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Capitulo 31

A estas alturas ya los detalles estaban un poco borrosos.

Felix no recuerda mucho sobre esas primeras veces que vio a Minho. Solo sabe que lo recuerda como algo frecuente, algo que, de cierta forma, comenzó a formar parte de su día a día.

Allí en la estación. Mientras él aún era un cadete, apenas un aprendiz, Minho era uno de esos casos reincidentes. Un adolescente problemático que constantemente se metía en peleas o era atrapado tratando de robar en tiendas de conveniencia. Felix a veces se preguntaba por qué nadie venía a buscarlo a la estación. ¿Por qué ese chico tenía que pasar horas o incluso días ahí, con aquella expresión que pretendía lucir amenazadora, aun si lo único ligeramente intimidante en él era su estatura? Esa que a veces lograba irritar al Felix de veinticuatro años que lo miraba de lejos, siempre de lejos.

Hasta un día.

El compañero de Felix era un oficial entrado en años. Su mentor, o algo así. A Felix nunca le agradó aquel viejo con olor a tabaco y cuya incómoda familiaridad ya había sacado lo peor de su carácter un par de veces. Patrullar con ese viejo era una verdadera tortura, y, en el silencio del interior del auto, Felix solía mantener su vista fija en las calles. Sin conversar, sin escuchar música en la radio. Solo se mantenía concentrado, dispuesto a aprovechar la más mínima oportunidad para salir de esa asfixiante atmósfera. Aun si eso implicaba, como había sido el caso, salir corriendo detrás de aquel chico de piernas largas y sudadera oscura que acababa de asaltar a una distraída señora.

Felix recuerda que alcanzar a Minho fue más una cuestión de maña que de velocidad. Sus piernas, cortas en comparación con las de aquel adolescente, jamás ganarían en una carrera. Sin embargo, aquel era su territorio. Llevaba meses patrullando esa zona. Conocía cada callejón y cada matorral como si fueran el patio de su casa.

Entre sus borrosos recuerdos aún estaba esa mirada sorprendida de Minho cuando brincó a la acera, saliendo del estrecho espacio entre dos edificios. El chico quiso darse media vuelta y correr en sentido contrario, pero una fuerte patada de Felix sobre su pecho, unido al brutal impulso que traía, bastó para hacerlo caer al suelo. Sus pulmones se vaciaron en el doloroso impacto de la gruesa bota y luego en el del asfalto. La capucha de su sudadera cedió y sus cabellos rubios, con un tinte ya algo desgastado, se desparramaron sobre el suelo adornando una lastimera expresión de dolor.

La sonrisa complacida en el rostro de Felix hizo que el chico frunciera el ceño. Sobrecogido ante la brutalidad de aquel pequeño, casi tierno, policía.

Probablemente esa fue la primera vez que intercambiaron palabras. Minho quiso justificarse, incluso ponerse violento. Pero un fuerte pisotón sobre su pecho bastó para hacerlo callar y sisear de dolor. No pudo hacer nada más cuando oyó aquella voz gruesa con marcado acento australiano.

"Muévete si tienes huevos".

Y Minho tenía huevos. Pero aun así, prefirió no moverse.

Después de eso todo comenzó a ser tenso. Para Felix se hizo común verlo también fuera de la estación. Minho seguía apareciendo en las esquinas. Fumando en los aparcamientos de las tiendas de conveniencia. Miraba su patrulla, la seguía con la mirada como si le quedara alguna cuenta por saldar. Felix también lo veía. Le sostenía la mirada desde el interior del auto, como aclarándole que no le temía. Nunca le temió. Por el contrario. Era lo único que realmente se le hacía desafiante. Entretenidamente desafiante.

Arrestarlo por primera vez llevó a que los chismes sobre aquel chico le llegaran en cascada. Los demás oficiales también lo conocían, era un elemento delictivo representativo de aquel vecindario. Desde pequeño, hasta ahora, casi un hombre, todos reconocían como su ferocidad había ido en aumento. Lo tenían por un arresto difícil. Joven, veloz y fuerte. Un verdadero problema. Aun muchos no entendían cómo alguien menudo como Felix podía haberlo arrestado tan rápido y traerlo a la estación, dócil y tranquilo.

