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8. La energía de los recuerdos

—Ya empezó este imbécil —se quejaba Cristóbal, desde la debilidad en que se encontraba, al ver que nuevamente Mardrom había enviado niños a atacarlos, y que estaban a punto de arremeter contra él y sus compañeros. El bosque ardía, todo parte del plan para que los Redentores se apoderaran de los Orbes. Un plan que, por cierto, lucía muy bien ideado, pues apenas Bernardo tomó el Orbe de los Recuerdos ellos aparecieron.
—¿Y bien? ¿Nos lo van a entregar? —demandaba Mardrom aún amenazando con acabar con Alondra entre sus implacables brazos. Aurora, quebrándose más y más por dentro al mirar la hórrida imagen, pensaba cualquier idea con tal de que su hermana estuviese a salvo.
—Entrégaselo, Bernardo —le susurraba con angustia a su compañero, frase que resonó en el bosque y que hizo que todas las miradas cayeran sobre ella—. Por favor...

La voz apretada de su compañera le hizo replantearse su decisión. Por un momento, Bernardo pensó en entregar el Orbe, por el bien de todos. Llevó su mano a su cintura para sacar la esfera de su pequeño bolso, pero a mitad de camino se detuvo. Como si lo hubiesen congelado, se mantuvo quieto por un instante y su boca hizo el amago de sonreír. Todos quedaron expectantes ante lo que podría hacer. Rápidamente tomó del suelo una piedra de tamaño considerable y la arrojó a uno de los niños que los rodeaban, y como si se tratara de una ilusión, el niño desapareció. Junto con la caída de la piedra, se oyó además el jadeo de sorpresa de Mardrom.

—¡Eres un chiste, Robin Hansson! —le gritó Bernardo, además conmocionando a todos al llamarlo por su nombre real— ¡Parece que no se te ocurrió una mejor idea que utilizar a niños durmientes!
—¡Atáquenlos!

La órden de Mardrom fue obedecida de inmediato. Todos los niños arremetieron en contra, mientras él se alejaba volando con su rehén.

—¡Alondra! —gritó Aurora al ver a su hermana alejarse presa de las garras del enemigo.
—¡Alyosha, Lionetta, síganlo!

El mandato de Bernardo no se hizo esperar, mas era difícil que sus escoltas lo cumpliesen. Dio media vuelta y descubrió a sus compañeras siendo inmovilizadas por al menos cinco niños cada una. Por otra parte, uno de ellos que iba vestido de samurái atacó a Cristóbal, pero antes de que pudiese herirlo, Bernardo lo pateó e hizo estrellarse contra el suelo. El pequeño lo miró y con un gesto de sorpresa le dijo:

—Tío Beña...

Pues sí, se conocían y habían pasado muchos momentos juntos en el hogar Nuestra Familia. Con un nudo en la garganta, y apenas pudiendo mirar, Bernardo le aventó una patada en todo el rostro, acción tras la cual el niño se desvaneció. Se mantuvo cabizbajo un instante antes de seguir luchando.

Aurora, por su parte, seguía mirando a las alturas con la impotencia de no poder salvar a su hermana, hasta que dos niños la tomaron de los brazos e hicieron fuerza para hacerla caer. Tambaleó por unos instantes, luchando además con su estado de debilidad, hasta que el grito de Bernardo la hizo espabilar.

—¡Son durmientes! ¡Golpéalos y despertarán!

Golpear niños. Quizás algo que nunca antes siquiera pensó hacer, pero este era un momento límite: juntó los brazos con violencia azotando a ambos niños uno contra el otro y, como si estuvieran hechos de polvo, se desvanecieron. Al darse cuenta del resultado, ya no tuvo piedad, y a medida que más niños se le acercaban para atacarla, mayores eran las ráfagas de viento que levantaba, haciéndolos chocar contra los troncos ardientes del bosque y logrando acabar con ellos.

Cristóbal luchaba a duras penas, sin fuerzas para ponerse de pie, contra una niña karateca. Bloqueaba con sus brazos las increíbles patadas que le propinaba, de frente, por la espalda, por los costados. Era un verdadero huracán de golpes, algo demasiado irreal para ser verdad. Sabía que todo lo que ocurría en la Dimensión Onírica tenía su origen en los sueños, pero las llagas en sus brazos demostraban que todo era real. La pequeña estaba lista para patearle el rostro, y cuando rozó su nariz, otra patada llegó desde un costado, pero contra la niña.

