Operación: Navidad con los Vásquez-Ríos
Esta historia fue creada e inspirada con la idea de poder llevar un poco de las fiestas navideñas latinas a cada lector, donde nunca faltan los tíos enemistados por la herencia de algún abuelo, las tías deseosas de casar y agrandar la familia para los más jóvenes, y la comida en abundancia.
Además de esto, uno de los grandes motivos por lo que decidimos escribir este relato, fue hacerle una dedicación a nuestra madre, a quien tenemos como idea regalarle este trabajo. Nos gustaría agregar que no teníamos pensado hacer esto como regalo, pero luego de haberlo meditado y recibir impulso para hacerlo, nos decantamos por estar aquí.
Le queremos agradecer a nuestro padre por habernos presentado la idea, ya quien era él el que conocía el deseo de mamá sobre que escribiéramos algo para compartir en Wattpad.
Y, la dedicatoria final es para mamita. Todo esto es para ti. Luego de escribir como locas durante tres o cuatro días, conseguimos cumplir este deseo tuyo.
Disfrútalo que es para ti.
Feliz Navidad y Año Nuevo para todos.
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Navidad. La Navidad es una de las fiestas más importantes alrededor del mundo. Cada cultura, continente, país o pequeño poblado incluso, tiene sus propias tradiciones y costumbres que hacen único su festejo.
En Austria, por ejemplo, los niños reciben sus regalos en la misma Nochebuena, en contraposición con el resto de Europa. Además, quien entrega los regalos a los más pequeños es Christkind, es decir, el Niño Jesús.
La Navidad austríaca cuenta con pequeñas -o grandes diferencias en otros casos- respecto a las navidades de otras localidades.
No obstante, sus costumbres muchas veces pueden mezclarse con otras de otros países, como le sucede a la familia Vásquez-Ríos.
En Colombia la Navidad es calurosa, ruidosa, rodeada de parientes, con decorados simbólicos, alumbrados y el pesebre infaltable.
Las comidas son distintas. Y a esta familia latinoamericana le ha costado acostumbrarse a platos que nunca en su vida habían oído hablar de ellos o tan siquiera habían visto.
En sus navidades se come buñuelos, arroz con leche, salpicón, lo que sobró del día anterior.
A pesar de las diferencias, los Vásquez-Ríos pasan las fiestas rodeados de sus tradiciones, comiendo buñuelos, deleitados con arroz con leche, y abrigados hasta la cabeza dentro de la casa.
Todo es distinto, pero si se sabe disfrutar y recordar lo esencial, todo puede ser el doble de maravilloso.
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Blanca nieve caía sobre la ciudad austríaca de Viena. Las temperaturas a la intemperie eran atroces, y para la noche más festiva del año, se esperaban mínimas de hasta menos cinco grados.
Sería una noche asombrosamente helada y blanca, y eso era lo que hacía emocionar a los niños y a los jóvenes entusiastas. Los más viejos ya no querían saber nada más del frío atroz y la nieve que obstaculizaba la salida. Aún tenían la esperanza algunos de que alguna Navidad fuera un pelín más cálida y sin la molesta nieve. Sin embargo, de antemano sabían que ésa era una posibilidad casi nula en Austria.
Aunque el sol no era una gran fuente de calor en esa época del año, éste podría sembrar alguna llama remota de esperanza de que no fuera el paisaje un conjunto de grises y blancos.
Los más pequeños corrían por las calles con bolsas en manos y sus padres a gritos llamándolos de atrás. Los adultos menos avispados se movían a lo largo de toda las avenida en busca de los obsequios que le faltaban para sus parientes. También, a un ritmo más lento y casi con miedo, los ancianos se aventuraban por las calles con sus grandes bolsas colgando de sus hombros envueltos en cuatro abrigos y bufandas.
La ciudad andaba a su típico trajín navideño, con algunos turistas sin miedo al frío y hombres disfrazados de Papá Noel.
Los comerciantes avisaban a sus clientes de su horario especial por la fecha y esa semana. Sin embargo, los compradores asentían a lo que les decían y se marchaban casi trotando del comercio.
Ése era el caso Diago. Las semanas posteriores a la Navidad se las había pasado trabajando en el proyecto final de su clase del preescolar. Los pequeños le habían consumido el tiempo, y su madre las ganas de ir a casa a festejar.
Su madre, Elisa Cristina Ríos Pereira, era una auténtica mujer latina. Defendía a capa y espada a su santísimo Niño Jesús, el pesebre, los cinco árboles navideños, las luces por toda la casa y la unión familiar. Por eso, no era de extrañarse, que toda la familia Ríos y sus líneas, junto a los Vásquez de su esposo, se reunieran en su casona de Viena.
Comida no faltaba, tampoco ruido. Los vozarrones de sus parientes colombianos, distribuidos por el mundo y por Colombia, era la principal causa de aturdimiento al retirarse a su casa tres días después, cuando Doña Elisa decidiera que podía irse con una bandeja de sobras, con la cual podría bien volverse a alimentar a un batallón de personas, o comer él y su novia oculta hasta la mitad de enero.
Y otras de las razones que lo habían mantenido alejado de los mercados, además de Elisa y su trabajo, era Atalié. Esa muchacha que vivía con él y lo hacía despegar la cabeza de la computadora cada media hora, ocupaba el otro cincuenta por ciento de su vida.
La había conocido al inicio del año, cuando decidió tomarse algo en la taberna de la ruta luego de haber pasado tres días con su familia. Ella iba vestida de elfo navideño, con el pelo rosado por los hombros (ahora se lo cortó un poco más arriba, como tú dijiste en las características físicas), unos ridículos zapatos puntiagudos y aretes con forma de copos de nieve en los oídos.
