7. Confrontación
Una lágrima bajó por su mejilla. La tenían completamente paralizada, a ella y a Bernardo, mientras la explosión de lava acababa con Sabrina. Su amiga desaparecía entre el rojo intenso del magma que Duha hizo brotar desde la tierra. Y quizás por primera vez en su vida, Aurora sintió una enorme ira y deseo de venganza.
—Duha, ¿pero por qué?
—Ese es el final que deben tener estos canallas —respondió ella atropellando la pregunta de su compañero de voz anciana.
—Los necesitamos para sacarles la información de los Orbes —replicó Mardrom—. No podemos deshacernos de ellos así.
La mujer de contextura ancha ni siquiera escuchó a sus compañeros.
—¡Y no voy a tener piedad con ninguno de ellos!
Con las manos cubiertas de fuego, arremetió en contra de Aurora y Bernardo, dispuesta a deshacerse de ellos. Ellos sólo cerraron sus ojos esperando el ataque de la mujer, pero éste nunca llegó. Volvieron a mirar y se dieron cuenta de que un enorme viento había barrido con los cuatro tipos de negro, y un montón de ramas quemadas y tierra volaron junto a ellos. No fue sino hasta que el causante de esa ráfaga se puso frente a ella que se dio cuenta de quién se trataba.
—¿Todo bien, Aurora? ¿Bernardo? —preguntó Cristóbal llegando veloz al sitio de la explosión.
De pronto, Aurora sintió que sus extremidades volvían a estar en su lugar y que el control sobre ellas regresaba. Lo mismo pasó con su compañero; ambos por fin podían moverse. Se sintió repuesta y reanimada, mas no feliz.
—¡Cristóbal, la Sabri! —le dijo con la voz apretada.
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—¡La mataron!
Al escuchar esto, se sintió destruirse por dentro. No parecía verdad lo que Aurora, que ahora tenía bañado de lágrimas su rostro, le acababa de decir.
—No... mentira... ¿Pero cómo? —preguntó aún incrédulo.
—Ella había llegado y nos llamó. Ahí fue cuando una de ellos —explicó Bernardo apuntando con el mentón a donde cayeron los de negro— la envolvió en lava y desapareció.
—¡La Sabri, Cristóbal, la mataron, la mataron! —exclamó sin poder contener el llanto.
—La única esperanza que tenemos es que haya estado...
—Listo, se acabó —interrumpió Cristóbal agresivo—, les voy a sacar la mierda a estos hueones.
—¡Les vamos a sacar la mierda! —secundó Aurora enfatizando la palabra "vamos", con evidente furia en su rostro.
Mardrom y sus compañeros salían de entre los escombros, desorientados.
—No, es peligroso. Aprovechemos su desconcentración y alejémonos de aquí.
—Aléjate tú si quieres —respondió Cristóbal impaciente—. Yo aquí tengo que darles su merecido a estos desgraciados.
—Sí, no les va a salir gratis haber acabado con mi amiga —añadió Aurora secándose las lágrimas.
—Pero ellos son cuatro, nos superan en número.
—¿Y qué? Nosotros usamos algo que ellos no: el cerebro.
—Aurora, vinimos acá a recuperar los Orbes, no a... ¡Cuidado!
Una enorme bola de fuego caía directo donde ellos estaban. Bernardo reaccionó a tiempo, se agachó para poner sus manos sobre el suelo y, de un movimiento ascendente brusco de sus brazos, levantó un grueso muro de tierra que bloqueó el ataque. Ante la atónita mirada de sus compañeros, sólo pudo decir apresurado:
—Si lo pueden soñar, lo pueden hacer. Que no se les olvide. Ahora vámonos.
Sin nada más que poder hacer, siguieron a Bernardo entre los árboles y matorrales negros, con la mayor prisa posible. Sintieron un ruido detrás, como si alguien cortara el aire en las alturas, y después sólo sintieron la onda expansiva de una explosión de fuego que cayó a sus talones. Bernardo cayó estrepitosamente al suelo, y de inmediato miró hacia atrás temiendo por sus compañeros. No vio a nadie; casi entró en pánico. Las ráfagas seguían sonando en lo alto, levantó la vista y advirtió boquiabierto que el combate ya se había desatado: un montón de nubes oscuras invadieron el cielo y varios relámpagos comenzaron a fulgurar.