—¿Estás bien? —le preguntó Lionetta.
—Sí, machucado no más.
—¡Todos reúnanse con Cristóbal, rápido!

La orden de Bernardo fue clara. Alyosha, Aurora y él se reunieron en torno a la roca donde Cristóbal descansaba. Los cinco fueron luego cubiertos por un domo de cristal que los aisló del calor, las brasas y el ruido. Una vez protegidos, una enorme criatura voladora cubrió el cielo, trayendo consigo un huracán que arrasó con los árboles carbonizados, el fuego y los niños durmientes. Cristóbal y Aurora creyeron haber visto mal, pero era de verdad: una bestia similar a un águila con enormes alas, afiladas garras y patas traseras iguales a las de algún mamífero, la que luego de haber acabado con el caos de un solo sobrevuelo, regresó rauda hasta donde estaban. Aterrizó levantando una gran polvareda, tras lo cual Bernardo replegó el escudo y todo el grupo corrió hacia ella.

—¡Rápido, todos arriba! —ordenó la mujer sobre la criatura.

Bernardo y sus escoltas subieron en dos saltos para luego ayudar a Aurora y Cristóbal. Tras un par de aleteos ya todos estaban en el aire y se aferraban como podían de la piel del lomo leonino de la bestia. El vuelo iba veloz en dirección hacia donde Mardrom y los demás Sicarios escaparon con sus rehenes, y Aurora volvía a tener una pequeña esperanza de poder rescatar a su hermana.

• • •

Aún seguía dándole vueltas en la cabeza la muerte del profesor Jaurena, un señor aparentemente solitario y de actitud enajenada: así lo recordaban sus estudiantes.

—No sigas buscándole la quinta pata al gato —le decía Fabiola mientras caminaban por un pasillo hacia la salida—. Murió por una apnea del sueño y punto, si bien bueno para fumar que era.
—¿Pero no te hace ruido que su frase más común haya sido "hoy no debí haberme levantado"? Ni hablar la vez que dijo que si se moría quizás nadie se daría cuenta.
—Coincidencias no más, Sabri —le sorprendía la tranquilidad con que se lo tomaba—. Además recuerdo que también decía que era muy cobarde como para quitarse la vida.

Con un suspiro de resignación, Sabrina se concentró en salir de la universidad y llegar lo antes posible a su casa junto a su mamá, su hermano y su abuelo en cama sin poder despertar. Hasta que su atención nuevamente fue desviada.

—Ya no le des más vueltas al asun...
—Shhh, cállate.

Se mantuvo junto a su compañera en la entrada de un pasillo contiguo que acababa en una pequeña bodega de aseo. Precisamente desde allí venían las voces que escuchaba. Su curiosidad fue más fuerte, así que se escondió tras una esquina y enfocó su audición en la conversación ajena.

—Por algo el velorio es privado. Nadie que no sepa dónde está Rolando puede ir.
—Pero a mi me preocupa saberlo, fui cercana a él en sus momentos difíciles.
—¿De qué clase de cercanía hablas? Si sólo estuviste con él cuando necesitaba que lo reemplazaran.
—¿Y eso es poco acaso?
—¡Lo hiciste sólo por sacarle plata, por favor!

Sabrina miró a Fabiola con espanto. Ya no le importaba lo que hablaran, pues se había quedado con la primera frase que escuchó.

—Me da igual lo que crean de mi. Voy a ir a su casa quieras o no, y no me iré hasta que me digan dónde está.

Unos fuertes pasos se escucharon desde allí, resonando en todo el pasillo vacío, y fueron haciéndose rápidamente más fuertes y cercanos. Sabrina se sintió palidecer, tomó a su amiga como pudo y ambas se ocultaron tras la puerta de uno de los salones justo cuando la mujer se asomaba y se dirigía a la salida.

—¡No te van a dejar entrar, no insistas! —le bramaba el hombre que la seguía.

Cuando ambos ya se habían alejado, Fabiola se asomó para mirarlos, y no precisamente con disimulo.

—Oye, tonta, te pueden ver —gruñó Sabrina con la voz hecha un hilo.
—La profe reemplazante...
—Espera... —se tardó en reaccionar— ¿Qué?
—Era la señora que nos fue a decir que el profe había muerto.

