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Amanecía en la pequeña aldea cubierta por la nieve. El silencio de la interminable guerra parecía haberse aposentado sobre cada calle y cada casa. El frío invernal no solo era algo físico, sino que su rigor se sentía también en el corazón de cada uno de los aldeanos que, aislados del mundo exterior, se enfrentaban al peso de la desesperación y la incertidumbre.

Las enormes máquinas de guerra ocupaban las carreteras. Esto impedía el acceso a cualquier otro núcleo de población, dejando la aldea a su suerte, aislada de cualquier vía de abastecimiento. Cada día que pasaba más se acrecentaba la falta de suministros y medicamentos.

El espíritu Navideño no se había extinguido completamente a pesar de las privaciones y penurias que la guerra traía siempre consigo. Sacando fuerzas de lo más profundo, los vecinos decidieron que, al menos por un día, traerían la ilusión a la aldea. Aprovechando lo poco que tenían, decidieron decorar la aldea. Las viejas guirnaldas, almacenadas durante años, fueron sacadas de los arcones, desempolvadas y puestas en ventanas y árboles. Mediante fragmentos de telas y retazos de colores improvisaron pequeñas figuras navideñas, mientras que los pinos cercanos acabaron convertidos en árboles navideños espontáneos.

El trabajo en equipo consiguió embargar de calor humano a la aldea, llenando de esperanza los corazones de los vecinos y haciendo que por un momento se olvidaran de los rigores de la guerra y el frío. Por primera vez en mucho tiempo, las sonrisas volvían a asomar de entre los rostros curtidos por el sufrimiento y las privaciones. Cada vecino compartió lo que pudo: un puñado de grano, unas raíces almacenadas, carne escasa de caza, con la esperanza de compartir un banquete navideño que llenara de calor los estómagos hambrientos. Reunieron estos recursos en la plaza principal, al pie de un gran árbol cuyas ramas desnudas ahora brillaban tenuemente con luces hechas de cera y aceite.

Mark yacía en su cama, envuelto en mantas delgadas y raídas que poco lograban contra el frío que se colaba por las grietas de la casa. La tos rasposa que lo sacudía era un eco constante en la habitación, haciendo que su madre, agotada, mantuviera la mirada fija en los paños calientes que intentaba mantener junto al fuego. La piel de sus manos estaba enrojecida y áspera, reflejo del esfuerzo diario por proteger a su hijo de la helada y de la desesperanza que había traído la guerra.

Mark, con sus ojos grandes y cansados, observó a su madre con un brillo que aún contenía un rastro de inocencia. El día de Navidad se acercaba, y la promesa de una noche especial le parecía un refugio ante la realidad. Con voz débil, preguntó:

—¿Vendrá St. Claus este año?

—No lo sabemos, hijo mío —respondió, esforzándose por mantener un tono cálido. Acercó sus manos al fuego, más para buscar fuerzas que para calentarse. La mirada de Mark, sin embargo, seguía insistente, cargada de una mezcla de fe y confusión.

—¿Pero por qué, si he sido un niño muy bueno?

—Por supuesto que has sido un niño muy bueno —contestó la madre, inclinándose para acariciarle la frente. Su voz temblaba, y sus ojos, llenos de ternura y dolor, intentaban transmitir una certeza que ella misma no sentía—. El mejor de todos. Te has mantenido en silencio durante los ataques aéreos, has ido al refugio cuando te lo he pedido...

La voz del pequeño tembló, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse. Los recuerdos de noches enteras pasadas en refugios improvisados, con las sirenas aullando y las bombas sacudiendo el suelo, regresaron como una ola. Mark había sido valiente, había seguido cada instrucción sin chistar, siempre obediente y nunca había llorado.

La madre parpadeó, conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar. Su esposo no había enviado noticias desde hacía más de dos meses. La última carta, manchada de barro y sangre, hablaba de combates feroces y días interminables en el frente y también de muerte y enfermedad diaria. Pero Mark aún no podía comprender todo esto, y ella no quería robarle la última chispa de inocencia e ilusión que aún le quedaba.

Se detuvo un momento, tragando saliva para no romper a llorar, como si las palabras se negaran a salir, como si el peso de la realidad se interpusiera entre ellos. Luego continuó con voz baja y grave:

—Porque el trineo de St. Claus no puede atravesar las trincheras.

La crudeza de su afirmación quedó suspendida en el aire. Mark bajó la mirada, asimilando la respuesta. Los niños no deberían entender de guerras ni de trincheras, pero aquel niño, como tantos otros, había crecido demasiado rápido. La madre, desesperada por no dejarlo sumido en tristeza, intentó esbozar una sonrisa.

—Pero ¿sabes qué, hijo? —dijo, acariciándole el cabello—. Aquí, en nuestra aldea, vamos a hacer que la Navidad brille. Nosotros seremos como St. Claus, dándonos lo mejor que tenemos. No necesitamos trineos para hacer que esta noche sea especial.

Mark asintió, aferrándose fuertemente a las palabras de su madre. En su interior, la esperanza titilaba, tenue pero viva, mientras afuera, la nieve seguía cayendo suavemente, mientras los vecinos, con manos cansadas pero dispuestas, continuaban adornando la aldea para hacer brillar una luz en la oscuridad que los envolvía.

Un grito de socorro reverberó en el aire helado de la aldea, resonando como un eco que despertó a todos los que se hallaban en sus casas. La madre de Mark se levantó de golpe, con el corazón palpitando. Los gritos de auxilio no eran inusuales en tiempos de guerra, pero cada uno de ellos era como una punzada de angustia. Se acercó a la ventana y apartó la cortina con cuidado, preparándose para lo que posiblemente iba a ver. Vio que su hijo se incorporaba para mirar, pero lo apartó. No quería que las imágenes que traía la guerra quedaran grabadas en las pesadillas de su hijo, tan pequeño aún.

La nevada caía con fuerza, y la figura que pedía ayuda apenas era visible en la penumbra de la mañana.

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