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7

El esposo de la madre de Mark miró a su alrededor en silencio, mientras pensaba a toda prisa. Observó a los pobres aldeanos, aterrados, con los ojos fijos en sus ataduras. Estaban todos inmovilizados; el miedo y la desesperación en sus rostros eran algo que él no podía ignorar.

Con un suspiro se concentró de nuevo en una solución. "Piensa", se dijo, "Se me debe de estar pasando algo por alto". En ese momento se dio cuenta que, en el tiempo que llevaban, todavía ningún soldado había entrado a comprobar las ataduras; eso le dio una idea. Podrían intentar buscar la forma de desatarse. De esta manera, si entraban, tendrían una oportunidad de, al menos, defenderse o atacar incluso.

Inclinándose hacia Tomas, le habló lo más bajo que pudo, casi en un susurro: —¿Se te ocurre alguna idea que nos pueda ayudar a desatarnos? —preguntó.

Tomas miró a su alrededor, buscando algún tipo de herramienta o elemento punzante que pudieran usar para su propósito. Después de unos segundos buscando, vio que, en uno de los lados de la mesa desvencijada que se alzaba en uno de los lados de la sala de estar, había un saliente punzante. Una esquina de la mesa, con los años, había perdido parte de su cubierta de madera, dejando al aire una esquina de metal.

Tomas llegó a la mesa y se inclinó para examinar el saliente metálico. Lo tocó con las manos, y sintió que el metal estaba algo oxidado, pero afilado. Sabía que no era lo idóneo y que, posiblemente, tardaría un buen rato, pero era lo único que tenían. Agarró el extremo de la cuerda que lo mantenía atado y comenzó a frotarla contra el metal con movimientos lentos y cuidadosos.

La cuerda se iba deshilachando lentamente, debido a la mala calidad del filo. Miró a su alrededor con ansiedad, observando a los otros aldeanos, cuyas expresiones se volvían más tensas por la espera. El miedo estaba a punto de desbordarse, pero él no podía fallarles.

—Un poco más... —se dijo en voz baja, al tiempo que la cuerda iba cediendo poco a poco.

Finalmente, tras varios intentos fallidos y algunos dolorosos rasguños, la cuerda finalmente se rompió. Tomas dejó escapar un suspiro de alivio, y, con manos temblorosas, liberó su muñeca. Ahora estaba libre, pero la misión aún no había terminado. Todavía quedaba el resto de los aldeanos. Se frotó su muñeca, dolorida después del rato que había pasado atado.

Una vez desatado, Tomas abrió la puerta para acceder a la habitación de al lado, donde se encontraba la cocina. Allí encontró varios cuchillos. Los cogió todos. Los repartiría entre los aldeanos más fuertes para poder repartirse el trabajo de desatar a sus vecinos y para que tuvieran más oportunidades a la hora de defenderse. Volvió al salón donde empezó a cortar las ataduras y, según iba cortando, iba repartiendo los cuchillos.

El esposo de la madre de Mark, una vez desatado, también le echó una mano, ayudando a liberar a los más cercanos. Los aldeanos, aunque aún incrédulos por la rapidez del plan, comenzaron a moverse más rápido, entendiendo que su única oportunidad de sobrevivir era actuar sin vacilar.

De pronto, un ruido fuerte sonó desde fuera. El capitán de la patrulla había decidido inspeccionar la cabaña. Tomas se congeló, con el corazón en la garganta.

—¡Rápido! —susurró el esposo de la madre de Mark—. ¡Tenemos que movernos ahora!

No había tiempo para pensar en más detalles. Los aldeanos comenzaron a levantarse, uno por uno, con pasos cautelosos. El esposo de la madre de Mark les indicó que se escondieran en la habitación contigua llena de trastos viejos. Una vez dentro, se agacharon, conteniendo la respiración, quedando solos en la sala de estar Tomas, Edwin y el esposo de la madre de Mark.

El capitán y sus soldados se acercaban más. A través de la rendija de la puerta, podían ver las sombras de los soldados acercándose a la puerta. El sonido de sus botas retumbaba en el suelo de madera, sonando cada vez más cerca. La tensión era palpable. Los tres hombres contuvieron el aliento, el sudor resbalándoles sobre la frente.

Edwin habló por primera vez en todo el rato que llevaban allí.

—Tienes que usar ese libro, tenemos que librarnos de ellos —dijo abruptamente, sin preaviso. Los otros dos le miraron asombrados. —Richard, tienes que actuar.

—¿Cómo es que me conoces? —preguntó asombrado —excepto ese capitán de pacotilla y mi mujer saben mi verdadero nombre. En el pueblo siempre me llaman por el esposo de mi mujer.

—Te conocí cerca de la excavación donde se produjo aquella batalla. Yo era uno de los guardianes de las reliquias. Me quedé dormido, y cuando me desperté, te vi saliendo de allí corriendo con un libro en la mano. Miré y, efectivamente, era el que estaba custodiando. A consecuencia de eso, me deportaron al campo de concentración, como castigo a mi negligencia. —dijo, recordando dolorosamente su estancia en aquel sitio infernal.

