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2

—¿Qué ha sido eso, mamá? ¿Puedo ver? —preguntó el pobre Mark desde su cama. A pesar de su enfermedad, como chiquillo que era, anhelaba jugar al aire libre con los otros pequeños de la aldea.

—Espera aquí, Mark. No te muevas —dijo, intentando ocultar su preocupación.

El pequeño la miró con ojos asustados, pero asintió en silencio. La madre se abrigó con lo primero que tenía a mano y salió apresuradamente al exterior, sus pies hundiéndose en la nieve. Se dirigió hacia la voz que había gritado, y pronto más vecinos comenzaron a asomar desde sus casas, alertados por la llamada desesperada. La comunidad, siempre al borde del miedo, respondía rápido cuando el peligro parecía acechar.

Allí, junto al camino cubierto de nieve, encontraron a un hombre desplomado, sus ropas rasgadas y manchadas de barro y sangre, junto con una mochila en la que se revelaba el grosor de un libro. Junto a él, el anciano que lo había encontrado intentaba, con manos temblorosas, mantenerlo consciente.

—¡Ayuda, por favor! —pidió el aldeano con urgencia—. ¡Está herido! Creo que viene del frente. Seguramente necesitará agua y comida.

El grupo de vecinos se apresuró. Algunos corrieron a buscar mantas, mientras otros cargaron al hombre hacia la casa más cercana, donde el calor de la chimenea lo calentara, salvándole de la hipotermia. La madre de Mark, al ver su rostro más de cerca, sintió que su corazón se detenía por un segundo. Había algo en sus ojos entreabiertos, en la manera en que sus labios, resecos y agrietados, intentaban pronunciar palabras entrecortadas. No podía ser. Él se encontraba en una ciudad lejana, empuñando un rifle.

—¡Dejadlo descansar! —ordenó uno de los ancianos, que tenía conocimientos básicos de medicina. Todos obedecieron y lo dejaron encima de la manta que la mujer del anciano había extendido previamente. Sin embargo, rodearon al herido con miradas expectantes, llenas de curiosidad.

La madre se acercó despacio. Su mano tembló mientras la colocaba sobre la frente del hombre, apartándole los mechones de pelo sucio que le tapaban medio rostro, intentando reconocer algún rastro que confirmara sus peores o sus mejores temores. Al contacto de su mano, el herido abrió los ojos por un instante, lo suficiente para que ella pudiera ver el destello familiar en su mirada. Fue entonces cuando supo que la esperanza, contra todo pronóstico, había encontrado un camino hasta su aldea.

—Es... mi marido —susurró, apenas conteniendo el llanto.

Los vecinos se miraron entre sí, con una mezcla de asombro y esperanza. En ese momento, mientras trabajaban para salvarle la vida, entendieron que, a pesar de todo, aquella Navidad podría traer algo más que adornos y banquetes escasos: podría traer el retorno de aquellos que creían haber perdido para siempre.

—¿Pero cómo has conseguido llegar? ¿Te han cambiado de destino? Pensé que estarías en aquella ciudad lejana —dijo la mujer.

—He vuelto solo, sin permiso —respondió su voz rasposa por la falta de agua, en un susurro. Guardó silencio unos segundos—. He desertado. Estoy harto de esta maldita guerra. —añadió de improviso.

La mujer retrocedió un paso, el color abandonando su rostro al escuchar las palabras de su esposo. "He desertado." El peso de esas palabras cayó sobre ella como una piedra, helando su corazón aún más que el frío del invierno. Sus ojos, que un momento antes brillaban con la esperanza del reencuentro, ahora reflejaban una mezcla de miedo y angustia. Su voz tembló cuando respondió.

—¿Cómo? No. ¡No! Si te descubren, te perseguirán. No pararán hasta encontrarte. Te... te fusilarán. —exclamó la mujer, mientras temblaba violentamente. Los vecinos la sostuvieron, temerosos de que se fuera a desmayar.

El hombre, exhausto y débil, hizo un esfuerzo por sentarse, apoyándose contra la pared. Su rostro, marcado por la fatiga y el dolor, apenas podía ocultar el peso que llevaba consigo. Miró a su esposa, y sus ojos oscuros reflejaron una profunda tristeza.

—Iba a morir de todas formas. En el frente estamos cayendo enfermos, uno tras otro. La falta de higiene, la comida escasa y de mala calidad, convierten las epidemias en una constante... No hay medicinas, no hay esperanza. Solo dolor... y muerte. Además, vengo a avisaros de una cosa. Hemos desenterrado algo maligno, oculto, que envenena el ambiente día tras día.Debemos salir... de la aldea. Nos persiguen. —continuó con dificultad, como si las palabras estuvieran atrapadas en su garganta. Con una mano febril buscaba su mochila—. Si nos quedamos aquí... no habrá lugar para huir. Lo que desenterramos, lo que ha comenzado a propagarse,... nadie está a salvo. Nadie.

Sintió una ola de mareo y su cabeza cayó contra su esposa, apoyándose débilmente en ella. No estaba seguro de si sus palabras aún tenían sentido o si la fiebre lo hacía hablar sin ningún control.

La mujer se arrodilló a su lado, ignorando el frío que se le metía hasta los huesos. Con manos temblorosas, acarició el rostro de su esposo, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba allí, que no era un sueño fugaz. Luego, se frotó los brazos, tratando de mitigar el temblor que la recorría. Le acarició la frente a su esposo. Su piel estaba empapada en sudor debido a que la fiebre hacía que su cuerpo hirviera. Él estaba tan débil que ni siquiera podía sostenerse erguido sin su ayuda.

—Tienes que descansar, la fiebre te está jugando una mala pasada... —musitó, preocupada por cómo le había afectado al juicio de su marido la falta de comida y agua. Se apartó un mechón del pelo, nerviosa, y lo escondió dentro de su pañuelo desgastado por el uso.— Además tenemos que ocultarte. Protegerte. No pueden saber que estás aquí.

—No tenemos tiempo —musitó, casi sin fuerza—.No habrá refugio... no aquí.

Con esos últimos susurros, su cuerpo cedió finalmente al agotamiento, y la fiebre lo arrastró de nuevo a un sueño febril. Ella, con el corazón acelerado y la mente llena de dudas, le observó por un largo momento, preguntándose si, quizás, había algo de verdad en sus palabras.

Pero estaba tan débil... ¿Cómo podían huir si ni siquiera podía sostenerse en pie? La esperanza de escapar se desvanecía junto con la fuerza de su esposo, y el temor de que, al final, todo lo que decía él fuera verdad, la atenazaba más que cualquier enfermedad.

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