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Otra historia de Navidad

«Érase una vez un pequeño niño en la víspera de navidad. Se llamaba Jimmy y aún estaba despierto. Sus padres le habían dicho que Santa Claus no vendría si los desobedientes no se iban a dormir, pero a él no le importó; su curiosidad era más fuerte que cualquier amenaza. Tommy, su compañero de clases, le había contado esa mañana que el año anterior había pescado a Santa colocando los regalos debajo del árbol. Jimmy también tenía la idea de que cuanto más decorado y hermoso estuviera el arbolito, más probabilidades había de que viniera el buen señor de traje rojo. Y el suyo estaba muy decorado y hermoso. Así que se quedó despierto. Esperó y esperó hasta que el sueño lo alcanzó, todavía resistía un poco más. Fue entonces cuando escuchó lo que quería: las crujientes pisadas en el suelo del living. Bajó sigilosamente, esquivando todas las maderas que sabía hacían ruido. Lo vio. Un anciano regordete con larga barba blanca y traje rojo, acomodaba con cuidado los regalos en el decorado y hermoso arbolito de navidad. Se enderezó despacio y se sonó la espalda, echó un vistazo alrededor e inmediatamente hizo contacto visual con Jimmy. El niño se quedó muy pálido y quieto. Santa Claus lo miró decepcionado y luego se fue.

A la mañana siguiente, Jimmy maldecía a Tommy mientras sus hermanos bajaban entusiasmados a abrir sus regalos. Cuando él agarró el que tenía su nombre...».

—¿Por qué te frenás?

—Porque puedo imaginar cómo termina. Te das cuenta qué es esto, ¿verdad?

—Seguí leyendo, quiero saber qué pasa.

—Hacelo por tu cuenta, yo no pienso desperdiciar mi intelecto en esta porquería —dijo el vampiro en tono aburrido.

—Vamos, Blas, dale, por favor...

Se incorporó, con su interminable altura, y pronto dejó atrás al pobre de Cyril. El niño corrió tan rápido como le salía, pero no pudo salvar completamente la distancia. La negra cabellera de Blas, que veía a lo lejos, súbitamente le quedó muy cerca y, para cuando quiso darse cuenta, se había dado la cara contra su espalda. El terror lo invadió como un torbellino.

—¿Acaso no aprendiste a frenar?

—Mis disculpas —se apresuró el pequeño—, fue mi error no darme cuenta.

—¿Por qué no vas con tu madre?

—Es más divertido con vos. Todavía me debés el final de la historia del otro día, la del chico que decía mentiras.

—Esa también era muy mala —suspiró, poniendo en blanco los ojos grises con gesto de fastidio.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Quisiera hacer mis cosas —los ojos naranjas de Cyril lo miraron suplicantes y pícaros. Aún podría moldear a aquel vampirito a su antojo.

Blas aminoró su marcha y el niño pudo seguirlo. Bajaron a la vereda y caminaron mirando las ventanas de las casas. Algunas tenían guirnaldas y adornos navideños, otras dejaban entrever el interior y se apreciaban árboles con luces, pesebres y a veces televisores encendidos en las típicas películas que se repetían por esos días. La mueca contrariada aparecía siempre que veía representaciones de nieve, chimeneas, gente abrigada o corriendo con más de diez bolsas en la mano. Cyril aún le contaba las proezas que aprendía noche tras noche, su profesor le decía que tenía grandes cualidades en su dominio del aire. Blas trató de mantener la compostura cuando escuchó a un niño gritar algo sobre Santa y casi se tropezó al pisar algo no identificado. Lanzó un bufido sumamente molesto, seguido de una parálisis horrorizada cuando comprendió lo que se había llevado por delante. La silueta de una mujer alada se frotaba la pierna derecha con ademán adolorido. Casi se infarta al ver que las plumas eran de un gris perlado y el cuerpo acurrucado estaba inerte más allá del mohín quejumbroso. El cabello plateado cubría su rostro. Tras un largo silencio, nada pasó. El vampiro se preguntó si acaso no habría imaginado que él la pisaba. Tuvo que comprobar que Cyril tenía la misma expresión de horror en su cara para tranquilizarse. Ni así se le ocurrió qué decir para disculparse, aunque en parte no estaba seguro que le correspondiera hacerlo.

—¿Qué te pasó? —preguntó la voz del pequeño, más valiente de lo que cabía esperar.

