Abu Mena
No pudo sacar los pergaminos, de los siete que componían la obra profética, el segundo fue el que había leído repetidamente y casi había podido anotar todo lo relevante, es decir, lo que le concernía a él, a su nombre y su fecha de nacimiento, escritos en arameo antiguo, lo que implicaba que aquellos papeles tenían una antigüedad que asustaba. Era una sensación de vertiginosidad la que comenzaba a acuciar a Orígenes. Andaba por las calles de la Alejandría del siglo II con un temor insondable. Algo le acechaba; y esta vez no era el monje Acacio de Cesárea. Mientras se acercaba a la habitación de la casa de su mentor y maestro Clemente, se repetía sublingüalmente una y otra vez: Abu Mena, Abu mena... ¿Un lugar que todavía no existía? ¿Cómo podía ser? ¿Pero cómo ir a un lugar que no existe aún, en un futuro que no ha llegado?
*****
Recorrer las calles de mi ciudad en las primeras horas del amanecer, cuando todos los seres vivientes que habitan en ella están en su otro mundo onírico, asombra el espíritu del caminante. Los recovecos y callejones sin salida son abundantes, más de lo que a primera vista pudiera parecer normal para una ciudad milimétricamente planificada. Anduve ese día los caminos sin mucho horizonte, pensativo y sin saber hacia dónde dirigirme. Las callejuelas me brindaban descansos en los portales con pequeñas escalinatas que cada cierto tiempo encontraba en mi deambular.
La pequeña rama de secuoya gigante iba perfectamente guardada en la bolsa de cuero que mi mentor me regaló hace ya tantos años, como años hace que dejé su escuela. Un presente, un simple zurrón sin más, cuyo valor hoy en día para mí es puramente sentimental. Metía mi mano y rozaba la ramita, mientras deambulaba reflexionando sobre aquel hombre, ángel o demonio, que se me apareció en la oscuridad de la Biblioteca bajo el nombre de Acacio. Su cara era extraña, como de otro mundo,no podría decir si animalizada o arcangélica, porque los ángeles en ocasiones parecen animales y, al contrario, hay animales que podrían confundirse con ángeles.
Tras un rato con mi mano derecha metida en mi zurrón, y sin darme cuenta, al sacarla y tocar instintivamente con ella mi nariz, por un leve e inoportuno picor, me percato de una humedad inesperada. ¿Estoy sangrando?¿Es mi nariz? Miro mis dedos y están ensangrentados, no en exceso, no como para asustarme, pero sí para inquietarme. La nariz no me sangra, pues me toco con mi otra mano y compruebo que no hay una sangrado a través de sus orificios. Es mi mano, la del zurrón, la que tocaba la rama de secuoya. Está llena de pequeñas inflamaciones sanguinolentas que sangran al más leve roce, como en carne viva, como si aquella piel ruda de mis manos hubiera comenzado a disolverse para dejar que sus fluidos internos rebosen pastosamente. Abro la bolsa y miro la rama, brilla y está a su vez llena de mi sangre. Ante aquel asombroso suceso, me retiro hacia un casual callejón, que me sorprende por su repentina oscuridad. Desde los tejados de las casas de ambos lados de la calzada central, han habilitado unas lonas en forma de techumbre cuyo objetivo desconozco pero que se intuye sea para resguardar del sol en las horas centrales de los días más calurosos del verano.Saco la rama. Es de un material desconocido o al menos no es parte de un organismo vegetal vivo ¿Cómo es posible? Es algo duro y frío, y al limpiar los restos de mi sangre me parece que es de oro pues brilla con fuerza cuando los pequeños haces de luz inciden sobre su superficie. Mientras observo aquella extrañeza o fenómeno de la naturaleza escucho el crepitar de los goznes de una puerta metálica que, al fondo de callejón, ocupa gran parte de la fachada de una antigua casona gris de dos plantas. Me duele la mano sangrante, y su aspecto es cada vez peor.
Sin darme cuenta he llegado a casa de Clemente, mi mentor, fallecido hace casi dos años de muerte natural, anciano y sabio, con una tranquilidad espiritual que todo hombre quiere para sí al llegar el final de sus días en este mundo. Sé que aquel lugar está deshabitado. No es posible que nadie haya escuchado que me acerco. ¿Quién me abre la portona metálica labrada prodigiosamente en bronce y tallada con pasajes bíblicos del Génesis, de los Evangelios, y el Apocalípsis?
No recordaba que aquella puerta fuera tan gigantesca y oscura como la negrura de la boca de un lobo aullando a la luna; abiertas sus fauces de par en par, parecía absorber mi cuerpo tirando de él hacia su interior hueco y profundo, abisal, insondable... el terror se apoderó de mi ¡Tuve miedo, por primera vez en mi vida, tuve miedo! Quise correr en sentido opuesto pero, al mirar hacia la entrada del callejón, comprendí que ya estaba dentro de aquel agujero negro... y vi, a mi pesar y para mi asombro, cómo la pesada gran puerta se cerraba en un estruendoso portazo. Una imagen en mi retina quedó presente: la lumínica entrada del callejón al final de un túnel oscuro, donde me encontraba en estos momentos.
Y toda luz desapareció en rededor mio dejándome completamente aislado del mundo con mis propios pensamientos; y la rama de secuoya gigante dorada comenzó a iluminarse en un fulgor que me quemaba las manos y las hacía sangrar.
Comencé a ver seres extraños, contrahechos, con túnicas oscuras que me rodeaban con temor pues, al parecer, temían la luz de la rama dorada de secuoya gigante procedente del bosque de la Tierra de los Grandes Árboles, como bien se explicaba en los pergaminos encontrados en la Biblioteca el día anterior. Debían ser aquellos que se mencionaban en la Leyenda del Manantial Sagrado, los hombres oscuros. Y yo estaba en el subsuelo de la ciudad, con ellos, sin saber muy bien cómo ni con qué objetivo. Aquellos seres merodeaban husmeando alrededor de mis pies, absorbiendo tierra y con ella la sangre de mis manos que caía cada vez con más profusión al mantener la ramita dorada quemando mi piel. Tras unos minutos eternos andando sin ver más que monstruosidades infernales alrededor de mi cuerpo; terribles seres sin forma sacando burlas de mí; reflejos en la oscuridad de mí mismo con rostro demoníaco; vi a mi padre Leónidas torturado por los soldados romanos como hicieron con Cristo; vi a Clemente en el infierno luchando con una espada lumínica contra el Bartûzham de los abismos; y vi por último una ciudad en el desierto y creí que era otra visión demoníaca, pero no... al dirigirme hacia la ilusión en la oscuridad, me encontré súbitamente ante la entrada de una ciudad. Era un día caluroso y la oscuridad que me había rodeado y devorado, al mirar hacia atrás, fue haciéndose más y más lejana hasta convertirse en un punto en el infinito cielo azul pastel.
Allí, solo, con mis manos sangrando, me volví y miré hacia la ciudad monástica que supe era Abu Mena. Mi destino se estaba cumpliendo. Guardé la rama en mi zurrón. Sequé mi sangre con arena del desierto. Y supe que tendría que adentrarme en un mundo desconocido, en una ciudad del siglo III d.C. Un siglo después de que yo muriera.
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