—¡Ayuda, necesitamos refuerzos! —se alcanzó a escuchar de Bernardo, que había sacado de su bolsillo algo como un pequeño parlante al cual gritó desesperado.
—¡Baja, maldito cobarde!
Mardrom no tenía intención de pisar tierra firme. Uno tras otro Cristóbal hizo caer los rayos tratando de darle a su enemigo y hacerlo bajar por la fuerza, pero al ser la primera vez que utilizaba ese poder, su precisión no era la mejor, ante lo cual Mardrom tomó ventaja, detuvo uno de los rayos con su mano y lo lanzó a los pies de Cristóbal expulsándolo varios metros hacia atrás. Se estrelló de espaldas contra el suelo, Mardrom bajó cerca de él y con un último relámpago lo liquidaría. Se preparó para lanzarlo, hasta que una enorme ráfaga lo desconcentró y lo hizo volar. Cristóbal miró desde donde vino ese vendaval y se trataba de su compañera Aurora.
—¡Detrás de tí! —le gritó poniéndose rápidamente de pie.
Duha pateó a Aurora por la retaguardia botándola contra las hojas calcinadas del bosque. Cristóbal no esperó y la contraatacó de inmediato con un golpe de viento en el pecho, alejándola por un momento y permitiendo que Bernardo hiciera caer un árbol sobre ella, al menos para tenerla atrapada por un instante. Cristóbal ayudó a su amiga a levantarse y, apenas lo hizo, un montón de llamas rozaron sus cabezas. Mardrom había vuelto a atacar y los tres voltearon para hacerle frente. Cristóbal corrió hacia él y con un gesto hacia el suelo hizo crecer unas raíces de árbol para atar los tobillos de su enemigo antes que lanzara otra llamarada. Mardrom cayó y sus muñecas también fueron atrapadas por raíces. Mientras luchaba por zafarse, Aurora se acercó a Cristóbal junto con Bernardo.
—Pero eso no lo puedes crear a partir de la realidad, ¿o sí?
—No sé, yo sólo lo recordé del niño medieval.
Esta afirmación hizo ruido dentro de Bernardo. Estuvo pensante por un par de segundos.
—Ya vuelvo —dijo y salió a volar.
—¡Oye, como que por acá necesitamos tu ayuda! —le gritó Aurora cuando ya apenas se distinguía en el cielo.
Vaya que la necesitaban. Bastó con que volvieran a mirar a su alrededor para ver que los otros dos tipos de negro, el hombre anciano y la mujer de voz fina, se habían hecho presentes en el lugar, y antes de que pudieran reaccionar ya habían ayudado a Mardrom y Duha a salir de las trampas en las que estaban. Los cuatro se reunieron en lo alto y levantaron su brazo derecho que de a poco comenzó a envolverse en llamas.
—Esto no puede ser bueno —dijo Cristóbal con clara preocupación.
Los brazos enemigos descendieron con violencia y un huracán de fuego arremetió contra Aurora y Cristóbal. Ella, en un acto desesperado, dio un paso al frente y puso sus manos sobre el suelo.
—Si Bernardo pudo hacerlo, yo también podré.
Pensó y repitió "un muro de tierra nos protege". Se levantó, alzó sus manos y la tierra rugió con furia. Un enorme muro se erigió ante ellos, pero al verlo mejor pudieron distinguir que se trataba de una roca. La reconocieron de inmediato: era el mismo peñasco que encontraron la primera vez que llegaron a la Dimensión, y tenía incluso la misma fisura en la que se refugiaron. La roca estalló en un montón de trozos y aire hirviendo, y Aurora sólo pudo protegerse con sus brazos. Respiraba aire cada vez más caliente y luchaba por mantenerse en pie en medio de esa oleada de fuego, hasta que una piedra de tamaño considerable que le golpeó el hombro la botó. Se azotó contra el suelo y sintió la cabeza darle mil vueltas. Trató de volver a levantarse pero sus piernas temblaban; sentía que su cuerpo se adormecía de a poco. Sólo atinó a cubrir su boca con su antebrazo, a ver si así dejaba de respirar polvo y fuego.
En un momento creyó que había muerto, pues entre lo poco que podía ver distinguió una suave luz blanca, y sintió que algo blando y tibio la envolvía por la cintura. Luego se sintió volar, su cuerpo se elevó y, a medida que se alejaba, el aire volvía a enfriarse, pero aún se sentía aturdida.
—¡Por acá! —la voz de Bernardo se oía a lo lejos.