Ambas se miraron pasmadas. Hubo un breve momento de silencio durante el cual Sabrina trató de atar cabos y comprender lo que estaba sucediendo. Aún le faltaba algo por averiguar.

—Vamos.
—¿A dónde?
—Vamos no más.

Llevó a Fabiola de vuelta por donde vinieron. Una de las cosas que más odiaba era que la engañaran y la dejaran con la duda.

• • •

A lo lejos se distinguían cuatro siluetas. La bestia volaba rauda para alcanzarlas y a sus espaldas todo el grupo, sobre todo Aurora, con el anhelo de salvar a Alondra y Nico. Las figuras se hacían cada vez más distinguibles.

—¡Vamos, Guille, más rápido!

A la orden de su jinete, la criatura recogió sus cuatro patas, plegó sus alas, estiró el cuello y ganó una rapidez impresionante. Los Sicarios estaban aún más cerca de su alcance. La carrera aérea cobraba mayor velocidad.

—¡Alyosha, Lionetta, cadenas!

Temerariamente, Bernardo se puso de pie, muy lento pero ganando equilibrio a medida que estiraba sus piernas y se erguía a merced del potente viento contra su cuerpo. Se sujetó de las cadenas de sus escoltas, levantó el rostro y fijó la vista en el Sicario de edad avanzada que llevaba secuestrado a Nico. El ave se acercó cuanto pudo, y cuando la distancia fue ideal, Bernardo lanzó con toda su fuerza una de las cadenas al secuestrador esperando atraparlo y traerlo con él, pero no tuvo en cuenta la maniobra evasiva del grupo de secuestradores: todos descendieron y se separaron en caminos distintos. Bernardo perdió el equilibrio, cayendo y quedando colgado de la cadena de Alyosha quien la sujetaba con la mayor fuerza posible. El peso fue tanto y tan repentino que no pudo evitar resbalar en el pelaje del animal, quedando también en peligro de caer. Cristóbal la abrazó por la cintura, pero al hacer fuerza para evitar la caída, el viento huracanado que los azotaba lo hizo desequilibrarse. Con esto, los tres cayeron sin remedio.

—¡Cristóbal! —pudo oírse Aurora desesperada.
—¡Guille, detente! —gritó la jinete y la bestia obedeció de inmediato— ¡Regresa y atrapa a los chicos antes que caigan!

Ni siquiera había terminado de dar la orden y la criatura ya volaba de regreso como un proyectil al rescate de Bernardo, Alyosha y Cristóbal. A medida que se acercaba iba cerrando su ángulo respecto al suelo hasta quedar literalmente cayendo a alta velocidad. En unos segundos ya habría rescatado a los tres, de no ser por unas lenguas de fuego que llegaron desde un costado que impidieron su paso. El animal frenó bruscamente, y por suerte Aurora y Lionetta estaban bien sujetas. La jinete observó desde donde vino el fuego y, para variar, se trataba de Mardrom, que aún llevaba a Alondra secuestrada. Tras atacar de súbito, el Sicario voló rápidamente de vuelta por donde llegó.

—Maldito bastardo... —se oyó susurrar a Aurora.
—Vamos a seguirlo.
—No —respondió de inmediato a la jinete, sabiendo que cuanto más tardaban, más cerca estaban sus compañeros de azotarse contra el suelo.

De pronto, un recuerdo. Sin siquiera pensarlo, se lanzó al vacío.

—¡Aurora! —le gritó Lionetta.

Con la cabeza apuntando hacia el suelo, cerró brazos y piernas y cayó como una bala de revólver a gran velocidad. No tardó en alcanzar a Alyosha, Bernardo y Cristóbal. Una vez con ellos, los abrazó. Luego cerró sus ojos, recordó las sensaciones en aquel sueño con la pantera y dejó fluir dentro de sí toda esa energía que emanaba del Orbe que tenía Bernardo. Estaban cayendo cada vez más rápido y a punto de estrellarse contra el suelo, pero en lugar de azotarse, frenaron, como si algo hubiera detenido su caída. Pusieron los pies en el suelo sin ningún problema, y luego una lluvia torrencial comenzó a caer. Bastó con que dibujara con sus manos un arco sobre su cabeza para que un cristal los protegiera del agua.

