6. El albor de la gran batalla
El grupo permanecía inmóvil bajo los dorados ojos de la pantera, deseosa de sangre, en posición lista para volver a atacarlos.
—No se muevan —susurró Aurora.
—¿Y esperar a que nos devore? —respondió Cristóbal retrocediendo. Sus pies pisaron una botella de vidrio que inevitablemente lo hizo caer al suelo.
—¡Cristóbal!
Aurora ayudó a su compañero a levantarse, momento de indefensión que la pantera aprovechó para abalanzarse de nuevo contra ellos a toda velocidad. Los tres advirtieron a tiempo el peligro y lograron dispersarse antes de ser atrapados, dejando a la bestia al centro, y ellos, cual ruleta, alrededor de ella. El animal posó su vista sobre Bernardo, quien de inmediato, y con una agilidad impresionante, subió el tronco de un árbol y se mantuvo sobre una rama, lo cual no supuso problema para el felino que, con la fuerza de sus enormes garras, subió de a poco donde Bernardo estaba.
—¿De dónde cresta salió ese tremendo animal? —preguntó Cristóbal desde un costado.
—¡Seguramente cruzó desde la Dimensión Onírica hasta acá! —gritó Bernardo desde lo alto del árbol, aún siendo acechado por la pantera y subiendo cada vez más.
—Ah, muy bien, comandante, no nos abriste un situs a nosotros pero sí a un gato negro gigante.
En cualquier momento, la bestia alcanzaría a Bernardo; la carrera vertical no sería eterna. De pronto, un recuerdo: Aurora recogió ramas y piedras del suelo y comenzó a arrojarlas a la pantera.
—¿¡Qué estás haciendo!?
—¡Oye, peludo, por acá!
Ignorando por completo a Cristóbal, y de un piedrazo en la cabeza, Aurora llamó la atención del animal. De inmediato le posó su furiosa vista y bajó del árbol de un salto.
—Quédate aquí junto a Bernardo -fue su última indicación antes de echar a correr.
La pantera le siguió los pasos a toda velocidad. Ella era ahora una carnada viva, que en cualquier momento sería atrapada entre enormes garras y colmillos.
—¡Aurora, te volviste loca!
—¿¡Qué está haciendo esta tonta!? —preguntó Bernardo a Cristóbal bajando del árbol y corriendo hacia él.
Pensó en dar una ámplia semicircunferencia al sector, sorteando escombros, ramas y troncos, para finalmente terminar corriendo en línea recta hacia Cristóbal y Bernardo. Si su presentimiento era correcto, pronto lo lograrían. Gracias a la adrenalina, sus piernas nunca antes habían corrido tanto, y sus ideas eran cada vez más descabelladas. La pantera estaba más cerca de ella y apenas había corrido la mitad del trayecto. Podía sentir el aliento de la bestia, hasta que una de las garras logró rajar su playera. Fue entonces que Aurora tomó una temeraria decisión: de una sola patada, arrastró polvo, pasto seco, ramas, piedras y escombros directo al rostro del felino, cegándolo por unos instantes y ganando algo de ventaja. Sólo quedaban algunos metros para llegar de vuelta junto a Cristóbal y Bernardo.
—¡Quédense ahí! —les gritó con el poco aliento que le quedaba, mientras la pantera recuperaba la vista y volvía al ataque.
—¡Oye, pero no la traigas acá! —rugió Cristóbal haciendo el amago de salir arrancando, pero siendo detenido por Bernardo.
Arremetiendo con aún más fuerza, el enorme animal estaba decidido a acabar con el grupo. De un solo salto, voló sobre Aurora dispuesto a arrancarle la cabeza de un zarpazo, instante justo en que ella, a toda velocidad, empujó a sus compañeros y se dejó caer junto con ellos. Los tres impactaron el suelo y, como si estuviesen sobre una laguna, se hundieron.
La pantera la atacó, pero ella ya había desaparecido.
• • •
Llevaba al menos media hora sentada junto a su abuelo con la lejana esperanza de verlo despertar. Ni siquiera tenía ánimos de encender la luz. Hacía ya una semana desde que lo vio con los ojos abiertos por última vez, y desde que la única señal de vida era su respiración. Ni con el mayor de los escándalos despertaría. No había caso.
Francisco acababa de llegar. Ella salió a recibirlo, tratando, por alguna razón, de disimular que había estado un buen rato dentro de la habitación de su abuelo. Él la miró con sorpresa.
—¿No pasa nada?
—Nada —respondió en un suspiro.
—¿Las pastillas? —preguntó dejando su mochila sobre el sofá.
—Ni rastro. Parece que las esconde súper bien.