Solo su mentor no decía nada. Era el único que, en aquel momento, conocía lo que realmente se ocultaba detrás de la sonrisa dulce del australiano. Ese viejo sabía bien que ningún delincuente juvenil de aquellos lares podía lidiar con él.

Para cuando Felix volvió a verse cara a cara con Minho, ya los rumores estaban bien asentados. Felix tenía claro que muchos le temían a aquel chico. A su metro ochenta de solo diecisiete años. A su cabello amarillo neón que parecía casi demoniaco. A sus jeans rotos y sus sudaderas oscuras.

Se lo encontró una noche al salir de su turno. Allí, fuera de la estación, estaba él. Recostado en la baranda del aparcamiento. Un cigarro encendido en sus labios y el humo era lo único que parecía moverse en aquella imagen. En aquel chico quieto que lucía, justo así, como alguien digno de ser temido.

Pero Felix no temió. Él quería más. Quería volver a ver como esa expresión furiosa cedía y se volvía dócil. Quería volver a pisotearlo. Y, en aquel entonces, no había moral en él que le indicara que había algo mal en ese deseo, en esa necesidad.

Solo quería porque sí.

Así que caminó hasta él. Se paró justo delante de sus narices y le arrebató el cigarro de los labios. Minho lo miró en ese instante, sorprendido. Pero su sorpresa solo aumento cuando aquel oficial, lejos de lanzar el cigarro al suelo y pisotearlo con la suela de sus botas, lo llevo a sus labios y dio una calada profunda, dejando salir el humo como si, con él, saliera también de su cuerpo la rigidez del día.

—¿Qué haces aquí?

La pregunta fue hecha sin mirarlo. Felix seguía mirando hacia arriba, hacia las volutas de humo que se perdían hacia el oscuro cielo nocturno.

Minho apretó sus labios, y Felix pudo leer algo en su rostro. Un atisbo de rebeldía cubriendo su deseo. Como si tratara de ocultar sus verdaderas intenciones. Pero para Felix estaba claro. Demasiado claro.

—Me parece que tienes algún jodido problema conmigo. Me tomé la molestia de venir a resolverlo —contestó, nuevamente intentando sonar intimidante. Felix se terminó el cigarro con tranquilidad, lanzando la colilla a un contenedor que había cerca.

—¿Y cómo piensas resolverlo? —preguntó en cambio, incapaz de disfrazar la burla en su voz.

Minho bufó, como un cachorro ofendido, poniéndose de pie. Buscaba causar ese efecto, el que sus genes le habían proporcionado en forma de estatura. Consiguió que Felix estirara su cuello para mirarlo, sí. Pero aquel tinte de burla no se borró en ningún momento.

—De hombre a hombre.

Una comisura de Felix se elevó, aquello sonaba casi tierno.

—¿Te consideras un hombre acaso?

—¿Qué estás queriendo decir? —Minho agarró su camisa, dispuesto a agredirlo, pero, antes de que pudiera darse cuenta, ya su mano estaba siendo retorcida, obligándolo a encorvar su espalda y doblar sus rodillas, cediendo ante el intenso dolor que amenazaba con moverle las articulaciones de lugar.

—No luces muy masculino ahora —murmuró Felix, aún tranquilo, disfrutando casi demasiado aquello.

—¡Maldita sea! ¡Suéltame!

Felix lo dejó ir, aun sonriendo quedamente. Minho se enderezó, acariciando su muñeca. Sin embargo, sus movimientos se congelaron al sentir como Felix agarraba su mentón, obligándolo a bajar la mirada.

—Te falta aún un poco para entender lo que es ser un hombre, mocoso —Minho no contestó, solo le sostuvo la mirada, casi hipnotizado por esa extraña cercanía, por el tono suave pero intimidante de aquel tipo pequeño y aparentemente frágil—. Empezando porque tienes que ser sincero con tus propios sentimientos. No viniste a resolver ningún problema, ¿cierto?

El menor apretó sus labios.

—¿A qué mierda crees que vine entonces?

Felix apretó su agarre, arrancándole un quejido.

—Quizás a entender por qué esto... se siente tan extrañamente bien.