Tenía un aspecto ridículo que lo había cautivado desde un inicio, junto a una magnética personalidad que le encantaba a toda hora del día. Y, con la Navidad ya golpeando las puertas de los relojes cucú, debía reconocer que su novia se había esmerado en hacerle llegar el espíritu navideño que ella tanto poseía en todas las instancias del año. Mas, su preocupación no iba de la mano con ser un Grinch eterno, sino, en el lugar donde pasaría las fiestas, y, en ese año, una carga más pesaba sobre sus hombros; llevar a su novia a las tradicionales fiestas Vásquez-Ríos. Todo un acontecimiento.
Sin embargo, los pensamientos estaban eclipsados en ese momento, mientras podía contemplar el paisaje navideño por la ventana del coche que Atalié conducía. La libreta de conducir se le había vencido hacía una semana, y, aunque conducir no fuese una de sus actividades favoritas a la hora de ejecutar, le hubiese gustado poder estar haciéndolo en ese instante, así podría desviarse por la ruta, y, como el lobo de La Caperucita roja, escabullirse por el camino más largo y llevar a su caperucita a un lugar donde no predominaran los gritos y la fiebre de Navidad, para así tener una privacidad que en su hogar no tendrían por más de tres días.
Nieve y más nieve era lo único que podía ver desde la ventana del copiloto, deseando un poco de pasaje entre pueblos y ciudades, donde un tránsito denso para los apresurados lo esperaba. Quería sentirse en casa, no como un mosquito más del paisaje. Rápidamente desestimó esos pensamientos y decidió concentrarse en la figura de la chica que no paraba de hablarle, siendo más exacto, su rostro, el mismo que lucía una fina capa de maquillaje y lucía más que alegre estando en el lugar de conductora, aunque, sabía que ocultamente su emoción sólo se debía a los Vásquez-Ríos, su familia.
Una discreta sonrisa se dibujó en sus labios, conmovido por ese gesto que ella le mostraba implícitamente. Quería conocer a su familia y llevaba las mejores vibras para hacerlo, sin reparar en que podrían ser personas demasiado intensas y sumergidas en la vorágine de una Navidad perfecta. Su mano zurda se posó en el muslo cubierto por un pantalón rojo de Atalié, apretándolo ligeramente para no desconcentrarla de su labor, mas, una sonrisa dulce fue su respuesta.
—¿Por qué estás tan emocionada? No sabes si son desagradables o demasiado chistosos. ¿No piensas tener un poco de recelo?—en su lugar lo tendría, aunque tal vez sólo se debiera a que era un cauteloso por naturaleza, incapaz de relajarse hasta que conociera completamente a quién o quiénes se enfrentaría.
Como respuesta a su pregunta, Atalié le obsequió una sonrisa mucho más amplia de la que ya tenía.
—Son tu familia, cielo. No pueden ser desagradables si tienen a un hijo tan dulce —el comentario le robó una sonrisa tímida y un sonrojo que no quiso manifestar, porque a veces solía olvidarse del efecto que ella tenía sobre su cuerpo, sobre su mente. Le generaba un tumulto de emociones que le era imposible poner en un papel con su puño y letra, decirlo a viva voz frente a cientos de ajenos a los maravillosos sentimientos, únicas emociones y miles de sensaciones que ella, sólo ella, era capaz de producirle.
—Es que no son desagradables, Aty. Son molestos, gritones, chillones, bochincheros, chistosos, metiches e intensos —pensar en ellos le causaba un escalofrío, más que nada por lo que pensarían de Atalié y cómo la tratarían, pero por otro parte, se sentía orgulloso de que esa extravagancia de seres humanos fuese su familia. Por primera vez en todo lo que llevaba de viaje, consiguió sentirse bien con la decisión que ambos habían tomado sobre pasar la Navidad en su casa.
—Yo puedo con eso y mucho más, Diago. Confía en mí, todo saldrá bien —esperaba que así fuera, y sabía que así sería si ella estaba tan convencida de ello. Le sonrió antes de apoyar la mejilla en el cabezal del asiento y quedarse mirándola con una bobalicona expresión en el rostro, algo incómodo en su posición, pero no lo suficiente para dejar de contemplarla. Era lo más bonito de la Navidad, como el puntero del árbol, el chirimbolo más especial o las luces más coloridas del vecindario; ella era todo eso y más.
—Te ves preciosa —le gustaba el peinado que se había hecho, con dos mechones sueltos en la frente y el resto sujeto en una coleta baja, contrastando el rosa de su cabello con el maquillaje sutil de marrones. El azul en sus ojos grandes y expresivos lo dejaba sin habla, eran como dos cristales hechos en las profundidades del Pacífico, creados para mirarlo como sólo ella podía hacerlo, cálida y tiernamente, con un deje de diversión que siempre la acompañaba en la aventura que parecía ser su vida.
Bajó un poco la mirada para encontrarse con el suéter más luminoso que le había visto a alguien en esas fechas, rompiendo con el estereotipo de la fealdad que poseían ese estilo de prendas. Un pensamiento fugaz se plasmó en su mente; ella sí que pegaría con su familia de esa forma tan poco disimulada que vestía.
—Y tú no muy festivo, pero tampoco me quejaré; haz hecho un esfuerzo —le agradaba que lo conociera y no lo presionara, porque sabía que cuando pisara la casona Vásquez-Ríos, más de una docena de pares de ojos se centraría en la ausencia de rojo y verde en su ropa, siendo una falta al espíritu navideño de la familia.