Además del ruido de la lluvia, podían escucharse las respiraciones agitadas de los cuatro. Junto con sentarse en el suelo producto de la extenuación, Cristóbal puso su incrédula mirada sobre Aurora, mientras Bernardo notaba la suave vibración del Orbe de los Recuerdos que mantenía en su bolso. Alyosha se arrodilló jadeando, apoyó las manos en el suelo, trató de recuperar un poco más el aliento y, con el brazo tembloroso apuntando hacia el cielo, lanzó desde su índice una luminosa bengala roja. La criatura, junto a Lionetta y su jinete, no tardaron en llegar.

• • •

—¿No habría sido mejor seguirla hasta la casa del profe Rolando y averiguar allí mismo lo que pasa?
—Ah, claro, llegar y decir "hola, quiero saber por qué el profe está fingiendo su muerte" —ironizó Sabrina mientras tecleaba con fuerza para hacer ruido en la sala de computación de la universidad y que nadie las escuchara, aunque el único que estaba con ellas era un conserje que dormía sentado en un lejano rincón—. Seré metiche pero no estúpida.

Buscó en internet toda la información posible del profesor Rolando Jaurena. Lo primero que encontró fue algo que la dejó boquiabierta frente al monitor:

—¿Qué pasó? —le preguntó Fabiola al ver su semblante.

Sabrina apenas apuntó el titular que acababa de encontrar y Fabiola quedó igual de pasmada que su compañera: "Profesor viñamarino debió pedir disculpas públicas tras hacerse pasar por muerto". La noticia era de hace catorce años, pero tenía datos suficientes para suponer que la historia se habría repetido. "Familiares y cercanos fueron cómplices del engaño del sicólogo quien, tras confirmarse que sus fines no eran ilegales, sólo fue sancionado a ofrecer disculpas públicas en presencia de profesores y estudiantes de la Universidad Católica de Valparaíso, casa de estudios donde imparte clases y de la que además es exalumno". Parecía que entre más leía, más revelador era el texto. Hasta que una frase —o más bien una palabra— la hizo azorarse.

—¡Hueona! —gritó.

A lo lejos se escuchó al conserje que se despertó un segundo.

—Y con esa boquita come, señorita —se le oyó murmurar antes de volver a dormirse.

Sabrina estuvo inmóvil frente a la pantalla antes de salir de la sala apresuradamente seguida de Fabiola.

—¿Qué pasó, Sabri? —le preguntó enseguida al verla tan desesperada.

Trataba de respirar con tranquilidad, de recuperar la compostura. Tomó a Fabiola por los hombros y apenas fue capaz de mirarla al rostro.

—¿Te acuerdas lo... lo que le pasó a mi abuelo hace... una semana? —Fabiola, con el rostro cubierto de temor, sólo pudo asentir muy suavemente— El profe... consumía una droga: zolpidem... —logró balbucear con la voz temblorosa— La misma droga que tiene a mi abuelo sin poder despertar...

No hubo eco en los pasillos, pero sí en la mente de Fabiola que sabía y entendía lo que pasaba con Don Norberto, abuelo de Sabrina, que continuaba en sueño profundo por razones que sólo ellas conocían.

• • •

Sorteando ventoleras y una torrencial lluvia, la criatura leonina llevó a todos a un pequeño refugio de ladrillos y cemento en medio del bosque. Todos bajaron de su lomo y corrieron a resguardarse, tras lo cual replegó sus enormes alas y se acurrucó bajo unos árboles muy frondosos que la protegían de la tormenta.

—Aquí nos quedaremos antes de volver al búnker. Guille tiene que descansar un rato —aclaró la jinete al tiempo que todos se tumbaban en unos pequeños asientos de madera dispuestos junto a las paredes.
—Ahora la misión entonces es rescatar a Nico y Alondra —acotó Bernardo sacando de su bolsito el Orbe de la Realidad y manteniéndolo en su mano derecha, mientras elevaba su otra mano hacia la entrada del refugio. Un relámpago destelló en el cielo y, con sólo un rápido movimiento de su brazo, varias chispas llegaron desde afuera y encendieron una suerte de fogata situada en el centro—. Y por lo que vimos, los Orbes tienen más Energía de la que creíamos.

