5
El capitán, satisfecho de que su presa se hubiera revelado, soltó a la madre de Mark con brusquedad, dejándola caer al suelo. Ella hizo amago de levantarse, pero debido al agotamiento trastabilló, quedándose de rodillas de nuevo. Su esposo dio un paso al frente, sus ojos ardiendo de ira.
—¿Así que decidiste presentarte? —dijo el capitán, su tono burlón—. Muy valiente, aunque inútil. Lo que has hecho es traicionar a tu patria y a tu gente. ¿Creías que podrías esconderte?
—No he traicionado a nadie —replicó el hombre, su voz firme a pesar de la debilidad. Sabía que estaba representando una pantomima, pero no quería revelar nada que hiciera peligrar más de lo que ya estaba la vida de sus vecinos. Debía salvarlos—. He sido testigo de más sufrimiento del que puedes imaginar. Luché hasta que ya no quedaba nada. Pero si mi vida puede salvar a esta aldea, entonces haz lo que tengas que hacer conmigo.
El capitán levantó una mano para ordenar que sus hombres se acercaran. Pero en ese momento, algo inesperado ocurrió: los aldeanos, uno a uno, empezaron a moverse, formando un círculo alrededor de la madre de Mark y su esposo. Ninguno tenía armas; solo miradas decididas y cuerpos dispuestos a proteger.
—No permitiremos que se lo lleven —dijo uno de los ancianos, con la voz cargada de valentía—. No es un traidor. Es uno de los nuestros.
El capitán se detuvo, desconcertado por la muestra de unidad. Su expresión cambió de fría confianza a rabia contenida. Sabía que las cosas se estaban complicando, pero no pensaba dejar que nadie desafiara su autoridad.
—¡Soldados! —repitió el capitán, con una voz cargada de autoridad y desprecio—. Apresad a los aldeanos. Atadlos y encerradlos, a todos.
Los soldados se abalanzaron, rompiendo el círculo con una brutalidad que dejó a los aldeanos desorientados. Manos ásperas los empujaron, los inmovilizaron y ataron con sogas. Algunos intentaron resistirse, pero sin éxito; sabían que enfrentarse abiertamente significaría un castigo aún más severo. La valentía que los había mantenido unidos flaqueaba ante la fría realidad de las armas que apuntaban hacia ellos.
La madre de Mark, agotada y todavía en el suelo, fue atada junto con los demás. El dolor de sus muñecas era insignificante comparado con el que sentía en el corazón al ver a su esposo ser rodeado por los soldados.
Un silencio sombrío se iba apoderando de la aldea a medida que los soldados terminaban de atar a los aldeanos. Los ojos de los niños miraban con terror y los adultos contenían las lágrimas y el miedo. La nieve, que caía lenta pero constante, cubría la escena como si intentara borrar la injusticia que se desplegaba ante ellos. Pero no había manera de ocultar el horror.
El capitán se acercó al hombre, observándolo con una mezcla de repugnancia y algo que parecía casi satisfacción. Se detuvo a pocos pasos de él, su arma en la mano, observando cómo los aldeanos eran sometidos. Le apuntó a la cabeza; el hombre cerró los ojos en un intento de conjurar el terror que le recorría el cuerpo en ese momento.
—Mira lo que has hecho —le dijo al desertor susurrando con arrogancia, su voz goteando sarcasmo—. Por tu culpa, esta aldea pagará el precio. ¿Te das cuenta de que no has salvado a nadie? Solo los has condenado a más sufrimiento.
El esposo de la madre de Mark apretó los dientes, sintiendo la rabia y la impotencia arder en su interior. Los soldados lo inmovilizaron mientras le apuntaban con sus armas, obligándolo a arrodillarse. Miró al capitán, sus ojos ardiendo con una mezcla de desesperación y desafío. Volvió a ver de nuevo el resplandor rojo en su mirada y por un momento creyó ver un brazo inhumano sosteniendo el arma, pero cuando intentó enfocar lo que veía, la visión se esfumó al instante.
—Si quieres castigar a alguien, castígame a mí. No tienes que hacer esto —espetó, con la voz áspera pero confiada. A pesar de que estaba aterrorizado, tenía que esforzarse en mantener su cordura si quería intentar salvar a sus vecinos.
El capitán sonrió, aunque no había humor en su gesto.
—Oh, pero lo haré —dijo con frialdad—. Y te aseguro que todos aprenderán la lección. Nadie se atreve a desafiar al alto mando. Te acompañarán en tu próximo destino.
El padre de Mark tembló. Sabía lo que significaba aquello. Una vez acabaran con él, los llevarían al campo de trabajos forzados más cruel de todos. No sobrevivirían ni un año en ese lugar. En ese momento la certeza se abrió paso en su mente: "Los he condenado a todos; no tenía que haber vuelto".
Una vez atados, los soldados empujaron a los prisioneros hacia una de las cabañas; soltándolos en el suelo sin ningún tipo de miramiento. Los más jóvenes pudieron incorporarse, pero los mayores permanecieron en el mismo sitio donde habían quedado.
Dentro de la cabaña, el ambiente era opresivo. Los aldeanos se amontonaban en el suelo, algunos todavía jadeando por el forcejeo y la dureza con la que los habían tratado. Los más jóvenes se incorporaron con esfuerzo. Sus miradas buscaban apoyo en los rostros de quienes estaban a su lado. Los mayores, en cambio, permanecían inmóviles, demasiado débiles o agotados para levantarse. El frío se colaba por las rendijas de madera de la cabaña, haciendo que el aire helado les mordiera la piel y los calara hasta los huesos.
Fuera, el guardia montaba su vigilia con ojos fríos y la mano siempre cerca del arma. No tenía intención de permitir que nadie escapara ni de mostrar clemencia. La puerta de la cabaña estaba cerrada a cal y canto, y los pasos del soldado haciendo guardia resonaban en el exterior, un recordatorio constante de que la libertad era ahora solo un recuerdo.
La madre de Mark, con las manos entumecidas, buscó a tientas a su hijo. Mark, débil y febril, la miraba con ojos asustados desde un rincón. Había permanecido en silencio, tal como ella le había enseñado durante las noches de bombardeo, pero el miedo lo hacía temblar. Ella se arrastró hacia él, abrazándolo con fuerza, intentando transmitirle un calor que apenas sentía en su propio cuerpo.
—Todo va a estar bien, cariño —susurró, aunque ni ella misma lo creía. Comenzó a susurrarle una nana, tratando de tranquilizarse, tanto ella como su hijo.
Desde su posición, el esposo de la madre de Mark suspiró. Tenía que pensar en algo. No podía dejar que su gente, su familia, pagara por él. Si iba a salvarlos, tendría que encontrar una manera, aun a costa de su propia. Sintió como le apretaba el libro en el pecho. "Al menos no lo han encontrado", pensó, "no me perdonaría nunca si lo hicieran. Entonces sí que estaríamos todos condenados".
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