Operación Escarabajo
“¡El Palacio no!” repetí mientras corría a la sala de mandos. En el palacio estaba Winda, no podía perderla a ella también. Sólo de pensarlo todo indicio del cansancio acumulado tras las continuas jornadas de combates se había esfumado de mi cuerpo. Había dormido menos de dos horas en las últimas veinticuatro y estaba dispuesto a luchar sin descanso otras treinta o a estrellar mi nave contra la de los alienígenas si con eso garantizaba la seguridad de los residentes del castillo y de mi chica.
Era irónico, la amistad de Winda con la familia real le había concedido el privilegio de refugiarse tras sus 'impenetrables' escudos y ahora se había convertido en el objetivo principal del ataque.
—Hey, Capi —me saludó el teniente Gram, chocando puños. Me molestaba que me llamara así, era un rango inmerecido, ser el último sobreviviente de tu escuadrón no te convierte en líder. Muchos de los que había visto morir eran mejores pilotos que yo, sólo que tuvieron menos suerte—. Diez a uno a que nos dan una misión suicida.
—Radical, por lo menos —concedí al ver científicos junto al coronel.
Entramos a recibir instrucciones. Pusieron en nuestras manos un contenedor esférico lleno de coleópteros, la apuesta de la biotecnología para neutralizar enemigos en vista de la futilidad de los métodos ortodoxos de resistencia. Lo observé con recelo. A simple vista lucía inofensivo, no obstante tenía que pensar en éste como en una bomba biológica. Los bichos que contenía eran huéspedes vivos que servían para transportar dos clases de esporas potencialmente letales. Gram sería mi respaldo.
—Fabuloso, seré la niñera —protestó— ¿Por qué no puedo ser el de los escarabajos?
—¿No te conformas con ser el guapo del equipo? —le respondí apresurándolo.
Gram hizo una parada en el taller de equipo especializado, ya que la misión requería un láser y un soldador manual; yo tomé la ruta directa, volé hasta el hangar; por el camino me puse el abrigo y los guantes. La adrenalina y las alarmas revestían mis acciones de una urgencia desmedida, casi nerviosa, sin embargo una vez ante los controles de mi nave, todo movimiento sería objetivo y desapasionado, ambas cualidades imprescindibles para conservar la vida en medio de un combate aéreo.
Al llegar a la pista, la más atroz de las tormentas invernales me abofeteó en el rostro. Me estremecí, pero no de frío. Ya nunca podría apreciar una ventisca como aquella sin evocar también la que sirvió de telón inaugural a la invasión y el consecuente genocidio de mi pueblo.
—¡De no creerse! Hace unos minutos había sol —escuché decir a alguien.
Que otro fenómeno atmosférico estuviera ocurriendo a la par de un ataque crucial en la guerra me terminó de convencer de que los alienígenas eran capaces de manipular el clima. Ambos episodios bien pudieron haber sido provocados, les servían como cortina de humo, mantenían al ciudadano común bajo techo —y en muchos casos sin fuentes de energía o incomunicados—, pero sobre todo sin sospechar lo que se avecina. Esos malditos...
Me dirigí a mi nave mirando de reojo a los pilotos que se afanaban en revisar el armamento y los sistemas de vuelo de sus vehículos suborbitales. Latía en el fondo de mí la pregunta de cuántos de ellos volverían a la base al término de la misión. Ya no albergaba esos estúpidos sueños de gloria y heroísmo. El poderío bélico de los invasores había mellado mi entusiasmo. Poco o nada había podido hacer por evitar que mis amigos y familiares encontraran su tumba bajo los escombros de lo que un día fueron sus hogares, ni por mis hermanos que se habían alistado voluntarios siguiendo mi ejemplo. Eran ellos los que más me dolían.
Ahuyenté el fantasma de mis recuerdos y esa sorda opresión de la culpa. Entumecerme por su causa era impensable. Más allá de la defensa de mi planeta o de mi raza combatía por Winda.
Gram llegó sin aliento y me entregó las herramientas.
—Todo a punto, Capi —añadió mientras me observaba entrar en la cabina de mi nave. De repente silbó y mientras señalaba un punto en mi tablero de control preguntó—: ¿Quién es esa ricura?
Estaba tan instalado en mi papel de 'guerrero' que me tomó un momento deducir que se refería a la holografía que me acompañaba en cada vuelo. Los bellos ojos verdes que me devolvieron la mirada desde el retrato añadieron una dosis de determinación a mi estado anímico.
—El motivo por el que tendremos éxito en esta misión —repliqué crispado y sin poder evitar un funesto presentimiento.
—Muy... bonita —corrigió Gram, aunque con un gesto socarrón. Mi mirada bastó para que cortara esa charla inútil—. Ya, ya entendí. Voy volando. —Se cuadró y desapareció de mi vista.
