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I


Siguió cantando en medio del escenario con aquella voz que parecía se la había arrebatado a los ángeles. De su rostro goteaba sudor, producto de haber vocalizado y bailado, era un show lo que vendía durante cerca de tres horas y su cuerpo lo resentía.
Suspiró en su fuero interno cuando llegó el momento de despedirse, su minuto favorito de todo. Dijo adiós fingiendo no quererlo hacer. Y las luces se apagaron.
Botó el micrófono, y respiró derrotado. Aquella carga se volvía cada vez más pesada. De niño le agrado, de adolescente igual, pero teniendo veinticuatro años, a su parecer siendo un hombre, no encontraba encanto en aquellas actividades de entretenimiento.
Un par de asistentes le acercaron un vaso de agua, y secaron el sudor de su frente. Bebió el líquido y después de manera tosca alejó a las chicas.
«Hipócritas. Buscando mi atención para volverse especiales. »
Porque bien era cierto, la mayoría de las personas se interesaban en la atención que recibirían si las vieran con el cantante y modelo del momento.
Alguien podría haberle sugerido que abandonara el mundo del espectáculo, pero tan densa era la verdad de que no le agradaba como su incapacidad para hacer algo más.
-¡Manager! -grito colérico.
Habían pasado más de cinco minutos y la mujer no aparecía.
-Lo siento -se disculpó la ineficiente.
-Solo salgamos de aquí -ordenó con voz agria.
Aceptaban, sin importar el cómo, y obedecían, sin importar el qué, por un sencillo motivo: dinero, era el motor de todo. Y quién lo negara era porque aún vivía en la segura burbuja que los padres suelen ofrecer a los hijos, porque dentro de ella se era ciego, sordo y manco; sin embargo, afuera era todo distinto. Los fondos podían mover montañas y comprar lealtades.

Lo había entendido desde niño. El dinero motivaba a las personas, era el incentivo al que respondían ipso facto, la economía misma manejaba el principio. Y aquella cosa tan vulgar tenía el poder de generar placer. Eso era lo mejor de todo.
Su manager, quien también era su chofer, lo dejó en la puerta de su departamento. Miró su celular. Eran cerca de las tres de la mañana, subió por el ascensor, su piso era el séptimo.
Se arrancó la ropa dejándose el bóxer, y se metió a la cama.
Los rayos del sol que entraban por sus ventanales lo despertaron tan pronto rozaron su rostro. Con pereza se levantó, estiró sus miembros y se talló los ojos mientras se dirigía a la ducha. El agua refrescó su cuerpo y pensamiento, tenía cerca de una semana antes de volver a trabajar, había tiempo para divertirse. Cuando su aseo concluyó llamó por una pizza. Y el resto del día vio televisión.
Se desemperezó y vio el reloj pegado en la pared izquierda, eran las ocho de la noche.

Volvió a asearse, pero en lugar de colocarse la ropa de dormir se vistió con unos ceñidos vaqueros, una camisa azul que dejó sin abrochar los primeros tres botones de arriba, peinó su cabello, lustró sus zapatos y cogió las llaves antes de bajar al estacionamiento por su coche.
Tenía ganas de algo igual, o diferente, según se decidiera ver.

Condujo rumbo a uno de los más discretos pubs de ambiente; esos en donde la membrecía valía el anonimato para personas como él. Aparcó el auto y se abrió paso al interior.
Adentro las luces estroboscopias parpadeaban creando la ilusión de hallarse en otro lugar. La música retumbaba, la gente era un mar que oscilaba al ritmo de la misma; no tardó mucho en fusionarse con la marea.

Muchas de sus acciones parecían conducirlo a la destrucción, bebía y probaba sustancias de las que otros huirían al escuchar su nombre, tenía relaciones con desconocidos y descuidaba su alimentación por si no fuera poco; no obstante, él aceptaba la realidad de la existencia que todo el mundo se negaba a siquiera pensar: la vida era solo una. Por lo tanto ¿de qué valía vivir cincuenta años si solo se disfrutaban dos? Eso era ser un hombre muerto que vivía entre los vivos. Kery, por muy despreocupado que fuera, sabía que incluso teniendo un plan que alargara su vida él no lo seguiría porque su desenfrenada pasión tendría que vivir bajo ciertos términos. Si él que era una herida abierta y el mundo agua de mar no se encargaba de llenar sus años con vivencias que lo extasiasen nadie más lo haría. En consecuencia su destrucción era su anhelo.

Fue cuando lo vio. Alto, moreno, con barba de tres días y un corte militar, sus ojos pudieron haber sido azules o grises, pero en ese ambiente lucían negros. El individuo se acercó y le sonrió. Él también lo hizo.
-Tu eres... -El hombre dejó a medias la afirmación para que él la a completase.
-Víctor.
El guapo extraño rio, quizá burlándose de su nombre.
-Yo soy Zack.
Luego se besaron, aunque ese sería un eufemismo, sus labios reclamaron imperiosos los suyos, fue dolorosa la presión que ejercía, pero siempre un poco de dolor excitaba, y le causaba gran placer.
No tardó en llevarlo a su departamento; ansiaba un toque más directo y en privado, en definitiva se tardaría y los cuartos del lugar tenían tiempo límite.
Apenas cruzaron el umbral se arrancaron la ropa, sin delicadeza ni parsimonia, él cayó de espaldas en el sofá, y Zack subió en él. Pasados unos minutos los papeles cambiaron. No se preocupó por que su acompañante disfrutara, eso no le interesaba, bastaba con que él se complaciera.
Al final terminaron sobre la alfombra.
-¿Quieres mi número? -ofreció Zack.
Ronroneó antes de aceptarlo. Era muy probable, por no decir seguro, que no lo llamaría.
Pronto permitió que el sueño lo calara arrastrándolo al inframundo.
-¡¿Qué es esto?!
Abrió los ojos al escuchar el estridente grito. Era Lhiyak. Una chica. Una novia. Su novia.
Sus ojos estaban rojos, las aletas de su nariz parecían expandidas, el rostro estaba crispado.
A él no le interesó.
-Estamos desnudos, y acostados sobre la misma alfombra. ¿No te dice nada? -inquirió irritado y con sarcasmo añadió-, ahora que si quieres detalles, yo fui el activo, tú sabes... El que la pone...
-¡Cállate! -exclamó iracunda.
-Creo que mejor me voy -bisbiseó Zack y se incorporó sin pudor.
En unos instantes la sala pareció empequeñecerse, la presencia de Lhiyak lo hacía sentir ansioso, y despertaba en él esa sórdida necesidad de lastimar, de aplastar con sus manos su ser y despojarla de la vida. No lo haría, por supuesto.
Lhiyak avanzó y se sentó en el sofá que la noche anterior había sido partícipe de sus arrebatos. Ahora más calmada.
-Yo te quiero -murmuró con pesar-, yo realmente te quiero, Kery -aseveró.
-Ya lo sé -respondió sin humildad o arrepentimiento.
-¿Entonces por qué arruinas lo que hay entre nosotros? No es la primera vez, y ya no sé qué hacer para que acudas a mí en lugar de buscar en bares de mala muerte.
-No hay nada que destruir. Tú sabes que todo inició por un contrato.
-Ya. -La chica se enjugó las lágrimas.
-Será mejor que te vayas.
Lhiyak no respondió, pero se levantó altiva, como recordando que no debía mostrarse débil ante nadie, y se fue. No son antes dirigirle una mirada de soslayo denotando pena.

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