Bernardo miró a Aurora, que se había sentado en un rincón, cabizbaja, ensimismada. Alyosha se le acercó lentamente, se puso en cuclillas frente a ella y le habló con suavidad.

—¿Podrías decirnos cómo hiciste para salvarnos de la caída?

Suspiró antes de responder. Ni ánimos tenía de levantar el rostro.

—Lo... recordé... —todas las miradas cayeron sobre ella y no pudo evitar sentirse algo incómoda. Su voz apenas se escuchaba debido al violento temporal azotando afuera— Antes de venir a la Dimensión, había soñado que una pantera me perseguía. Yo escapaba de ella, pero en lugar de seguir corriendo me lancé de frente, atravesé el suelo y comencé a caer desde muy alto. Frené la caída, me puse de pie, comenzó a llover...
—Tal como pasó hace un momento —completó Cristóbal mirando a los demás.
—¿Una pantera? —preguntó Bernardo— ¿Igual a la que nos atacó en Viña?

Aurora alzó el rostro con incredulidad ante el cómo se conectaban un montón de sucesos que en un principio parecían no tener relación.

—¿No será que ella...?
—Al parecer sí, Lionetta —resolvió Bernardo—. Aurora puede controlar la Energía Onírica sin la necesidad de los Orbes.
—¿Quieren dejar de abrumarme, porfa? —suplicó ella con desesperación antes de volver a abstraerse en la esquina. Encogió sus brazos y su garganta se apretó. Alyosha se le acercó para abrazarla— Ya no me interesa nada. Yo... quiero volver a ver a mi hermana.

Hizo una pausa para sollozar con tranquilidad en el hombro de Alyosha, rodeada de un silencio acongojante que enmudecía la tormenta en el exterior.

—Lleva tres meses en coma —comenzó a relatar con la voz hecha un hilo—. Mis papás murieron en el accidente que la dejó así. Es la única familia que me queda.

• • •

La tarde estaba helada y rojiza. Aurora y Alondra jugaban en unos columpios frente a la playa viñamarina en un parque de verdusco pasto. El sol estaba por esconderse en el horizonte, pero ni la hora ni el viento frío les quitaban las ganas de entretenerse.

—¡Veamos quién salta más alto!
—No, me da miedo —rezongaba Aurora, pero su hermana ya había aterrizado tras un gran impulso.
—¡Alcánzame! —desafió y echó a correr.

No tuvo más opción que seguir a Alondra, no sin antes intentar saltar tan o más alto que ella. Tomó un gran impulso y se despegó del asiento del columpio. Esperaba caer de pie, con firmeza igual que su hermana. Su admirable hermana, la que siempre estaba con ella cuando la necesitaba, la que tenía siempre la solución a todo, la que siempre la consentía y que lucía como una superheroína ante sus inocentes ojos. Tras el enorme salto, Aurora no calculó la caída y cayó de pecho al pasto. Un ensordecedor llanto alertó a Alondra, que ya estaba varios metros lejos del lugar y que no dudó en regresar.

—¡La niña llorona se cayó del columpio! —se burlaba un niño que estaba cerca y que incentivó a otros niños a que se rieran junto a él.
—No molesten a mi hermana —dijo Alondra con firmeza al llegar con el grupo.
—¿Y si no quiero?

El empujón que Alondra le dio al niño fue tan fuerte que una nube de polvo se levantó cuando se azotó de espaldas contra el suelo. Los demás niños se rieron de él mientras se ponía de pie y se sacudía las pantorrillas llenas de tierra. El implacable porte de Alondra lo amedrentó y no tuvo opción más que alejarse chillando con la cola entre las piernas, en medio de las estridentes carcajadas del grupo.

Aurora observó todo desde donde estaba. Su hermana, una vez más, se convirtió en su audaz y valerosa salvadora.

—¿Estás bien? —le preguntó ayudándola a levantarse.

Aurora emitió un quejido al apoyar su pie izquierdo. Alondra notó la herida que tenía en su rodilla, llena de tierra y algo de sangre, y que le impedía levantarse, así que la alzó con todas sus fuerzas y se la llevó en brazos cruzando la playa hasta llegar al mar. La sentó en la arena y le limpió la dañada extremidad.

—El agua salada te va a curar más rápido la herida —le indicó.