Mientras su hermano tendía su chaqueta en una silla, Sabrina encendía el hervidor para tomar un té juntos.
—¿Y la mamá?
—Durmiendo.
—¿En serio? Menos mal, ya llevaba como dos noches sin pegar pestaña.
—Y parece que van a ser tres —doña Olivia salía así de su cuarto —. No hay caso.
Sabrina miró lo agotada que se veía su mamá y se le acercó.
—Pucha, mamá... mira, ya se va a acabar todo esto, te lo aseguro.
Doña Olivia bostezaba a cada rato. Su hija trataba de tranquilizarla, a pesar de que todos sabían lo crítico de la situación y lo lejos que estaba de solucionarse.
—La Aurora y el Cristóbal ya deben estar allá, ellos son súper fuertes y van a poder...
—Hija —interrumpió en un susurro—. ¿Por qué no vas con ellos?
Se quedó congelada. En esa simple pregunta pudo advertir una profunda súplica y una necesidad incontenible de, por fin, poder dormir en paz.
—No, mamá. Ya lo hablamos con la Sabrina y es mejor no arriesgarse.
Ella sabía que la decisión ya estaba tomada, aunque, dado el estado de su mamá, miró a su hermano con una extraña decepción.
—Está bien, hijo —terminó por decir Doña Olivia y se sentó junto a la mesa, cabizbaja.
Puso tres tazas y sirvió el té. Le fue imposible pasar por alto el duro insomnio de su madre, así que, apenas se sentó, se dirigió a su hermano.
—Pancho, ¿y si mejor voy no más?
—Sabri, porfa, ya dijimos que era peligroso. Además —le tomó la mano a su mamá y la miró a los ojos—, de seguro ya hay muchos onironautas muy capaces encargándose de esto. Confiemos en ellos y estemos tranquilos.
A pesar de su sereno tono de voz, a Sabrina le incomodó la seguridad que transmitía Francisco. Si bien por una parte les dijo a sus amigos que no pondría su vida en riesgo, por otra inevitablemente la crisis del sueño afectaba a su familia: su madre que no podía dormir y su abuelo que no quería despertar.
Todo parecía indicar que lo único que quedaba por hacer era implorar por que todo volviera a la normalidad cuanto antes.
• • •
Al despertar se vio golpeado por la potente luz del sol. Apenas notó que había vuelto a estar consciente, se levantó de golpe y quedó sentado sobre el suelo lleno de pasto y hojas secas. Se puso de pie, se sacudió de prisa y recién entonces pudo advertir lo que había a su alrededor: un montón de árboles en el suelo, a merced del calor y la aridez del lugar, yacían sin vida ni verdor. Cuando dio media vuelta, reconoció el lugar donde estaba: imponente se erigía un enorme peñasco con una fisura en un costado.
Ya había estado aquí antes, mas no con quienes lo acompañaban.
Caminó sin rumbo, a pesar de que ya se había dado cuenta de que, de algún modo, había logrado entrar a la Dimensión Onírica. El horizonte lucía brumoso, pero aún mantenía la fe de que sus pies lo llevarían a un lugar seguro. No se sentía agotado, así que, si fuese necesario, caminaría cientos de kilómetros.
Y así fue: entre hojas secas y piedras que a menudo lo hacían tropezar, estuvo al menos un par de horas en su marcha sin destino.
De a poco los árboles secos caídos iban desapareciendo del paisaje. Ahora se internaba en un terreno llano, donde claramente hubo intervención humana: troncos talados, huellas de calzado en la tierra y unos largos palos enterrados en fila dando indicios de que hubo o habrá una gran reja. Al fondo, entre la neblina, divisó una pequeña casucha de madera y, sin dudarlo, corrió hacia ella con la esperanza de hallar a alguien que pudiese ayudarlo a saber dónde estaba.
Detuvo su carrera justo frente a la entrada, recuperó un poco el aliento y golpeó la frágil puerta con los nudillos, tras lo cual ésta se desplomó con un duro estruendo. Retrocedió asustado y volvió a observar la situación con más inseguridad. Aún así, pero con temor, cruzó el dintel, puso sus pies adentro y pasó lentamente su vista por la mesa, la cama y un extraño cajón dispuestos en un lúgubre espacio sin ventanas en que no cabía ni un mueble más.
—¿Hay alguien?
Un suave cacareo se dejó escuchar a su derecha. A paso lento, una gallina se acercó a él y se le quedó mirando por un instante. Inclinándose de a poco, la tomó en sus manos y la levantó a la altura de su cabeza para mirarla a los ojos, como si esa ave tuviese la respuesta que busca.
—Suéltala.