—A mi familia le encantará tu suéter. De seguro la tía Rosa te hablará de su colección de suéteres navideños que tiene desde hace más de tres décadas —vio cómo alzaba las cejas, impresionada con esa información.
—¿En serio? Quiero conocerla —sabía que ella se incluiría más de lo que él mismo lo haría, porque su novia tenía algo especial, como una más grande Cindy Lu que iluminaba el mundo del Grinch en el que se creía inmerso.
—Ya me imagino —rodó los ojos con un aire bromista, ligeramente divertido con toda la situación. Le palmeó el muslo, dejando que volviera a concentrarse en el camino y no en él.
Más árboles cubiertos por una densa capa de nieve y carteles con propagandas, se mostraban ante sus ojos, meciéndolo hasta conseguir dormirlo en pocos minutos.
Sus ojos se despegaron cuando el auto dio con un bache que casi lo hizo pegar la cabeza al techo si no fuese por el cinturón de seguridad. Asustado e impresionado por el casi golpe, miró hacia Atalié, quien conducía pegada al manubrio y con la vista empequeñecida, como si buscase ver mejor de lo que lo veía.
—¿Qué sucede? —pensó lo peor, desde que se habían quedado varados, hasta que se habían agotado la gasolina. Ahogó un suspiro cuando ella negó con un gesto de que no había problema.
—Un bache de nieve, nada de lo que preocuparse. Yo creo que estamos cerca, ¿Tú qué crees? —por la ventanilla que estaba más empanada de cuando se había dormido, intentó distinguir algo que le dijera llegamos, sin embargo, sólo logró ver una casa de buen tamaño, demasiado decorada y con luces que parecía que iba a explotar. Prontamente comprendió que ésa era la señal que buscaba.
Una diminuta sonrisa dibujó en su boca y volvió la mirada hacia su novia.
—Llegamos —inmediatamente, Atalié buscó un sitio en el que estacionarse y que no obstaculizara el pasaje por esa calle. Suspiró cuando el motor se apagó.
—¿Estás nervioso? No te preocupes, yo estoy contigo —tomó una de sus manos y la llevó a sus labios, donde la besó para luego recostar el rostro contra la palma.
—Son nervios buenos, quiero creer. ¿Y tú, no estás nerviosa, ansiosa, emocionada o aterrada? —se le hacía difícil saberla tan tranquila, como si conocer a los padres de su novio fuese lo más casual del mundo y que se le diera de maravilla. Tal vez eran sus percepciones las que lo hacían ser un paranoico y que sí era de lo más normal presentar a su novia a su familia. Pero no era cualquier familia, era su familia.
—Un poquito, pero estoy convencida de que todo saldrá bien —quería contagiarse de su optimismo natural, pero no lo conseguía, como siempre fracasaba en el intento.
—Vamos que hace frío —asintió, sólo para quitarse los nervios del estómago y enfrentar a su familia.
Salieron del auto justo cuando una tormenta de nieve azotaba la intemperie, obligándolos a ir rápido hacia el porche. Ahí, tomó su mano como acto-reflejo y tocó el timbre.
—Aquí vamos —dio una última respiración, una milésima antes de que la puerta se abriera y los recibiera Don José.
—¡Por Jesús bendito, si es el pequeño Ioan! —el hombre los saludó con su español tan arraigado y una sonrisa que iba de oreja a oreja. Diago esbozó una mueca de disgusto, mientras que su novia esbozaba una sonrisa radiante y se lanzaba a abrazar a José.
—¡Mucho gusto! Soy Atalié, la no... —la interrumpió el fuerte gritó que emitió el hombre.
—¡Elisa, tu hijo ya está acá! —Diago sintió temblar sus tímpanos por el grito y sus piernas por los nervios.
Atalié le agarró de la mano más fuerte para reconfortarlo y se acercó a la altura de su oído para murmurarle palabras de apoyo.
—Tranquilo, querido. Todo está saliendo de maravilla —eso quería creer.
Cuando José volvió su atención a ellos, los hizo entrar a la casa alegando que hacía mucho frío afuera. Al entrar, Atalié se sintió en el Polo Norte; Diago en Colombia. Los sentimientos y la nostalgia se mezclaron entre sí al encontrarse de pie en medio de esa salita cálida, acogedora, muy contraria a las escasas temperaturas de la intemperie o a la blancura de las calles austríacas.
Era puro color, puras luces. Largas hileras de pequeños puntos multicolores hacían sombra en las paredes beige, alumbraban los rostros de sus familiares, generando un ambiente con sabor a casa.
Diago profirió un suspiro tembloroso. Estaba en casa, estaba de vuelta en su país.
—Llegas tarde, Ioan Diago. Ni que nevera tanto afuera —de su ensoñación lo sacó la voz grave y con un leve tono cantarín de Elisa.
Apretó inconscientemente la mano de su novia. Si existía alguien que podía ponerle los pelos de punta a la misma vez que podía derretirle el corazón en ese mundo, era su mismísima madre.
—¡Hola! Mucho gusto, soy Atalié, la nov... —pero otra vez fue interrumpida, esta vez por Elisa.
—Pero mira qué linda muchacha ha traído a casa. Hasta comenzaba a pensar que era gay —su novia seguía con aquella sonrisa plantada en los labios sin entender lo que los Vásquez-Ríos murmuraban en español. Diago le dio una mirada molesta a su madre.
—¡Primo, qué bueno verte! —se encontró a salvo cuando un hombre robusto, de pelo negro como la noche, se acercó a envolverlo en un apretado abrazo—.No esperaba verte aquí. Pensaba que te quedarías en tu casa con tu... —se deshizo del abrazo para darle una mirada a la mujer de cabellera rosada que lo acompañaba.
