:
—¿Qué fue lo que pasó con él? —Luego se mordió la lengua, con el temor de que a Victoria le incomodara. ¿A él qué le importaba eso? Se lo preguntó por un segundo, pero no supo cómo responderse.
—La verdad es vergonzoso hablar de eso, el tema me... ese tema no me gusta —soltó la castaña—. Solo podría repetirle que él no existe. Al menos no como le hago parecer a Emiliana.
—¿Cómo lo cree ella? —La curiosidad se estaba apoderando de él en un instante, casi podría decir que las palabras le salían sin pensar. Sentía ganas de sellar su boca en ese momento. ¿Por qué quería saber más sobre esa mujer? No debía, no tenía y no le interesaba saber de la, posiblemente miserable, vida de esa mujer.
—Tengo diez años haciéndole creer que su padre está en el ejército y que le manda cartas cada cinco o seis meses, pero ya le admití a usted que eso lo hago yo.
—¿Pero por qué lo hace? —Esta vez, ya no le importó qué tanto se estaba metiendo en lo que no le incumbía.
—Complicado —recalcó la mujer y se giró a enfrentarse al mecánico, dispuesta a abandonar la idea de recuperar su auto.
El hombre le explicó que, efectivamente, su auto resultó más dañado. El accidente no había sido la gran cosa, sin embargo, había dejado estragos.
Cuando Victoria escuchó el costo de la reparación, sintió que le iba a dar un infarto.
—Dios... no lo repare —dijo, con un hilo de voz—. Puede quedarse las piezas que sirvan, qué sé yo de mecánica, pero no creo poder pagar eso, señor.
El mecánico asintió, aceptando el trato.
—Repare ambos. —Harold revisaba su teléfono mientras hablaba—. ¿Cuánto va a tardar?
El hombre le aseguró que un par de días. Harold, aceptando, intercambió un par de palabras con él antes de instar a Victoria a salir del lugar. Estando fuera, logró reaccionar a lo que acababa de pasar.
—Pero le dije que no tengo dinero, no podría pagarle tanto... Dios, ¿qué se supone que voy a hacer? —Las lágrimas amenazaban con humillarla más en ese instante.
El hombre la miró con intriga. Repentinamente se preguntó el qué podía atormentar tanto a aquella mujer que no paraba de demostrar toda su frustración con esos gestos y esos tembleques en las manos.
—Yo voy a pagar ambos. —La confesión hizo incluso que ella ni sollozara. Abrió los ojos, sorprendida por aquel acto de bondad repentina de Harold. Era broma, seguro, pensaba ella, este hombre se miraba arrogante al principio. ¿Qué le picó? Seguramente nada bueno. A lo mejor y era una táctica para lograr estafarla, o a lo mejor solo decía eso para que, a la hora de la entrega, él le dijera que le entregaría el auto, una vez que ella le pagara la totalidad de ambos.
—No, no hace falta hombre —le contestó, negando con la cabeza, de ninguna manera iba a aceptar aquello—. Ya le dije al mecánico qué hacer con mi cacharro, usted...
—La idea era que usted pagara por ambos, pero ya no importa ni una calabaza, tiene razón, no puedo rogarle un milagro, mejor le hago un favor.
—No necesito su caridad, necesito irme y que usted vuelva con el mecánico a decirle que no repare el auto, o ¿sabe qué? Quédeselo. Debo irme a casa, no tengo tiempo para discutir con usted.
Caminó, buscando la manera de encontrar la calle adecuada para regresar a su casa, cambiarse e irse a trabajar, de verdad no necesitaba perder más el tiempo. Siempre hacía eso, si no hallaba la solución, lo dejaba estar y trataba de no darle mucha cabeza.
Excepto con el tema de la paternidad de su hija, por supuesto.
—¿Cuántas cartas le ha dado a su hija, Victoria? —Desde su lugar, Harold la vio detenerse y, muy en el fondo, celebró sonriendo, a lo mejor era un metiche, pero era un metiche que sabía algo.
—Treinta. —No se giró y suspiró pesadamente.
—¿Tantas?
—Tantas. —Sollozó esta vez y se sentó en la primera banca que encontró—. Ya no puedo lidiar con esto, es difícil mantener esta mentira. Ese maravilloso esposo que no tengo. Ese excepcional padre que nunca existió, ¿qué podría hacer? ¿Buscar y encontrar a alguien en menos de una semana y que se quiera hacer pasar por mi supuesto esposo? —Hizo comillas con sus dedos. Luego llevó uno de ellos a su rostro e hizo que uno de sus rebeldes mechones de pelo se quedara detrás de su oreja. Ese gesto captó más la atención de Harold que se acercó a ella y esperó a que siguiera hablando—. Y mire que por supuesto sé que es algo totalmente irónico y estúpido, incluso hasta absurdo suena que lo esté diciendo, pero no tengo ninguna idea coherente. Y decir la verdad, aunque es la opción más sensata, no puedo, pues, si Emiliana descubre la verdad, no... No me lo perdonaría jamás. ¿Cómo se supone que la imagen de la hermosa familia que me he creado sea real al menos por un día?
Harold la contempló por unos segundos, pensando.
"Hermosa familia".
La estudió por completo, analizando lo que pronto procesaba su cabeza.
"Hermosa familia".
Él era un hombre muy poco bondadoso, pero había algo en esa mujer que lo hizo ablandarse. Verla tan alterada y buscando la solución para evitar pagar dinero que no tenía por su auto, lo hizo abrir la boca y decirle al mecánico que pagaría el monto de ambas reparaciones.
—Es lo que debe hacer por su esposa, ¿no? —le había respondido el hombre, burlesco.
—Ella no es mi esposa. Ni siquiera la conozco.
—Pues será el sereno, pero soltar tanto dinero por la bonita esa, no es algo de desconocidos.
—Mejor vaya moviendo sus herramientas, buen hombre —lo calló, sonando amable pero firme, para dejarle claro lo siguiente—. Que por metiche no gana la cantidad que le voy a pagar.
Y el hombre no tuvo ni tiempo de reaccionar cuando Harold se había ido junto a Victoria, dejándolo con una disculpa en la boca.
—Lo haré, yo seré su esposo, Victoria —le soltó a la morena, poniendo una mano en su hombro—. Podría con ello si me hace un favor.
—¿Cuál? —preguntó, y luego sintió que pecaba de mostrarse interesada con algo tan tonto. No obstante, antes de que dijera nada, él habló.
—Que acepte que le he pagado la reparación de su auto por mero gusto.
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