Pudo respirar con más facilidad, ya empezaba a recuperar la sensibilidad de su cuerpo, y cuando abrió los ojos, notó que había llegado a un sector del bosque más verde, donde seguramente aún no habían llegado los Redentores. Alzó su rostro y reconoció quién la había salvado.
Sólo sonrió. Y ella le sonrió de vuelta.
Llegaron junto a Bernardo en una zona muy frondosa del bosque. Su salvadora puso los pies firmemente en la tierra, pero a ella la sentó suavemente sobre una roca. La miró con enorme felicidad y apenas pudo hablarle, pues su voz estaba ronca y apenas audible.
—Gracias... Alondra...
—Eres muy valiente, Aurora —le respondió su hermana—. No me equivoqué en traerte a la Dimensión con tus compañeros.
Cristóbal llegaba al lugar en brazos de un hombre robusto y de piel trigueña, quien lo recostó en el suelo aparentemente mal herido.
—¡Cristóbal! —exclamó afónica Aurora seguido de una fuerte tos.
—No te preocupes, está bien, está respirando —le respondió el hombre.
—Bien, escúchenme. Esto es lo que haremos —dijo Bernardo llamando la atención de todos—. Alondra, Nico, encárguense de que los Sicarios no lleguen hasta acá. Vayan a vigilar y ante cualquier señal de aproximación, manténganlos alejados. Lionetta, Alyosha y yo cuidaremos aquí a Cristóbal y Aurora, y buscaremos el Orbe.
Alondra y el hombre robusto emprendieron vuelo. Aurora sintió como si de nuevo le dieran la felicidad en sus manos y se la arrebataran en un instante. Añoraba el momento en que por fin pudiera pasar largas horas junto a su hermana, a quien no podía hablarle en el mundo real.
Bernardo y una de sus acompañantes se internaron en el bosque. La otra se quedó junto a Aurora y Cristóbal —este último aún no despertaba— y se le acercó con una timidez algo extraña para una mujer del EPDO.
—Oye —le dijo con voz tenue—, disculpa si fui muy hostil con ustedes la otra vez.
Aurora, luego de mantener la mente ocupada con su hermana y haberla visto alejarse, además de no poder sacarse la imagen de Sabrina siendo devorada por la lava, tomó un tiempo en observar y reconocer a la chica. Entrecerró sus ojos e inspiró con sorpresa.
—Ah, tú eres una de las que le lanzó cadenas a Cristóbal, ¿no? —dijo con la garganta aún resentida.
—Sí —respondió con una tierna risa—, ambas somos escoltas de Bernardo. Lionetta, que ahora lo acompañó a buscar el Orbe, y yo. Me llamo Alyosha.
Le extendió la mano para saludarla. Aurora correspondió lentamente su saludo, con duda, con la mirada perdida. De pronto reaccionó.
—Disculpa... ¿qué dijiste que fueron a buscar Bernardo y Lionetta?
—El Orbe —tomó una pausa—. Dijo que había sentido Energía Onírica concentrada cerca de aquí.
—¿Cuál Orbe?
—No sé, sólo sabemos que hay mucha energía por...
—¡Aaaah, mi cabeza!
La voz quejumbrosa de Cristóbal las distrajo.
—Cris, ¿cómo te sientes? —se apresuró en preguntar.
—¿Dónde está ese desgraciado? —preguntó con la voz adormecida e intentando ponerse de pie.
—Oye, no te levantes.
Sin hacer caso a su amiga, comenzó a erguirse como jirafa recién nacida, con las piernas hechas gelatina, y en una actitud digna de una noche de alcohol.
—Le voy a sacar la cresta al imbécil ese —balbuceó tambaleándose y tratando de caminar.
—Siéntate, te dicen —le dijo Aurora, con sus piernas adoloridas sin poder ir con él.
En un momento, Cristóbal perdió el equilibrio, y corrió en su intento de no caer. Quiso apoyarse con sus manos, pero parecía que fueran de lana. Finalmente, sucumbió a la gravedad y el aturdimiento, y estrelló su cabeza contra un arbol a lo lejos.
—¡Cristóbal!
—¡Aaah! ¡Árbol de mierda!
