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Los vecinos, que observaban en silencio, comprendieron de inmediato la gravedad de la situación. Aquellos tiempos exigían lealtad, secretos compartidos, y valentía que iba más allá de las armas. Un anciano dio un paso al frente.
—Protegeremos a quien nos protege. Tu marido siempre ha sido un vecino ejemplar; siempre ayudando a los demás, no le dejaremos en la estacada. Eso sí, debemos tener cuidado, nadie más necesita saber que está aquí —dijo con voz grave, dirigiéndose al grupo—. La aldea siempre se ha mantenido unida, y así debemos permanecer.
El ambiente en la aldea se volvió más denso, como si el frío se hubiera hecho más cortante al surgir una nueva amenaza. El hecho de que un soldado desertor se refugiara entre ellos era un secreto peligroso que todos, con miradas de advertencia y promesas no pronunciadas, habían decidido proteger. Pero el temor de que alguien traicionara esa promesa calaba hondo.
—Hay que ser cuidadosos —advirtió uno de los ancianos durante una reunión secreta en la plaza, donde se reunieron varios vecinos—. Si alguien aquí no es de confianza, puede costarle la vida a nuestro hermano... y a todos nosotros.
Los demás asintieron en silencio, susurrando apenas una promesa de lealtad. No había espacio para el miedo ni para la duda. Era una promesa silenciosa de sacrificio mutuo, de resistencia. La Navidad que se avecinaba no solo sería una celebración, sino también una trinchera de esperanza y desafío.
Las palabras cayeron como piedras en el silencio. Cada mirada desconfiada, cada susurro; se volvía una sombra sobre los rostros de quienes se comprometían a proteger al soldado desertor. Nadie sabía con certeza quién podría ser el traidor, pero los rostros evitaban cruzarse demasiado tiempo. Cualquier gesto ambiguo podía despertar sospechas. La madre de Mark sentía un peso en el pecho, temiendo que cualquier error podría costarles a todos lo poco que tenían.
Los rumores pronto apuntaron a que un joven llamado Edwin, quien recientemente había regresado al pueblo después de haber sido llevado a un campo de concentración enemigo, podría ser un traidor. Su mirada era siempre esquiva, y aunque algunos intentaron hablar con él, parecía evitar las conversaciones profundas. Aquella actitud reservada y tensa encendió la chispa de la desconfianza en algunos.
Una noche, cuando el viento aullaba entre las casas y las llamas de las velas parpadeaban inquietas, la madre de Mark se encontró con Edwin mientras ella recogía leña. El joven miraba el suelo, sin levantar la vista, pero la escuchó acercarse.
—No somos enemigos, Edwin —dijo ella, en voz baja pero firme—. Si hay algo que temes, puedes decirlo. Todos aquí solo queremos sobrevivir... juntos.
Por un momento, pareció que Edwin iba a responder, pero solo apretó los labios y se alejó sin decir palabra. La duda continuó creciendo, y mientras el tiempo avanzaba, la tensión en la aldea se hacía insoportable.
Una noche, mientras las familias se reunían para seguir decorando la aldea para la Navidad, alguien dio la alarma: una patrulla enemiga había sido vista cerca del bosque. Los aldeanos se miraron entre sí con pánico. Alguien debió haber informado de la presencia del desertor... y el tiempo para descubrir al traidor se acababa. La traición, esa sombra que todos temían, estaba a punto de destaparse, pero ¿quién sería capaz de tal acto en un momento de tanta vulnerabilidad como era la noche?
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