Escuchó la voz de un hombre por detrás junto al clic de una escopeta cargándose. Apenas sintió el frío cilindro en su espalda, dejó escapar a la gallina y, despavorido, levantó sus brazos. Dio media vuelta para notar que se trataba de un hombre de avanzada edad, de larga barba cana, cabello enmarañado y de aspecto descuidado y sucio. Y estaba listo para dispararle.
—Conque eras tú el que robaba mis gallinas.
—N-no, señor, yo... u-usted me está confundiendo...
—¿Qué hacías dentro de mi casa?
—Yo... s-sólo necesito ayuda...
—¿Quién eres? —el tipo apenas lo dejaba responder.
—M-mire... p-primero baje su arma y...
—¿¡Quién eres!?
—¡Cristóbal Quintino! ¡Cristóbal Quintino! ¡Me llamo Cristóbal Quintino! —se apresuró en responder al sentir la escopeta golpearle el abdomen. En cualquier momento sería hombre muerto, aunque su rostro estaba pálido como el de uno— Acabo de llegar desde el mundo real con unos amigos y debimos aparecer en distin...
—Ah, pues entonces te dispararé y despertarás —lo interrumpió y volvió a apuntarle en el pecho.
—¡¡No, señor, no somos durmientes, entramos por un situs!! —su voz nerviosa y acelerada ya parecía más una súplica— Sólo... sólo... sólo quiero encontrar al Escuadron Protector de la Dimensión Onírica, na-nada más que eso.
El rostro del viejo de pronto se relajó. Bajó de a poco su arma y miró fijamente a Cristóbal con una expresión de sorpresa. Caminó hacia una esquina de su casucha, dándole la espalda a su repentino visitante, y se puso frente a una suerte de armario medio desarmado.
—Eres del EPDO.
Bajando los brazos lentamente, Cristóbal le respondió. El hombre estuvo de espaldas durante toda su explicación.
—Bueno... no. O sea, sí... o sea, no exactamente. Verá, el EPDO nos pidió ayuda para devolver la calma a la Dimensión pero, como le dije, entramos por un situs y debimos haber aparecido en lugares diferentes, seguramente por culpa de todo el caos que hay acá, así que ahora necesito encon...
Ni siquiera alcanzó a terminar cuando el anciano se volteó con una enorme bazuca que había sacado de su armario.
—¡Me importan un bledo los traidores del EPDO!
Algo más le dijo a Cristóbal, pero éste, entre sus gritos y súplicas, no alcanzó a escucharlo. Llegó a ponerse de rodillas implorándole que no le disparase, pero antes de que lo hiciera un fuerte remezón de la tierra los sacudió. El viejo cayó pero Cristóbal pudo incorporarse a tiempo para salir de la casucha y ver a la distancia una enorme explosión de lava que emergía de la tierra.
• • •
—¿Cristóbal? —llamaba mientras caminaba junto a un río de aguas muy verdosas— ¿Bernardo?
El río era lo único vivo de ese lugar. A la distancia sólo se distinguía un terreno árido y una bruma que le impedía ver más allá, y a un costado un montón de árboles calcinados, algunos carbonizados y en el suelo. Daba la sensación de que solía ser un precioso bosque, lleno de color, tranquilidad y un fresco aroma a naturaleza. Hoy sólo se respiraba destrucción; a que alguna vez la vegetación cedió ante un inclemente fuego.
Miraba hasta donde más podía, tratando de encontrar alguna señal de sus compañeros, hasta que un arbusto a un costado, negro por culpa del incendio, se sacudió y llamó su atención. Lo quedó mirando por un momento, se acercó lentamente, lo examinó con cuidado y, cuando lo estaba observando por todos lados con total concentración, un montón de lagartijas comenzaron a salir del quemado arbolito. Del susto, Aurora cayó hacia atrás quedando sentada sobre el suelo, notando que los reptiles eran de un tamaño bastante mayor a lo normal; y que eran demasiados, tantos que era físicamente imposible que todos cupieran dentro del arbusto. Seguían y seguían escapando, a toda velocidad, y empezaron a acumularse a sus espaldas. Dio media vuelta y dedujo que las lagartijas formaban claramente una figura humana que se erigía de pie ante ella. Se levantó de inmediato, temerosa, y apenas lo hizo sintió que sus extremidades habían dejado de responder. Sus brazos y piernas se habían congelado. La figura humana se completaba, y mientras Aurora luchaba sin éxito por tratar de moverse, la tomó por la cintura con un brazo y se la llevó volando.