—Mucho gusto, soy Atalié, la nov... —ambos compartieron una mirada exasperada cuando Elisa avisó a los gritos que su tercer hijo estaba en casa junto a una muchacha muy linda que los había sacado de sus dudas sobre la posible homosexualidad de Ioan.
Pasaron al salón principal, donde se encontraron con todos los parientes venidos de todo el mundo. Estaba el tío borracho Ángel, recién llegado de España. Su esposa era la tía Mariela, tan hermosa como chismosa. Ambos charlaban en el sillón con los mellizos Jorge y Luis, primos lejanos de José.
Al otro lado del salón estaban los enemigos de Ángel y Mariela: Ulises y Julio. El par llegado de Colombia había tenido una fuerte discusión años anteriores sobre la casa que la finada abuela Marta le había legado al tío ebrio y a la tía chismosa. Dictada la decisión de Marta, esas dos parejas se juraron odio eterno, incluso en los períodos festivos.
Martín, el segundo hermano de Diago, ya se hallaba borracho en el bar recientemente montado por sus padres en el salón principal.
Lo miró con gracia, divertido con el estado en el que su hermano parecía hallarse todos los años en esas fechas.
—¿Quién es aquél? —Atalié señaló a Martín.
—Es Martín, mi hermano mayor. Bueno, no el mayor mayor, sino el segundo mayor —le explicó. También le enseñó otros nombres, como el de los enemigos, el de sus hermanos, el de su tía Rosa y otros más. Sin embargo, a pesar de encontrarse ahí con sus familiares, ninguno de los dos buscaba mezclarse con ellos o mantener una conversación.
Se mantenían como dos espectadores de los sucesos que en ese pedacito de Colombia se estaban dando.
Elisa se acercó de nuevo a ellos, ofreciéndoles vasos de Masato a ambos.
—¿Acaso le tienen miedo a la familia? Son molestos, pero no muerden, querida —miró a su novia.
Atalié se estaba comportando como la acompañante perfecta. Se mantenía a su lado, lo reconfortaba, no lo presionaba a socializar ni a mezclarse con quiénes no quería. Lo estaba salvando de sus parientes.
—Oh, no es eso. Es que estábamos hablando de un asuntito privado —elaboró rápidamente su novia.
Elisa los hizo tomar las bebidas y empujó a Atalié al rincón donde se encontraba su tía Rosa, y a él lo despachó al círculo que tres de sus cuatro hermanos formaban.
Lisandro, Marcos y Johanna no solían escapar del estereotipo clásico de chismosos consagrados ni molestos por naturaleza. Los tres por igual disfrutaban de hacerlo sentir incómodo y avergonzado cuando se encontraba con otras personas. Por eso mismo evitaba irlos a visitar en sus cumpleaños o invitarlos a tomar algo un viernes por la noche.
—Pero si es el desaparecido de Ioan, o Diago, como prefieren que le digan aquí —Lisandro tomó la palabra con una sonrisa de oreja a oreja y una cerveza en la mano.
—Cierra el pico, que nadie te ha pedido que hables —lo admitía. Sus hermanos lo tenían harto. Eran incluso unas de las cientos de razones que figuraban en su lista de no ir a casa por Navidad.
Como era de esperarse, los tres se dieron rienda suelta. Marcos le dio una fraternal pero fuerte palmada en la espalda, haciéndolo sentir un imbécil.
—Ya, ya, déjenlo en paz. El pobrecito se siente abochornado —no pensaba agradecerle a su hermana lo que debía de hacer.
—¿Te has enterado, bicho? La cuñada está embarazada —
—¿Cuál de las tres? —
Luna y Natalí no podían ser. Las pobres sufrirían de un colapso si le añadían un hijo más a los cuatro que tenía cada una con Lisandro y Marcos.
La única opción era Anja, la novia del imbécil de Martín.
Se lamentó por ella. Su marido estaría más atento a las fiestas que a ella o a la criatura.
—La rusa. La pobre está como un globo de hinchada. Apenas puede caminar y sentarse. Allí está la infeliz, soportando al gritón de Alfredo mientras intenta que no le den náuseas, y débilmente vigilia a nuestro hermano el idiota —Marcos le ponía un toque dramático a la historia.
Los cuatro la miraban charlar con el tío abuelo Alfredo, un hombre tan gordo como feo. La verruga que tenía sobre la nariz le otorgaba un asqueroso toque a su figura descuidada y entregada a la comida.
—No llevan mucho tiempo juntos, ¿No? ¿Se han casado acaso? —eran detalles que para él no tenían importancia a la hora de tener un hijo; no obstante, en la moral de su familia podía tener un impacto considerable.
—Todavía no. Mamá y las tías tienen la esperanza de que pronto lo hagan, o, por lo menos, antes de que nazca la criatura —
El matrimonio en la familia Vásquez-Ríos era sagrado. Como fieles creyentes católicos y tradicionalistas que se consideraban, una criatura no debía ser concebida fuera del matrimonio, y si lo era -un insulto a la honra de la familia-, se debía proceder a esta unión con el fin de proteger a los involucrados, la nueva vida y a la reputación de los familiares.
La cosa se manejaba así con sus padres, éstos un poco más flexibles que alguno de sus tíos o abuelos.