Cuando Alyosha fue con él para socorrerlo, un círculo de color celeste cayó de las hojas del árbol. Aurora, estupefacta, agudizó su vista y pudo distinguir una esfera transparente con humo en su interior. Alyosha llegó allí con asombro, lentamente se puso en cuclillas y la tomó con cuidado. La acercó a sus ojos y la miró con enorme sorpresa, como si hubiese encontrado un tesoro valiosísimo extraviado por siglos.
—Linda, no sé para qué viniste si no me ayudas —reclamó Cristóbal apenas moviéndose para ver a Alyosha, y cuando vio lo que ella tenía en su mano se olvidó de todo dolor. El pasmo fue más grande.
• • •
A pesar de haber despertado de repente, ella sintió que durmió bien, un verdadero lujo a estas alturas de la crisis del sueño.
Tenía suerte de vivir cerca de la universidad. Hoy se fue caminando. No había transporte público, ni mares de gente en las calles, ni locales comerciales abiertos. La ciudad estaba casi paralizada. Caminó por Calle Quillota entre soledad y silencio; era muy raro ver un auto pasar por la calzada, y el único que había pasado en horas estaba estrellado contra el ancho portón metálico de un depósito de chatarra.
Siguió por la subida Los Lirios hasta llegar al campus, que destacaba por tener un hermoso parque junto a la laguna Sausalito. El guardia de la entrada dormía en su caseta, pero su radio seguía encendida: "Los expertos desaconsejan totalmente el uso de medicamentos que induzcan el sueño" y "es un episodio global de estrés que debiese ser pasajero" alcanzó a escuchar. Tampoco habían profesores con sus libros ni estudiantes corriendo a su siguiente clase. Lo único que pudo ver fue a lo lejos un par de mujeres recostadas en el pasto.
Entró a la clase de Literatura Clásica en la que no había más de cuatro estudiantes —uno de ellos dormía—. Tomó asiento en el pupitre de siempre, al centro y al fondo, y la chica sentada a su derecha le habló:
—¿Dormiste bien?
Le costó reaccionar. Aún seguía pensando en la manera tan agresiva en que despertó, y a pesar de no recordar claramente qué soñaba, sólo recuerda que vio mucho fuego. Envolvente y ardiente fuego.
—Ah, pues... sí.
—Yo debo tener mucha suerte. He dormido súper bien desde que comenzó esa supuesta crisis del sueño en el mundo.
De prontó entró una profesora a la sala con una carpeta bajo el brazo; una señora de unos sesenta años de corto cabello ondulado semicano. No era ella la que daba esa clase, así que la sensación de duda se esparció. Sabrina miró a su compañera con el ceño fruncido, y cuando la profesora dejó la carpeta sobre el mesón, recorrió rápidamente a todos los presentes con la vista y se dirigió a ellos.
—Bueno, somos los que somos —comenzó con resignación—. Bien, tengo una noticia urgente que darles.
La sensación de duda generalizada se convirtió en temor. El chico que dormía sobre su pupitre se despertó de sobresalto, justo para escuchar lo que la señora tenía que anunciar. Ella prosiguió:
—Lamento informarles que el día de ayer el profesor Rolando Jaurena ha fallecido —una suave exclamación de sorpresa hizo eco en el salón—. Todo parece indicar que sufrió un episodio de apnea del sueño, y que por eso su familia no se enteró sino hasta bien avanzado el día, ya que él vivía solo en su departamento. Le hemos enviado, a nombre de todo el equipo docente de la universidad, una carta de condolencias a la familia y ellos nos han respondido que, si bien el velorio de hoy es de carácter privado, mañana están todos invitados al responso fúnebre a las 10 de la mañana en el cementerio Parque Del Mar en Concón.
—Es que igual era bueno para fumar el profe —le susurró su compañera.
Mientras la profesora abría su carpeta en el mesón, no pudo evitar pensar en qué pudo estar el profesor en la Dimensión Onírica antes de morir. Porque a pesar de sólo ser durmiente y no onironauta, igualmente su alma debió estar en algún lugar de la Dimensión.
—Voy a entregarles los resultados del control de la semana pasada. Fabiola Trenas.
Su compañera caminó donde la profesora, pero aún estaba con la cabeza en las nubes. Lo pensó mejor y quizás el señor Jaurena no era sólo un durmiente. O más improbable aún: que haya logrado la Trascendencia Onírica, aquello que sólo los más poderosos onironautas pueden lograr. ¿Pero siquiera será eso posible en pleno caos global del sueño?
—Sabrina Bascuñán —y fue con la profesora.