—Entonces... —Richard bajó la cabeza. Su voz denotaba decepción. —¿Has sido tú quien me ha delatado, quien les ha dicho donde estaba?

Sí —dijo finalmente y bajó la mirada, sintiéndose un miserable—. Fui yo quien les dio la pista de dónde te encontrabas. No tuve elección, Richard. No sabes lo que me hicieron en el campo de concentración, las torturas por las que pasé... Me prometieron que si colaboraba, podría recuperar mi libertad. No sabía que las cosas llegarían a este punto, que asediarían una aldea llena de gente humilde... No podré librarme nunca de la culpa —su voz temblaba mientras hablaba, y sus ojos se llenaban de lágrimas—. Pero ahora sé que me han usado, igual que siempre. Nunca me dejarán ir. No sé si hay forma de redimir lo que he hecho, pero... quiero ayudar.

—No sé si puedo confiar en ti, Edwin —respondió Richard, mientras el sonido de los soldados se hacía más cercano. Sus palabras eran duras, pero había un destello de comprensión en sus ojos—. Pero si de verdad quieres ayudar, esto es tu oportunidad para redimirte. No podemos hacerlo solos.

—Richard, tu lo sabes igual que yo, por eso te llevaste su libro. Esos soldados no son lo que parecen. No son hombres, al menos no en el sentido que creemos. Son siervos de la Oscuridad. Marionetas poseídas por una fuerza que busca el poder del libro. Los hemos visto antes... Yo me di cuenta cuando estuve en el campo de concentración y tú, bueno, supongo que en el campo de batalla por eso huiste. Lo que hay detrás de sus ojos no es humano.

Richard lo miró, una mezcla de sorpresa y horror en su expresión. Cuando llegaron a la aldea, vio la frialdad con la que el capitán y sus soldados habían actuado, sus movimientos precisos, casi mecánicos, como si no tuvieran emociones. En ese momento, las piezas encajaron. Mientras estaba en su escondrijo, se dio cuenta que todo el asedio al pueblo, la insistencia en capturarlo, no era solo una cacería militar. Era algo mucho más siniestro.

—¿Por qué no hablaste conmigo antes? —preguntó Richard, su voz expresando reproche y miedo a la vez.

—Porque no quería que creyeras que estaba loco —admitió Edwin, bajando la mirada por un instante—. Y porque pensaba que no podría enfrentarlo. Pero ya no hay vuelta atrás.

Horrorizados, se dieron cuenta que los gritos de los "soldados" fuera de la cabaña sonaban de manera más bien gutural, como si algo dentro de ellos hubiera despertado. A través de las rendijas de la puerta, Richard pudo ver cómo los ojos del capitán brillaban de nuevo con un rojo antinatural. La oscuridad había sido convocada, y sus siervos ahora mostraban su verdadero rostro. 

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En ese momento notaron un susurro cerca de la puerta, en el suelo. Los tres bajaron la vista lentamente. El sudor les perlaba la frente en anticipación al horror que intuían que iban a ver.

Cuando sus ojos se posaron en el suelo, la sangre se les heló en las venas. Por debajo de la puerta empezaron a asomar unos tentáculos viscosos, llenos de babas oscuras que se iban acumulando en el suelo, deslizándose lentamente hacia ellos.

Richard sintió un escalofrío recorrerle la columna. Aquello no era solo un enemigo humano al que pudieran vencer con fuerza o astucia; era algo mucho peor, algo que trascendía cualquier guerra conocida. La Oscuridad había enviado a sus siervos más horrendos.

La tensión y el miedo se apoderó de los prisioneros mientras veían con terror como los tentáculos que se deslizaban bajo la puerta iban dejando a su paso un hedor putrefacto, haciendo el aire casi irrespirable... Los tres hombres retrocedieron casi por instinto hasta que chocaron contra la pared, momento en el cual comenzaron a murmurar oraciones en un intento de mantener la cordura ante la visión que tenían enfrente.

Richard se apretó el pecho, abrazándose a sí mismo, en un intento de proteger el Necronomicon del enemigo que se acercaba, consciente de que cada segundo contaba. Si el libro caía en manos de esas criaturas, el destino de todos, no solo en la aldea, sino quizás en muchos más lugares, estaría sellado.

—Richard, ¡llegó el momento! —exclamó Edwin, tensando la mandíbula mientras controlaba el pánico que le recorría cada centímetro de su cuerpo.

Temblando como una hoja, sacó el Necronomicón de su escondite. Mientras sus dedos rozaban la cubierta, sintió como una oleada de energía maligna le recorría el organismo. Miró con terror creciente hacia los tentáculos que avanzaban, sabiendo que no tenía elección, que su única salida era usar aquel libro maldito.

Intentando mantener la voz lo más firme posible, comenzó a entonar palabras que no sabía de dónde provenían, pero que resonaban con la fuerza de un eco distante y profundo. Los tentáculos se detuvieron un momento ante el poder que poco a poco se iba manifestando.

De pronto, una luz oscura, más densa que la propia sombra, surgió del libro. Al tocar los tentáculos, estos retrocedieron con un chillido infernal. Richard sintió como su mente se fragmentaba, pero continuó, consciente de que este enfrentamiento era solo el comienzo de una lucha desesperada.

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