Durante al menos dos minutos, Aurora estuvo a varios metros de altura, por sobre las copas de los árboles quemados. Temía por que esa figura humana hecha de lagartijas la dejara caer, pero por alguna razón no lo hizo. Llegaron a un espacio baldío en medio del bosque, y la fría figura, en la que podían sentirse los reptiles revoloteando entremedio, la dejó de pie justo al centro. Una vez hecho esto, las lagartijas volvieron a esparcirse por el suelo y se escondieron a lo lejos entre los arbustos.
No era mucho lo que Aurora podía moverse, seguía paralizada, pero pudo ver que no estaba sola: la habían dejado frente a frente con quien se suponía debía proteger a ella y sus compañeros; quien tendría que haber llegado junto a ella hasta la Dimensión Onírica. Bernardo también había sido llevado hasta allí contra su voluntad, y tampoco podía moverse. Aurora se quedó sin aire al ver al líder del EPDO a merced de un poder superior.
Una sombra de un hombre de cabello rubio y unos dos metros de estatura se asomaba por la izquierda. El abrigo negro que llevaba puesto lo hacía reconocible de inmediato.
—¿Sólo a estos dos encontraron?
—Estamos aún en busca de los otros lamebotas —le respondió una voz muy fina de mujer.
—No hemos buscado aún en Ciudad Gaudium —de improviso, se le sumó otra voz, esta vez de un hombre que rozaba la ancianidad—, allá está infestado de soplones.
Súbitamente, a Aurora se le puso en frente una mujer de contextura ancha que la asustó con tan sólo acercarle su rostro, deforme por las gesticulaciones de repudio. Llevaba un abrigo negro al igual que los demás.
—¿Así que te quieres quedar con los Orbes, niñita metiche? —le dijo muy de cerca y con un aliento desagradable— Aquí los vamos a tener vigilados mientras encontramos a sus amigos. Vamos a acabar con todos —terminó con tono agresivo.
—Duha, calma —le dijo la otra mujer, la de voz fina.
—No me pidas calmarme, Mei. Lev hubiese hecho lo mismo. ¿O no, Hansson?
—Él ya no está con nosotros, así que comportémonos —respondió.
—Ellos —dijo alterada apuntando a Aurora y Bernardo— quieren tener el monopolio de la Energía Onírica. ¿Te parece poco?
De pronto le pareció escuchar que Bernardo susurraba algo frente a ella, a duras penas y suspirando constantemente.
—Mardrom... es Hansson... —y con esto terminó de congelarse por dentro— Robin Hansson... el fundador... de los Redentores... del Sueño... es Mardrom...
Darse cuenta que tenían a su lado al mismísimo mentor del robo de los Orbes, y que estaban atrapados por su poder, fue como un balde de agua fría para ambos. Mardrom puso órden a la discusión.
—Su gran error fue unirse a esos seudojusticieros del EPDO —dijo mientras caminaba frente a Bernardo y lo miraba con repulsión—, pero les vamos a dar una oportunidad de arrepentirse, y así ser testigos de la Gran Gloria, cuando acabemos con las pesadillas de la Dimensión —se acercó a él y le habló de cerca—, y junto con ellas a todos los que se opusieron a nuestra cruzada.
—¡¡Aurora!!
Una voz muy familiar gritó a un costado del espacio baldío, de entre los árboles. La aludida pudo girar un poco su rostro para darse cuenta que su amiga Sabrina había llegado hasta allí. Quería gritarle que huyera, que esta situación era muy peligrosa para ellos, que acabarían con ella si no escapaba cuanto antes. Su respiración se agitó; la desesperación la carcomía por dentro. Los cuatro de negro la miraron al mismo tiempo con un rostro lleno de sorpresa y algo de susto.
—Es otra de esos lamebotas —dijo la mujer de voz fina.
—¡Ya me tienen harta con sus apariciones repentinas! —gritó la otra mujer, la de contextura ancha. Saltó muy alto y se mantuvo flotando en el aire, con sus manos envueltas por un fuego rojo vívido e incandescente.
—¡Duha, detente! —le gritó el tipo de voz anciana.
Sin siquiera escuchar a su compañero, Duha hizo un movimiento ascendente con sus brazos. La tierra tembló agresivamente y estalló en lava justo en el punto donde estaba Sabrina, dantesca escena que Aurora pudo presenciar. El refulgente magma acabó con árboles y arbustos, y cuando algo pudo verse entre el humo y los trozos de carbón cayendo, Sabrina ya no estaba. Aurora miraba horrorizada lo que habían hecho con su amiga, y la ira creció en su interior. Quería venganza, quería luchar y acabar con ellos sin piedad, quería deshacerse de Duha y todos los Redentores del Sueño. Quería poder moverse.
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