• • •
Lionetta pateaba montones de hojas por si acaso el Orbe estaba bajo ellas. Bernardo hacía lo propio aguzando la vista unos metros más allá.
—Aún no puedo creer que Mardrom y Robin sean la misma persona —decía ella mientra seguía pateando hojas—. Ni aunque me lo hubiese dicho él mismo hace un par de años le hubiera creído.
—Es impresionante lo que el poder de los seis Orbes juntos pueden hacer —respondió Bernardo—. No existen onironautas tan poderosos como para cambiar su apariencia física en la Dimensión. Ni siquiera el presidente Soman.
—No entiendo para qué pudo haber hecho algo así.
—Quizás sólo para hacerse más fuerte. Aunque algo me dice que hay otra razón.
—Y ahora que está llamando a durmientes para hacerlos perpetuos y sumarlos a los Sicarios, se nos va a hacer más difícil detenerlo.
—¡¡Bernardo!!
Un grito desesperado llamó la atención de ambos. Sin siquiera pensarlo, corrieron al sitio donde quedaron descansando Aurora y Cristóbal, y en menos de cinco segundos llegaron. Lionetta fue directo a donde estaba Aurora.
—¿¿Qué pasó?? —preguntó Bernardo agitado.
Aurora apuntó a donde estaba Cristóbal. Todos lo miraron y vieron lo que tenía Alyosha en su mano.
—Es el Orbe —susurró Lionetta.
—Déjame verlo.
Bernardo se lo pidió a Alyosha, pero ella lucía inmóvil, seguramente bloqueada por el repentino hallazgo. Ella sólo pudo mirarlo, nerviosa, ante lo cual él se acercó y simplemente lo tomó.
—Estaba entre las ramas de este árbol —aclaró Cristóbal aún algo aturdido apuntando al árbol en que se golpeó y sobándose la cabeza.
—Como lo sospeché —concluyó Bernardo mirando muy de cerca la esfera y el humo celeste que guardaba—: es el Orbe de los Recuerdos.
Aurora y Cristóbal se miraron perplejos. A ella le tomó un momento espabilar y preguntarle:
—¿Cómo lo sabes?
—La función de este Orbe —explicó Bernardo— es evocar con mayor facilidad cualquier recuerdo que hayan tenido. Por eso para Cristóbal fue tan fácil atrapar a Mardrom entre raíces, pues lo había recordado de esa vez que los niños los atacaron.
Ahora todo tenía sentido. Había sucedido lo mismo que cuando recién llegaron, sin poder moverse, sin voz, sin cuerpo, hasta que se acercaron al Orbe de la Realidad. Esta vez sus recuerdos, las raíces y la roca gigante con la fisura, se hacían más presentes a medida que se acercaban a esta nueva esfera.
—Entonces —concluyó— ¿así vamos a poder encontrar los demás?
—Sí, es un buen método —respondió Bernardo guardándose el Orbe recién encontrado en su pequeño bolso a la cintura—. El único problema es que no sabemos para qué pueden servir los otros cuatro.
Una ola de fuego interrumpió la explicación. De un instante a otro, el bosque fue cubierto por las llamas y las copas de los árboles ardieron. Ante el susto, todos miraron al cielo que se había teñido de un rojo sangriento, y pudieron distinguir cuatro figuras que se acercaban a lo lejos, dos de ellas más abultadas que las demás. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca se detuvieron.
—¡¡Alondra!!
El grito desgarrador de Aurora retumbó en todo el bosque al percatarse de que su hermana estaba secuestrada por Mardrom. El otro bulto se trataba de Nico, compañero de Bernardo, que junto a Alondra debía mantener a raya al enemigo.
—¡Entréguennos ahora el Orbe de los Recuerdos! —ladró Mardrom en las alturas, manteniendo encadenada e inmóvil a la hermana de Aurora.
—Maldito hijo de... —dijo Cristóbal aún débil y sin poder levantarse.
—Entréguennos el Orbe o no volverán a ver a sus compañeros —gritó el hombre de voz anciana que sujetaba a Nico entre cadenas y luchando por escapar.
De pronto, se repitió la historia: un montón de niños se asomaron entre los arbustos. Algunos de ellos llevaban traje y armamento estilo medieval, otros vestían kimono de karateca, otros iban de samurái. Todos dispuestos a atacar. En medio del ardiente bosque, y con dos rehenes, la guerra ya se había desatado.
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