Los párpados de Minho se abrieron un poco más, denotando el impacto que aquellas palabras habían causado. Habían golpeado justo en el punto delicado, en aquello que no quería admitir del todo.

—N-no se siente bien.

Felix sonrió con una dulzura escalofriante.

—¿Me vas a decir que no? ¿Crees que no puedo notarlo? Es bastante obvio cuando veo que no intentas defenderte, no intentas huir, solo me dejas hacer... solo lo sientes.

Minho apartó su mano con un brusco empujón, acomplejado.

—Deja de decir esas cosas tan enfermas.

—Ah... ¿Me equivoco entonces? ¿O es que aún no entiendes las reacciones de tu cuerpo?

—¿Qué reacciones? —Minho frunció el ceño y Felix solo bajó la vista, mordiendo su labio inferior.

—Allí... entre tus piernas. La respuesta está más que clara.

—¿Qué? —Minho también bajó la mirada y, si ya estaba un poco sonrojado, darse cuenta de lo que estaba sucediendo dentro de sus pantalones bastó para que su piel se encendiera de un rojo intenso, adivinable incluso en la iluminación nocturna— ¡Mierda! ¡No...! —miró a Felix, en medio de aquella vergüenza que tan encantadora era para el mayor— ¡Esto no es...! ¡Solo...! ¡Esto no significa nada!

—Significa —Felix se acercó a él, acorralándolo contra la baranda que le había servido de asiento—, por si aún no lo entiendes —movió una de sus manos, deslizándola dentro del bolsillo delantero de los pantalones del menor, casi relamiéndose de gusto al sentir cómo se estremecía solo con eso—, que todo esto que te he hecho, te gusta. O, al menos, a tu cuerpo sí.

Sacó la caja de cigarros que sabía que estaba allí, tomando uno entre sus finos dedos.

—Y está bien que no entiendas, o que te incomode. Pero te aseguro que es algo que puedes llegar a disfrutar... y mucho. Te aseguro que mucho.

Minho tragó en seco, su mirada había pasado de avergonzada a deseosa. Ese simple roce había desorganizado todas sus, ya de por sí revueltas, hormonas. Era cierto que no entendía mucho. Pero quería más. Desde aquella primera vez que Felix lo había mirado desde arriba, que lo había tratado de aquella forma intimidante y firme, como si fuera imposible desobedecer. Sí, justo desde ese momento había necesitado más. Y ahora que le era ofrecido, solo Dios sabía lo difícil que se le estaba haciendo no decir que sí de una jodida vez.

—Fuego. —demandó el mayor. Nuevamente Minho se vio incapaz de desobedecer. Agarró su encendedor y lo prendió, acercando la llama al cigarro que ahora se encontraba entre los labios del mayor. Minho se encontró a sí mismo hipnotizado por esos labios, por los dientes afilados que asomaron al verlo fumar, expulsando el humo con suavidad, por aquella serena belleza.

—Y bien —Felix lo miró cuando ya el cigarro iba por la mitad y Minho parecía aun en un limbo, perdido—, ¿qué dices?

—Me da miedo —contestó, sincero—. No confío en ti. Aun si... si se siente raro cuando me... tratas así.

—¿Crees que alguien como yo podría lastimarte en serio? —Felix habló soslayando el hecho de lo realmente peligroso que podía llegar a ser. En realidad, sabía que nunca podría lastimar a aquel chico. No después de ver la inocencia en aquel rostro. Después de oír su voz, de verlo estremecerse en el placer de lo desconocido. Sabía buscar los límites, y sabía respetarlos. Sin embargo, era consciente de que la inocencia de Minho no entendería de términos como aquellos. Así que solo apeló a la aparente lógica. Quería que Minho confiara.

—Bueno... —Minho lo dudó.

—Solo quiero hacerte cosas que te van a gustar.

La mirada del menor se tornó entonces desconfiada.

—¿Por qué?

A lo que Felix se acercó de nuevo, dejando que el humo de su aliento acariciara su rostro, envolviéndolo en el aroma mentolado.

—Porque me gusta hacer esas cosas que te hacen sentir bien...

