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4

La madre de Mark corrió hacia su casa, el corazón martilleando en su pecho. Tenían que hacer algo: esconder a su marido antes de que fuera demasiado tarde. Bajó al sótano apresuradamente, apartando cajas con manos temblorosas, y recordó la falsa habitación oculta tras una pared de madera. Sería su único refugio mientras la patrulla rastreaba la aldea e interrogaba a todos.

Con rapidez, su marido se metió en el estrecho espacio y, cerrando la entrada, se quedó quieto, conteniendo el aliento. Desde una pequeña rendija, pudo observar lo que sucedía afuera. La patrulla había llegado. Un escalofrío recorrió su espalda al ver de quiénes se trataba.

No era una patrulla común, sino una del alto mando. Los soldados se desplegaron con autoridad, y el aire se llenó de gritos y órdenes cortantes. Preguntaban por el padre de Mark, su voz dura y amenazante resonando como cuchillas.

Los vecinos, asustados, respondían uno a uno que no sabían nada. Pero el capitán, con ojos fríos y voz cargada de furia, perdió la paciencia. Su grito reverberó por toda la aldea.

—¡Mentirosos! Sabemos que procede de esta aldea —bramó el capitán—. Están cometiendo un grave error. Ese hombre no es quien dice ser; es un espía muy peligroso. Ha robado información sensible que planea entregar a nuestros enemigos.

La madre de Mark dio un paso adelante, su voz quebrada por la tensión.

—¡Eso no es cierto! —espetó con firmeza—. Mi marido es leal a su patria. Nunca la traicionaría.

El capitán la miró con desdén, y de un empujón la apartó.

—¡Cállate! Nadie te ha dado permiso para hablar, a menos que sea para decirnos el paradero del desertor —rugió, mostrando un fajo de papeles con un movimiento brusco—. Aquí tienes las pruebas: cartas dirigidas a nuestros enemigos con información clasificada. Pretendía que nos aplastaran como a cucarachas.

La madre de Mark sintió cómo su cuerpo se tensaba al ver al capitán mostrar el fajo de papeles. Sabía que su esposo no era un traidor; lo conocía, había visto su sufrimiento, su sacrificio, y la deserción no había sido un acto de traición, sino de desesperación. Pero la patrulla no estaba allí para escuchar razones, sino para imponer su autoridad y desenterrar lo que consideraban una amenaza. 

Desde la rendija de la falsa habitación, su esposo observaba la escena con ojos fijos, sus manos crispadas y su respiración contenida. Sabía que el capitán estaba mintiendo, pero lo peor no era la mentira. Lo peor era que la verdad era aún más terrible de lo que cualquiera podría imaginar. Girándose, le echó una mirada furtiva a su cartera, la cual no había abierto aun desde que llegó. 

De un gesto la cogió y la abrió, sacando un antiguo libro encuadernado en negro con adornos dorados. En la portada se podía leer con letras pomposas: 'Necronomicón'. "Tengo que proteger este libro" se dijo a sí mismo en una advertencia. "No puedo dejar que caiga de nuevo en sus manos, o todo estará perdido." Con manos rápidas pero firmes, lo escondió bajo su ropa, apretándolo contra su torso. Si registraban la casa, al menos no lo encontrarían allí.

Miró a los soldados uno por uno, buscando una señal que los delatara. Y la vio. De repente, reconoció un destello rojo que aparecía en los ojos del capitán. Siguió inspeccionando, sintiendo un miedo indescriptible cuando reconoció la silueta de un brazo inhumano, retorciéndose dentro de los bolsillos de uno de los soldados. Lo habían encontrado; tenía que salir y dar la cara o todos correrían peligro.

Mientras, fuera, el capitán, con un aire de superioridad y dureza en sus ojos, avanzó hacia el centro de la aldea. Los aldeanos, aterrorizados y tratando de no cruzar miradas, se mantuvieron en silencio. Sabían que cualquier paso en falso podría costarles caro. La madre de Mark, en cambio, no podía quedarse callada. Se levantó del suelo, con las manos temblorosas pero con el rostro lleno de fortaleza.

—Esas cartas son falsas —afirmó, con voz clara, intentando mantener la compostura—. Mi esposo jamás haría algo así. ¡Conozco a mi marido!

El capitán la miró con una mezcla de desdén y crueldad. Se acercó, con pasos lentos pero amenazantes, hasta quedar a solo unos centímetros de ella. Su presencia imponía un miedo que era casi palpable, pero la madre de Mark no bajó la mirada. En cambio, sus ojos buscaron a los vecinos que la rodeaban, apelando a la solidaridad que compartían.