A él no se le había pasado por la cabeza ser padre junto a Atalié. Los niños le gustaban, pero propios involucraban una responsabilidad demasiado grande para él y ella. Con su actual estado se podría encontrar satisfecho; sin embargo, quería más. Quería meterse con ella en el mundo de las uniones legales, de los vestidos voluptuosos, los trajes con corbatas, el arroz, los pasteles de siete pisos y los primeros bailes. Aunque, lo que más lo emocionaba a él al pensar en una boda con su novia, era la noche de bodas.
Intentaba no ilusionarse con nada respecto a los casamientos, pero lo cierto era que estaba más que ilusionado en tener él un acontecimiento tan importante en su vida como todos sus ancestros habían tenido. Quería todos los menesteres en su día; quería que ella estuviera contenta.
Una linda sensación de calidez y anhelo se apoderó de su pecho.
—¿Estás tan enamorado como para sonreír como un idiota? —su hermana se rio a lo grande.
—¿No lo ves? Es idiota de nacimiento —gruñó. Lisandro también le palmeó la espalda, esta vez consiguiendo que se retirara finalmente a un sillón curiosamente desocupado.
Estiró las piernas frente a sí, entregándose a la comodidad de ese inmueble que no había sido costeado con dinero de su propio bolsillo. Apretó un botón por puro capricho, lo que encendió el modo vibrador.
Suspiró sintiéndose como un rey.
—¿Qué haces ahí, muchacho? Esto es una fiesta, no un Spa —rodó los ojos. Estaba bastante cansado como para soportar a Julio—. Qué irrespetuosos vienen los niños hoy en día —
—Qué molestos son los rencorosos —aludió a su asunto con Mariela y Ángel.
El hombre se dio la vuelta y se marchó profiriendo una sarta de insultos hacia su persona y su supuesta mala educación.
Diago se rio como un niño que hace una picardía.
En el momento que comenzaba a relajarse, Elisa avisó a todos que la cena estaba servida en el salón comedor. Suspiró. El peor momento había llegado.
Con desgana, casi con pesar, se puso de pie y se arrastró a la larga y sobrecargada mesa navideña que seguramente Elisa había decorado sola, tal cual le gustaba a ella.
Estaba ubicado al frente de Martín, al costado derecho de Atalié y al costado izquierdo de Anja. En las cabeceras comían sus padres. José imponente sentado en una silla dorada de alto respaldo, y Elisa en una de igual color pero inferior tamaño.
La vajilla era una digna obra de arte. Los orillos eran entrabados dorados que relucían en la negrura del fondo. Algo que no le extrañaba viniendo de su familia tal presentación, aunque pudo ver la curiosidad en los ojos de Atalié. Su novia no tenía una familia tan grande como la suya, podía decirlo luego de una cómoda cena con sus suegros y cuñadas, quienes lo habían hecho sentir en casa, y, que ahora se hallarían en la casa de su familia, rodeados de tanta gente que hasta no reconocía, entendía que para ella, era una experiencia fuera de la cotidianeidad.
En el centro de la mesa, que ocupaba en sus cálculos mentales más de seis metros, vasijas, fuentes, jarras y copas decoraban llenas de comida y bebidas, el ambiente festivo. Agua se le hizo la boca al ver las papas rellenas que tanto le gustaban en una exquisita fuente que le decía que más de dos veces podría repetir. Brochetas de frutas que a sus hermanos y a él le fascinaban cuando eran pequeños, empanadas de las cuales nunca había sido muy fanático, pero que fueron las más populares a la hora de escoger la entrada, salpicón que se le antojaría más tarde y muchas más comidas de las que pasaría en algunas y devoraría en otras.
Sus ojos se iluminaron al contemplar las minis arepas de su madre, casi emocionado por tener tal oda a la comida tradicional frente a sí. No lo pensó dos veces y se sirvió dos de las más grandes, doradas como le gustaban y con el relleno casi salido, en señal de que tenía bastante de este último.
Por un minuto despegó la mirada del plato y se encontró con más de trece pares de ojos sobre sí, incluido el de su novia. Alzó una ceja, sin entender el porqué de tal mirada matona.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no puedo comer? —tenía un hambre que le escocía el estómago desde que había visto las delicias festivas, ¿Y ahora no podía?
—Hay que agradecer primero, Ioan —lentamente soltó los cubiertos y cruzó las manos por sobre la mesa. No sabía desde hacía cuánto no agradecía los alimentos, costumbre que había perdido cuando se había ido definitivamente de la casa.
—Cierto —vio las muecas de gracia y diversión pura en los rostros de sus hermanos, incluido el borracho de Martín. Evitó como pudo el sonrojo en sus mejillas, agradecido con el color trigueño de su piel que lo ayudaría a ser como un camaleón. Inconscientemente, fijó la mirada en las mejillas rosadas de Atalié, quien siempre lucía ese color en su rostro.
Una idea, cual estrella fugaz, pasó por su mente. ¿Y si se lo pedía ahí?
—Me gustaría decir algo antes —miró directamente a su madre, la voz cantante de toda esa orquesta.
Con unos ojos que le supieron a la más dura decisión, vio que sus miradas se conectaban. Rápidamente desistió. Nadie se metía con el agradecimiento de su madre a su ferviente fe a la religión.
—Primero agradecemos, luego nos comunicas todo lo que quieras —asintió, porque contradecirle a doña Elisa no era algo posible para un simple hijo y mortal como él.
—Bien —bajó la mirada a su plato nuevamente, oyendo cómo su madre comenzaba a dar las gracias, y luego todos los ocupantes de la mesa. Resistió las ganas de lanzársele a las papas rellenas e intentó pensar en algo que hiciera pasar rápido el agradecimiento y le aguantara los deseos de comer.
—Querida —torció la vista para contemplar lo que Atalié diría. Al ver que no hacía amago de hablar, le rozó la mano.