Una sonrisa de Aurora fue suficiente para entender la felicidad que estallaba en su interior. Un fuerte abrazo selló el momento, uno de tantos que quedará en su memoria para seguir afirmando que su hermana era la mejor del mundo.

—Te quiero mucho —le dijo llena de alegría.
—Yo igual a tí —respondió Alondra—. Te prometo que te voy a cuidar para siempre.

Con un apretón de meñiques, la promesa había quedado sellada. Finalmente, el sol se ocultó tras el infinito océano.

• • •

—Ella siempre estuvo junto a mi cuando me hacía falta —prosiguió entre un incontrolable llanto—. No quiero perderla. La necesito tanto...

Bernardo se percató de una poderosa vibración en su bolso. Sacó el Orbe de los Recuerdos, que emanaba un calor tan intenso que le impedía mantenerlo en su mano. Lo botó al suelo tras quemarse con él y se quedó observando la intensa luz celeste que despedía mientras vibraba cada vez más vigorosamente. Luego comprendió lo que pasaba: miró a Aurora y se preparó para el momento

—¡Quiero que mi hermana vuelva a estar conmigo!

El Orbe de los Recuerdos estalló en vetas de humo y haces de luz celeste. En cuestión de segundos, la devastadora tormenta comenzó a amainar, las oscuras nubes de a poco se dispersaron y un radiante sol se abrió paso. Todo el grupo salió del refugio y observó atónito cómo casi por acción divina el desastre desaparecía y la naturaleza volvía a resplandecer. Incluso Guille se levantó, sacudió sus alas y graznó en señal de alegría. Las miradas de todos se mantuvieron en el cielo, nuevamente azul y majestuoso, hasta que una silueta luminosa apareció entre los árboles. Cristóbal aguzó la vista y, cuando pudo darse cuenta de qué se trataba, gritó con todas sus fuerzas.

—¡Aurora, mira!

La aludida, que aún no había salido de la casucha, caminó con prisa junto a Cristóbal, quien le apuntó la figura de luz que acababa de aparecer. Al reconocer de quien se trataba, inspiró con fuerza y llevó una mano a su boca. Sus ojos hicieron contacto instantáneo con los de la mujer que caminaba algo desorientada hacia el grupo. Sonrió, casi llorando. La mujer también le sonrió. Cuando estuvo segura de quién se trataba, corrió a ella a toda velocidad.

—¡Alondra! —gritó y se abalanzó con un salto a abrazarla. Su hermana correspondió a su gesto y le acarició la cabeza. Las risas de ambas se fundieron en un momento de extremo gozo.

El resto del grupo se acercó a ellas y de inmediato Bernardo quiso salir de dudas.

—¿Pero cómo pudiste escapar?
—No lo sé —respondió Alondra saliendo del abrazo con su hermana—. Me tenían en un calabozo, Duha me golpeaba y me obligaba que le dijera dónde estaban los demás Orbes. De pronto, comencé a brillar, creo que perdí la conciencia y desperté aquí.
—Madre mía, no puedo creerlo —decía Lionetta con escepticismo—. Bernardo, esto se escapa de todo lo que creíamos posible hacer con los Orbes.
—Es ilógico —respondió cediendo a la posibilidad—, pero acabamos de comprobar que es posible: Los recuerdos de Aurora fueron tan poderosos que trajeron a su hermana de vuelta. Sólo alguien que lo desee con tanta fuerza puede hacerlo posible.

El momento de felicidad fue abruptamente interrumpido por un rayo oscuro que cayó cerca de ellos. Con un estruendo y un montón de barro levantado, una grave voz se oyó en las alturas.

—¿De verdad creen que un tonto deseo va a interferir en la misión de los Redentores?

Al levantar la vista al cielo, Alondra reconoció que se trataba de su captora. De inmediato dio la orden a todo el grupo.

—¡Al refugio, rápido!

Duha chasqueó sus dedos y un muro de lava emergió de la tierra impidiéndoles el paso. Guille se sobresaltó por el susto y se alejó algunos metros. La robusta mujer bajó al suelo y se acercó desafiante al grupo que se vio acorralado entre ella y los árboles incendiados por el magma.

—Ahora sí: o me entregan sus Orbes o nadie sale vivo de aquí.

Alondra estaba a la cabeza lista para defenderse. Esta vez no permitiría ningún daño a alguien de los suyos.

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