—¡No te despegues de mi ala! —le grité antes de asegurar la cabina.
Iba a ser un vuelo agitado y a ciegas al menos hasta que superáramos la altitud de las nubes, donde nos esperaba nuestra misión. La moneda había sido lanzada al aire, otra vez. A diferencia de los holojuegos de realidad virtual no había vidas de repuesto.
Hice una pausa para corroborar la seguridad tanto de la esfera como del control que activaría las esporas cuando llegara el momento. Por un instante me pareció asombroso que tal potencial de muerte cupiera en mi palma y se pudiera transportar sin mayor protocolo. Eso se debía a que las dos clases de esporas eran inocuas por sí mismas, primero tenían que combinarse y eso no sucedería hasta que yo presionara el botón.
Pulsé varios sensores, tiré del mando principal y mi nave salió propulsada.
—Escuadrones, repórtense —ordené. Uno a uno los pilotos pasaron revista—. Arriba y al frente, que no los detecten los radares.
En seguida resumí para ellos la situación: los escudos protectores del palacio habían cedido ante el poderío invasor, varios transportes enemigos desembarcaron tropas de asalto para ingresar a pie al complejo, un crucero espacial se aproximaba, a bordo del cual viajaba presumiblemente el que tomaría el control del planeta si lo permitíamos.
—¡Que me desplumen! —chilló Gram cuando advirtió el enjambre de naves asediando el castillo. Las enemigas tenían forma triangular. Unas cuantas dispararon en nuestra dirección—: ¡Hijos de su alienígena progenitora!
Por acto reflejo, el teniente efectuó un derrape lateral y evadió un misil “por los pelos”.
—¡Ya verás, te daré por donde más te duela! —replicó lamentando no quedarse a lo que él llamaba la diversión.
Entre la ventisca, los edificios que se constituían como núcleo de gobierno agonizaban. Las naves caídas herían sus terrenos con cráteres ardientes. Al pasar de largo dediqué un pensamiento a Winda. Deseaba que se hubiera refugiado bajo tierra, en el búnker; bien sabía que era poco probable pues sólo el círculo más próximo a los altos mandos suele ostentar tales prerrogativas.
Conforme ascendíamos traspasamos la vorágine de nubes y el sol nos dio de lleno en el metaglass. Otra escaramuza tenía lugar en la estratosfera. Desde la distancia vi las estelas parabólicas hendiendo la negrura, entrecruzándose o colisionando.
—Objetivo a la vista —dije—. Escudos al tope. Desplieguen formación.
El vehículo espacial descendía rodeado de un séquito de cazas. Los escuadrones a mi mando se abrieron en abanico y volaron al encuentro de sus contrapartes. Nos despejarían el área mientras Gram y yo realizábamos una aproximación directa.
—Uno a las nueve en punto, Capi —espetó Gram, rompiendo en un súbito ascenso.
Yo lo evadí con medio tonel y continué el giro en dirección diametralmente opuesta. Entre tanto, el teniente completó el rizo y se lanzó en picada para sacármelo de encima, pues, como se dice en jerga entre pilotos, “el caza enemigo estaba intentando montarse a mis seis para tenerme a tiro”.
—Voy desde arriba, Capi —me advirtió Gram y agregó en tono de broma—: ¿Qué harías sin tu guardián del cielo?
El arriba era relativo, una línea perpendicular al fuselaje, aunque en este caso correspondía al plano vertical. Otro invasor se involucró en la contienda y obligó al teniente a efectuar maniobras evasivas. Tuve que arreglármelas por mi cuenta: corté potencia, perdí altitud y compensé el alabeo con un poco de alerones. El enemigo me adelantó, apunté mi ángulo de ataque a su punto ciego, atrás y bajo su ala, y tan pronto se abrió una breve ventana de tiro, lancé una ráfaga a su zona dorsal. Al verlo estallar en llamas, solté un bufido de alivio, corregí el curso y volví a plantar cara al crucero para una segunda pasada, siempre atento a los vectores de vuelo de los otros combatientes.
—Sin ofensas, ese armatoste se ve tan grande como tu nodriza, Capi —comentó Gram con un silbido. El audífono en mi oído me permitía escuchar sus ocasionales improperios y hasta su respiración estrangulada debido al esfuerzo, la velocidad y la carga gravitatoria.
—Lo sé —respondí preocupado. Temía que el tamaño que ostentaba el vehículo espacial o su estructura dificultaran aún más el éxito del plan. Era casi una operación quirúrgica.