—¿Falsas? —replicó el capitán, con una sonrisa amarga—. Qué conveniente. Todos aquí parecen olvidar que proteger a un traidor es el mismo delito que traicionar a la Patria. Si no aparece el desertor, esta aldea pagará las consecuencias. Uno por uno, lo juro.

Un murmullo recorrió al grupo de aldeanos. Sabían que el capitán hablaba en serio. En épocas de guerra, el castigo colectivo era un método cruel pero efectivo para arrancar confesiones. El tiempo se estaba acabando. La madre de Mark apretó los puños, buscando una salida, pero cada idea se desmoronaba bajo el peso de la amenaza.

Entonces, desde el fondo de la multitud, se escuchó una voz quebrada. Era Edwin, el joven al que todos habían mirado con recelo. Dio un paso adelante, con el rostro pálido y sudoroso. Las miradas de los aldeanos se clavaron en él, como cuchillos.

—Yo... yo sé algo —dijo, su voz temblando.

El capitán se giró de inmediato hacia él, con una expresión satisfecha. Pero antes de que pudiera continuar, Edwin alzó una mano, casi suplicante.

—Pero no es lo que usted cree —continuó, mirando a los aldeanos y luego al capitán—. El hombre que buscan no es un espía, sino un soldado cansado de una guerra que lo ha destrozado. ¡No hay traición, solo sufrimiento! Si hay alguien que ha traicionado a su gente, sois vosotros, que con vuestras peleas estáis trayendo el hambre, la miseria y la enfermedad a aquellos a los que decís proteger.

Las palabras de Edwin cayeron como un martillo. Los aldeanos lo miraron con asombro, algunos con miedo, otros con una chispa de admiración. El capitán, sin embargo, no se impresionó con sus palabras. Con un gesto, ordenó a sus hombres que rodearan a Edwin.

—Bonito discurso, muchacho —espetó el capitán—. Pero las palabras no salvarán a esta aldea ni a ti. A menos que cooperes, haré que te arrepientas.

La tensión alcanzó un punto de quiebre. Desde la falsa habitación, el esposo de la madre de Mark observaba impotente. Su presencia era la causa de aquel sufrimiento, pero la valentía de sus vecinos le dejaba claro que no estaba solo. Si alguien iba a pagar, no dejaría que fuera otro. Tomando aire, se preparó para lo que debía hacer.

El tiempo pareció detenerse cuando el capitán, con una crueldad fría en los ojos, tiró del cabello de la madre de Mark, obligándola a arrodillarse en la nieve. El viento gélido soplaba a su alrededor, pero el frío más penetrante provenía de la mirada del capitán, que escaneaba cada rincón de la aldea en busca del hombre que creía escondido.

La mujer, demudada la piel y las manos temblorosas, mantenía la cabeza erguida, soportando el dolor que le recorría el cuero cabelludo. No iba a rogar. No le daría esa satisfacción al hombre que la miraba con desdén. Sentía miedo, sí, pero también una fuerza interna que la mantenía en pie. Desde la rendija de la falsa habitación, su esposo observaba todo. "Tengo que salir de aquí, estoy poniendo en peligro a toda la aldea". Pero el miedo lo envolvía paralizándolo en el sitio mientras el pulso le retumbaba en los oídos.

El capitán sonrió con una mueca retorcida.

—Sabemos que estás aquí —repitió, elevando la voz para que se escuchara en cada rincón de la aldea—. Vamos, sé un buen marido y preséntate. Si no apareces, tu mujer pagará las consecuencias.

La amenaza flotó en el aire, helada y despiadada. Algunos retrocedieron asustados mientras otros bajaron la mirada, tratando de evitar desatar la ira de la patrulla. La madre de Mark cerró los ojos un instante, respirando profundamente, intentando no ser presa del pánico que se arremolinaba en su pecho. Había jurado proteger a su hijo y a su esposo, pero el peso de esa promesa era más grande de lo que podía soportar.

El silencio fue cortado por el sonido de pasos. Con el corazón latiéndole en la garganta, el hombre al que todos buscaban emergió de la casa. Avanzó con paso tambaleante. La penuria y miseria vivida en el frente, junto con las heridas sufridas en su huida, todavía le pasaban factura. Le resultaba complicado mantenerse en pie, pero su mirada no se desvió ni un momento del capitán...

—¡Basta! —gritó, su voz resonando en la aldea como un eco—. Aquí estoy. Suéltala.

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