No hubo respuesta. Blas sintió que debía hacer algo por ese orgullo que se estaba manchando.

—¿Acaso estás triste porque te expulsaron? ¿Te da miedo seguir el camino que lleva abajo o te perdiste?

Nada. La paciencia del pálido bebedor de sangre comenzaba a agotarse. Extendió su pierna y la empujó levemente con el pie. La chica finalmente lo miró. El pelo plateado se corrió de su cara y vio, abarrotados de lágrimas, dos ojos azules de reborde negro.

—Todo eso junto —habló al fin.

—¿Cuál es tu nombre?

—Lisseth.

—¿Por qué te echaron?

—Me enamoré de un ángel caído. Y no puedo mentirle a ÉL, tengo el castigo que merezco.

—Por lo que puedo ver, a ninguno de ustedes le gusta usar el término demonio. Bien, qué situación más miserable la tuya. Si llegara a ser expulsado de mi raza, me gustaría haber hecho algo muy, muy horrible. Asesinar al primer purasangre, como mínimo.

—¿Te expulsarían? —intervino Cyril— Mi mamá dice que tenemos absolutamente prohibido hacer eso, nos condenarían a muerte.

Blas fingió no oírlo. Se debatió entre irse o satisfacer su curiosidad.

—¿Cómo es eso? ¿Te patean y caés donde caés?

—Algo así.

—¿Conocés bien a Dios?

—No lo sé. Su magnificencia es tan vasta como para descubrir día a día algo nuevo. Ya hay dos semanas que desconozco.

—Con eso me basta. Decíme, ¿qué es esa estupidez de Papá Noel y por qué está en todos lados?

—Porque es navidad —respondió Lisseth y Blas perdió toda la fe en el universo.

—Se supone que es el cumpleaños de SU hijo.

—Es un simple mito humano, dejalos ser —argumentó ya un poco más animada—. ¿Por qué te molesta tanto?

—Porque no los entiendo. Sabés en qué país caíste, ¿verdad?

—Al principio no tenía idea, estaba muy confundida, ahora sé que estoy en Argentina.

—Entonces, ¿podrías explicarme por qué lo llaman Santa Claus? ¿Por qué las publicidades siguen mostrando nieve cuando estamos en verano? ¿No le molesta, acaso, a tu Dios que los mortales olviden cada vez más que es el cumpleaños de su hijo lo que se celebra?

—¿Un vampiro creyente?

—¿Cómo no creer cuando te veo frente a mí? Pero lo cuestiono. ¿Qué es eso de decidir por nosotros, de ante mano, nuestro cruel destino de mezclarnos con demonios?

—Tiene sus razones. Si se alimentan de humanos, Gehena les queda bien.

—Si querés, puedo mostrarte el camino a la puerta desde acá.

—Blas —intervino nuevamente Cyril—, ella no tiene la culpa, no la maltrates.

—Puedo decirte que Papá Noel, como le dicen acá, tiene sus raíces en el mito de Nicolás de Bari. Era un obispo que nació en el año 280, en Mira, que ahora forma parte de Turquía. Provenía de una familia acomodada y se lo conoció por repartir sus bienes a la gente pobre de su pueblo, azotados por una peste. Hay muchas historias en las que da regalos a los niños y a los pobres y obra grandes milagros. Su figura fue tomada como símbolo de ese intercambio de regalos que ocurre en fechas de navidad. A ÉL no le molesta, tiene una incansable fe en la humanidad. Si el cumpleaños del hijo despierta el amor entre los hombres, la esperanza puede perdurar.

—Es parecido a lo que te dije la semana pasada, mamá siempre dice cosas por el estilo.

Blas suspiró.

—No sé por qué me molesto en intentar entender a los humanos.

—Leeme el final de la historia, quiero saber cómo termina.

—Seguro el desobediente recibe carbón. No es más que una mera amenaza para que los niños se porten bien y no les causen problemas a sus padres. La sociedad está basada en las amenazas y el miedo, coerción y cohesión. Para eso sirven estas historias.

—Estoy seguro de que tiene un final diferente.

—Yo lo conozco —agregó el ángel caído, cuyas alas se oscurecerían cada vez más—, he velado por los humanos desde antes que Jesús bajara a la tierra.

—Por suerte te libraste de tal tarea.

—Estás bebiendo sangre rancia, ¿no es así, Blas? —sentenció Cyril.

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