Felix observó en silencio cómo el humo se perdía hacia el techo, apenas visible en la casi oscuridad de su departamento. Solo entraba la luz del exterior por su ventana. Solo eso y la insignificante llama de aquel cigarro encendido entre sus labios. Hacía años que no fumaba, pero ahora, ese sabor amargo y mentolado había revivido sus recuerdos. Lo había necesitado, desde que sintió nuevamente el tacto de la piel de Minho en sus yemas.

Y allí estaba él, cayendo en viejos vicios. En todos sus viejos vicios. Se sentía como si, hiciera lo que hiciera, no pudiera apartarse de las cosas que quería dejar atrás. Y ahora se preguntaba, ¿por qué las había querido dejar atrás en primer lugar?

El cigarro estaba fuera de cuestión. No era algo que le importara. Podía dejarlo cuando quisiera, excepto cuando quería recordar a Minho, cuando estaba confuso y desordenado. En esos momentos lo necesitaba, como mismo necesitaba aquel otro vicio de un metro ochenta... o más. Definitivamente más.

Dejar a Minho atrás... ¿Realmente lo había hecho porque quería sacarlo de su vida? ¿Realmente se avergonzaba de su pasado, de su comportamiento? ¿O era, después de todo, miedo?

Porque Felix recordaba ahora el miedo. Recordaba lo espantado que se sintió el día que se dio cuenta de que Minho estaba casi viviendo con él. El día que notó que tenía sus cosas en su apartamento, que esperaba verlo al salir del trabajo. El día que se dio cuenta que le preocupaba no verlo, que quería que dejara sus cosas ilegales, que lo quería suyo, por un tiempo indefinido. Ese día, fue aterrador.

Quizás había estado amándolo. Más allá de su expresión de dolor y de la adrenalina tan jodida que le daba dominarlo. Quizás fue ese miedo cobarde el que lo llevó a apartarlo todo, a rechazar a Minho como una plaga. Aun hoy... era ese miedo.

Lo sentía cada vez que Minho le decía que lo amaba. Le apretaba el pecho y lo ponía violento. ¿Cómo podría amarlo a él? ¿Cómo podría amarlo después de haberlo lastimado hasta ese punto? No físicamente. Por supuesto que no. Pero le había causado el único dolor que nunca quiso causar y ahora la culpa y el miedo lo tenían paralizado.

Dejó el cigarro a un lado y enredó sus propias manos en su cabello, exhalando un quejido. Estaba pensando demasiado. Sabía que había lastimado a Minho esa tarde. Pero era lo mejor. Definitivamente lo mejor. Aun si todavía seguía dándole vueltas a lo que Minho había dicho.

"¿Todo lo que he hecho por ti ha sido en vano?"

Era él quien nunca había hecho nada por Minho. Solo lo había retorcido. Y se había acomodado a ese retorcido ser que había creado.

Lo mejor era no volver a caer en él. No volver a acercarse. Seguirlo rechazando. Sí...

Pero todas esas resoluciones parecieron esfumarse al sentir unos suaves toques en su puerta. Cerró entonces sus ojos, aferrándose a las poquísimas fuerzas que le quedaban.

—Hyung... —la voz queda de Minho se escuchó en la tranquilidad de la noche y allí supo que sería imposible.

No podía. Simplemente no podía.

¿Realmente estaría enamorado hasta ese punto?

Abrió la puerta, encontrándose al menor en el umbral, de nuevo una sudadera oscura, sus manos ocultas en los bolsillos de la prenda.

—Déjeme pasar la noche con usted.

—Pensé que estabas enojado. —Felix fingió que no moría de ganas por dejarlo pasar. Solo lo miró, duro, resistiendo las ganas de morder ese pequeño puchero que apareció en los labios del menor.

—Y lo estoy... pero no quiero estar solo mientras estoy enojado.

—¿Y prefieres pasarlo con la persona que te puso así en primer lugar?

—Es mejor si no lo hablamos. Sé que no quieres hablar ahora... yo tampoco. Solo déjame pasar... por favor.

Felix finalmente exhaló un suspiro, retrocediendo. Dándole la razón al menor con ese simple gesto.

—Entra.

Realmente no tenía deseos de hablar.

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