—Tienes que agradecer —sabía que tendría que hacer de traductor, porque sus padres apenas se manejaban con el inglés y su novia intentaba lo máximo posible entender el español, pero hablarlo era algo que no le salía aún.
—Oh. Bien, a mí me gustaría agradecerles por permitirme pasar estas fiestas con ustedes, que me recibieron como una más de su grupo y me está encantando conocerlos. Gracias a la tía Rosa por mostrarme su colección de suéteres navideños, Diago me habló de ella y es simplemente increíble. Gracias por esta comida que no conozco del todo, pero que luce deliciosa. Y muchas gracias por esta cena. Feliz Navidad —para sus adentros sólo puedo esbozar una sonrisa espléndida, porque ella estaba siendo un verdadero elfo de Papá Noel, perfecta en su papel y sumamente auténtica como siempre se mostraba.
Cuando se preparó para traducirles, vio los ojos brillosos de su tía Rosa, la sonrisa amorosa de su madre y las muecas conmovidas de Mariela y Ángel. Supuso que algo habían entendido, y su orgullo no puedo hacer más que crecer en su pecho.
—Eso fue hermoso, querida —se acercó para susurrarle a Atalié en el oído lo que su madre le había dicho en español.
—Dice que fue hermoso, como tú —le dejó un beso disimulado en el cuello, robándole una risa divertida y algo avergonzada porque la mesa persistía en silencio.
—Lo último lo dices tú —bebió de su copa con refresco para hacerse el misterioso, pero no le pudo durar mucho su papel, ya que Elisa quería que prosiguiera con el agradecimiento.
—Yo quiero agradecer por estar aquí, por la comida y por la unión familiar. Y porque Julio y Ulises se callaron —ahogó una sonrisa pícara ante sus últimas palabras y dejó que Anja siguiera. A ella le sucedieron dos tías más y su hermano Martín que no estaba en condiciones ni de hablar.
—Buen provecho —esas dos palabras fueron las más felices de la cena, porque inmediatamente fueron pronunciadas por su madre, se lanzó a devorar todo lo que había en su plato y se había servido antes de agradecer.
—Puedes servirte papas rellenas y salpicón, te gustarán —le señaló a Atalié los platos que le nombraba, sacándose una de sus dos papas para ella al notar que ya pocas quedaban entre las tres fuentes. Maldijo por su estúpida ilusión de repetir.
—No, no, no, cariño. A ti te encantan, come tú —negó. No le importaba compartir si se trataba de ella, cosa que nunca había hecho por nadie más, inclusive sus hermanos.
—Mejor si lo hacemos juntos —agradeció que nadie entendiera lo que hablaban, porque sino, harían tantos chismes de su vida que no podría ni comer un bocado.
Inspiró antes de llevar la mano al bolsillo derecho de su pantalón, palpando una cajita que contenía el mayor paso de su vida si ella quería aceptarlo.
—¡Familia! —elevó la voz para que lo oyera la nube de risas y charlas de un tono alto—. ¡Quiero decir algo! —bufó, molesto, nunca podía hablar con esa gente.
—Cariño, no te preocupes, luego se los dices —ella no lo entendía, no quería presentarla como su novia, sino, pedirle que se casaran, que compartieran una vida juntos, o al menos, un poco de ella.
—No es eso, Aty, es otra cosa —miró cómo nadie le daba atención, incapaces de escucharlo. De soslayo sus ojos se posaron en el hueco libre de mesa vacía que tenía a un lado suyo. Una idea surcó su mente.
Fue a golpear la mesa para llamar la atención, pero su hermano se le adelantó, haciendo una señal que su indiscreción había sido en favor a Anja y Martín. El par se miró con una mirada emocionada y supo que otra vez le habían arruinado la ocasión.
—Nos gustaría decirles algo muy importante que llegará a nuestras vidas entre poco, y queremos hacerlos parte —sabía que no tenía oportunidad de ser el estelar tras lo que de seguro su hermano quería decir entre hipidos.
—Ayer nos enteramos de una sorpresa sobre nuestro embarazo —ya sabía o intuía lo que se vendría a continuación, por lo que se hizo pequeño en su lugar y comenzó a comer.
—¡Tendremos mellizos! —Martín y Anja gritaron al mismo tiempo, de una forma de la cual casi nadie entendió, dado al estado ebrio de su hermano y al poco español de su cuñada rusa. Pero, progresivamente, una ola de felicitaciones comenzó desde Elisa y arrastró a todos los presentes.
—¿Y el sexo? —aplaudió como unos cuantos, alegre por ellos, pero frustrado por no poder pedirle a Atalié que se casaran.
—Dos niñas —una revelación para los Vásquez-Ríos, ya que todos los nietos eran casi en su mayoría niños, sin dudas, ése había sido el estelar de la noche.
—Felicitaciones —se oyó decirles, mientras sentía un jalón en su suéter. Miró a Atalié.
—¿Qué dijeron? —se volteó en su silla para contarle la maravillosa noticia de sus hermano y cuñada, observando la alegría de ella al ir oyendo la buena nueva.
—¡Qué buena noticia! Me alegro mucho por ellos —sabía que así era, porque su novia se alegraba por todo lo bueno de los demás, contagiada por la sinergia que envolvía a toda su familia.
—Sí, yo también —
Martín y Anja se sentaron de nuevo en la mesa, la mujer con más dificultad.
La mirada firme de Elisa se fijó en él, entrecruzado sus manos por encima de la mesa.
—¿Tú no tienes algo para decir, mijo? —miró a su tía Mariela.
El valor que había reunido se le fue por la borda. Palpando la cajita aterciopelada, negó con la cabeza.
—No era nada —
Nadie se hizo mucho problema; continuaron comiendo como si la vida se les fuese mañana.
Diago sirvió más refresco para su sector, incluso para él mismo. Cuando miró su plato, notó que tenía una mitad de papa rellena.
Atalié le murmuró por lo bajo.
—Una obra de beneficencia por Navidad —sonrió con todos sus dientes. Le besó la mejilla con amor, demorando un poco en alejarse.
—¡Pero miren qué bonitos son! ¡Un aplauso para nuestros tortolitos! —esta vez enrojeció como un tomate. El mismo color rojo decoraba las mejillas de Atalié.
—Juro que la voy a matar. Me tiene harto —le prometió odio a su hermana. Es que nunca podía dejarlo en paz.
Atalié lo tomó de la mano por debajo de la mesa.
—No le hagas caso. Tú disfruta de tus papas y la comida —
—Es insoportable. No puedo creer que sea mi hermana. Yo no soy un imbécil —se mantenían al margen con los aplausos y los pedidos eufóricos de un beso.
—¡Beso, beso, beso! —por la madre que lo había parido.
Deshaciéndose de la mano de Atalié, se puso de pie lentamente. Le dio un sorbo a su copa, se limpió las comisuras con la servilleta y se aclaró la voz.
—Agradecería que me escucharan. Lo que tengo para decir es algo muy importante —las manos le temblaban como nunca le habían temblado en su vida. A pesar de los nervios, se concentró en lo que quería comunicar.
—Pero queremos el beso —miró fijamente a su hermana que había protestado.
—Debo de confesarles que no quería venir a casa. Pensaba pasar estas fiestas junto Atalié y algunos amigos en casa. Pero no aquí, no con todos ustedes —el hecho lo avergonzaba. Su madre le había instruido los valores de la familia y la unión familiar como bases de la felicidad. Y él había roto con esos principios.
Miró a su madre con una disculpa en los ojos.
—No es cuestión de cariño; yo los aprecio mucho y me hacía ilusión que conocieran a mi novia. Es cuestión de que se comportan como unos idiotas a veces. Las peleas por la herencia, los comentarios inoportunos, los chismes y el bochinche no forman un lindo ambiente para cenar tranquilo —prosiguió. La mesa se sumió en silencio absoluto. Todos los ojos estaban puestos en él—. Mamita, a veces me avergüenzas. Te quiero, te respeto y te admiro, pero no soporto que hagas comentarios sobre mi sexualidad o si Atalié está embarazada. No es algo que te importe —
Elisa lo miraba fijamente, con la mirada endurecida y fija en él.
—Ya sabías de antemano cómo son las fiestas en casa, bicho. Todos sabemos lo que nos espera al pisar la casa y encontrarnos con mamá. Incluso Martín, que no sabe ni dónde está sentado —Johanna le sumó humor a su monólogo. Cuando cesó la risa, siguió—. Sin embargo, a pesar de todo lo que puede llegar a suceder aquí, has decidido venir y traer a tu novia a pasar con nosotros. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué la has traído si sabes que podemos insinuar cualquier cosa? —inquirió.
A eso quería llegar.
—Resultan molestos y gritones, pero son mi familia. Los quiero. No podría sentarme en mi casa a cenar pescado en vez de papas rellenas hechas por mamá. Me duele la cabeza luego de irme, pero no me gustaría estar solo y en silencio en casa. Soy masoquista, pero los quiero —esbozó una sonrisa con la intención de aligerar el ambiente.
Su padre fue el primero en largar una estruendosa carcajada, siguiéndole toda la familia a él. Diago tomó de nuevo la mano de su novia.
El silencio se hizo nuevamente cuando Elisa levantó una mano en señal de silencio. Hasta que ni una mosca sobrevoló la mesa, la mujer no habló.
—Gracias —asintió antes de hablar—. La familia es una de las cosas más importantes para mí, querida —miraba a Atalié—. Es lo único que permanecerá contigo cuando el dinero se acabe, cuando los políticos extingan al país, cuando tu jefe te eche y te quedes deprimido. Si te aprecian de verdad, estará siempre contigo —Atalié la escuchaba atenta. Diago formaba parte de los presentes que sorprendidos se hallaban de que Elisa hablara inglés.
—Si decides formar parte de esta familia, te advierto de las fiestas ruidosas, de los parientes enemistados —miraron a Ángel y Mariela y Ulises y Julio—, de la música fuerte y de los chismes. Somos diferentes en este país, y estamos orgullosos de llevar una parte de Colombia con nosotros —José, los tíos, los primos, Atalié, los hermanos, los niños, él y hasta los perros, sonrieron. Era parte de la identidad de todos.
—Bueno, mijo, creo que puedes decirnos lo que querías. Tu novia se va a alegrar —le dio una sonrisa que le dijo que su madre ya conocía sus intenciones.
Era el momento.
Diago suspiró, sintiendo que los nervios desaparecían y la tranquilidad lo envolvía. Estaba en casa, con quienes quería, con quienes lo apreciaban. Nadie lo juzgaría.
Tomó una respiración profunda, girándose hacia su novia.
—Aty. Tú sabes que venir aquí fue un verdadero esfuerzo para mí. No quería que salieras huyendo cuando los vieras o me dejaras al ver de dónde provenía —se confesó —. Tenía miedo de perderte. Sin embargo, al llegar aquí, vi que encajas perfectamente con ellos, conmigo incluso, por más loco que suene. Podrías estar en el Polo Norte con Papá Noel y sus elfos cómodamente, y seguramente termines sintiéndote en casa ahí. Yo no soy así, como tú —notó que todos lo estaban escuchando aun sin entender mucho lo que decía.
—Debo de llevar a cualquier lugar que habito algo de mi país, de mi familia, algo mío. Necesito algo que me recuerde quién soy, de dónde vengo. Y hoy he recordado que no necesito llevar una estatuilla en el bolsillo, sino, necesito llevar a alguien que me recuerde a cada lado que voy, que siempre tendré una persona en la que podré confiar y divagar sobre lo mucho que extraño Colombia —tomó un trago de su copa, ya que sentía la boca seca. Le tomó ambas manos a Atalié, volviendo a sentir los nervios. Inspiró hondo—. Por eso, quiero pedirte que tú seas ese alguien. Quiero que seas la que me acompañe a casa por Navidad, la que vea al llegar del trabajo, la única persona a la que podría confiarle mis penurias. Te quiero a ti. ¿Tú me aceptarías a mí como tu compañero, acompañante y confidente? —podía jurar que era su corazón en taquicardia lo único que podía oírse en el salón.
—¿Me estás pidiendo que me ca...? —se acordó de la cajita del bolsillo y, torpemente, la sacó, la abrió y le mostró el anillo. Los jadeos en la familia no se hicieron esperar.
—Te estás pidiendo que te pongas un lindo vestido y aceptes casarte con él —con una osadía propia de una persona alcoholizada, Martín dijo.
Soltó una risa que delataba un poquito de nervios, expectante por lo que ella le diría, porque extrañamente, sentía que lo que fuese que saldría de su boca, cambiaría su vida, y esperaba de todo corazón, cuerpo y alma que fuera algo positivo.
Se rascó la nuca con la mano libre y le sonrió, olvidándose del mundo, porque ella era su compañera de bobadas, su amante de noches eternas, su confidente de malos días, jamás lo dañaría, porque estaba seguro que aunque su respuesta fuese negativamente rotunda, lo rechazaría con dulzura y cariño, por lo que inspiró con profundidad y se perdió en sus pozos zafiros.
—Exactamente te estoy pidiendo que me ames toda una vida, o lo que quieras darme de la tuya para hacer de la mía algo mejor. No te estoy pidiendo que te pongas un hermoso vestido, tampoco que tengamos un pastel de siete pisos y mucho menos dos hijos entre cinco años. Yo lo que te pido es que quieras todo éso conmigo —dio todo de sí para sonar seguro, para que ella le creyera de verdad cada palabra.
Se tomó unos segundos para analizar su reacción, una que delataba emoción, ternura, diversión y cariño, todo lo que quería ver en ella. Se fijó en la capa cristalina de sus ojos y se sintió ridículamente feliz.
—No me haces feliz al ofrecerme un anillo de compromiso, tampoco diciéndome todas esas cosas que me hacen querer llorar, ni mucho menos al hacer todo eso con una hermosa sonrisa que quiero besar —dejó que lo tomara por las mejillas, acariciándole los pómulos—. Lo que sí me hace inmensamente feliz es que lo hagas delante de tu familia, ante quienes más quieres y te apoyan en la vida, me haces sentir parte de todo esto, y simplemente pienso, esto es lo que yo quiero para mi vida. Quiero despertar a tu lado, quiero comer papas rellenas en las navidades por venir y strudel de manzana en los fin de años que se acercan, quiero reír contigo por alguna tontera mía, quiero llorar en tus brazos sobre lo que no me gusta y que luego me alegres el día con un abrazo que sólo tú puedes darme —sus ojos se aguaron—. Te amo, Ioan Diago —restregó su ojo izquierdo, víctima de una emoción que no acostumbraba a sentir. Una bobalicona sonrisa se dibujó en sus labios, ella era la estrella de su navidad.
—¡Miren cómo llora nuestro bicho! —ignoró el grito de Johanna y las risas discretas luego de ello por más personas de las que quiso contar, centrándose en lo que más importaba en ese momento.
Con las manos temblorosas y más que en paz, la tomó por la cintura, estrechándola contra su cuerpo, como el límite de una cena navideña le permitía.
Se fundió en su aroma tan peculiar y familiar, dejándose abrazar como un peluche, porque las lágrimas ya eran más que visibles en sus ojos y quería que sólo ella las viera, aunque la ilusión de mostrarle a su familia la felicidad que sentía, fue superior.
—¿Eso es un sí? Estoy muy nervioso —una lluvia de aplausos cayó sobre ellos, instándolo a darle un poco de lo que hacía rato le pedían. Tomado por una confianza que desconocía como propia, alejó a Atalié lo suficiente como para verle el rostro, y, con una mirada cómplice, ella lo besó en los labios, como más quería.
—¡Vivan los novios! —sonrió entre sus labios, a lo lejos oyendo el sonido de pirotecnia explotando en el cielo, decorándolo de cientos de colores que le recordaban a Colombia, y no podía creer un momento más perfecto, aunque sabía que muchos más llegarían al lado de ella y su ruidosa familia.
—¡¿Y para cuándo el hijo?! —rodó los ojos, los hijos llegarían cuando tuvieran que llegar y ya tendrían el tiempo suficiente para el resto.
Y, con mucha comida colorida, demasiados gritos que jamás llegarían a molestarlo, una familia más que grande, la navidad ya en la mesa, fuegos artificiales que veía en los ojos de ella, y la dicha de ya tener a la compañera perfecta para caminar como elfos a su lado, la operación navidad con los Vásquez-Ríos, estaba cumplida.
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¡Felices fiestas!
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