Miré la esfera y me pregunté cuántos escarabajos cabían ahí dentro y cuántas esporas en cada uno como para llenar semejante transporte y matar a sus tripulantes antes de que tocaran tierra. ¿Los científicos habían considerado la implacable opresión de un viaje con seis atmósferas o más? Bichos muertos no servirían de nada, las esporas debían ser transportadas en organismos vivos, de ahí que eligieran el coleóptero pequeño, rechoncho, de vuelo rápido y que podía ser controlado mediante nanobots, a distancia, para llevarlos lo más cerca posible de cualquier señal de vida a bordo.
Tras esquivar otro ataque, abrí fuego contra su antena generadora de escudos. Gram me imitó. Trazamos unas tijeras invertidas en el aire y volvimos a la carga. Ya nos esperaban varios enemigos. Solté una maldición y escapé por la tangente. Las naves revoloteaban y zumbaban a mi alrededor. Necesitaba que el crucero llegara al punto en el que fuera insostenible dirigir tanta a energía a su protección, así que continué provocándolo y disparando con insistencia.
Preparé el sistema de garfios y ajusté mi respirador sobre la boca. No podía olvidar los otros instrumentos que coloqué en el cinto. Con una mano aferré el mando de eyección y esperé.
—Alerta. Blanco asegurado —me anunció al fin la computadora de vuelo. Había llegado el momento.
—Cúbreme, Gram —alcancé a decir antes de salir volando.
Mi nave fue destrozada frente a mis ojos; yo ya estaba pegado a la coraza del crucero enemigo, luchando por hacer una perforación. “Operación Escarabajo”, me habían dicho, “Tranquilo, nuestros exploradores lograron capturar a unos cuantos de sus especímenes y hemos hecho las pruebas necesarias. Tú sólo mételo en la nave, sella herméticamente la abertura y aléjate, si es posible”.
“Eso intento, lo juro”, me dije. Mi respiración era superficial y mis dedos estaban ateridos pese a los guantes acorazados. Calculé unos cincuenta grados bajo cero, suficientes para congelar las pestañas. Diablos, odiaba el invierno, lo sigo odiando.
—¡Date prisa o te fumarás la fea, Capi! —me dijo Gram por el transmisor. Esta vez se refería a que agotaría mi aire.
Le vi esquivar otra nave y disparar. Tuvo que alejarse del crucero por un minuto. Estaba allí para protegerme y cubrir mi retirada o para tomar mi lugar.
—Si salimos vivos de esta, yo invito la botella —bromeó mientras evitaba otro ataque. Yo respondí con un gruñido, que era todo lo que el respirador me permitía emitir.
Gram estaba en problemas. Los cazas enemigos lo acuciaban por el frente; los láseres dirigibles del crucero espacial, por detrás. Pese a ello, siguió hablándome:
—Vas a tener que contarme de esa chica, que te la tenías muy guardadita, Capi.— Quizá pensaba que me ayudaría a mantener la mente enfocada y la tensión contenida dentro de rango manejable. En ese momento sólo nos teníamos el uno al otro.
Terminé el agujero, con dedos torpes metí la esfera y comencé con el sello.
—¡Hey! ¿Escuchaste eso? Es una transmisión de corto alcance, en código. Voy a ajustar la sintonía —me dijo.
No necesité traducción, para cuando iba a explicármelo, yo ya había entendido lo primordial: situación de rehenes…
El corazón me dio un vuelco. Luché por apartar a Winda de mis pensamientos. Protegerla dependía de mi precisión y rapidez.
—Otro mensaje de respuesta, Capi, este es del general… ¡Espera!
Una onda expansiva me proyectó de golpe contra el crucero y me arrancó inexorablemente de mi asimiento. Desde una altitud de treinta mil metros comencé a caer. La mitad de mi cuerpo quedó insensible; para describir el resto, dolorido era poco. Los primeros segundos, el descalabro me dejó peor que desorientado, aturdido. Vi precipitarse una bola de fuego donde antes estuvo el caza de Gram; del teniente no había ni rastros. “Dónde estás, amigo, no mueras tú también”, lamenté.
“Las esporas, ¡tengo que activarlas!” comprendí de pronto. No eran un arma letal a menos que se combinaran, tal era el método de seguridad para evitar accidentes, aparte de su corto periodo de vida fuera de un organismo o huésped biológico y la imposibilidad para reproducirse por medios propios.
Escuché un pitido intermitente: se agotaba mi reserva de oxígeno, en quince segundos perdería el sentido y sería engullido por la tormenta, razones de más para darme prisa. Saqué el transmisor remoto y en su pantalla vi a los escarabajos volando por un largo y oscuro pasillo. La falta de indicios de una corriente de aire me confirmó la hermeticidad del sello, una noticia alentadora entre el cúmulo de infortunios, todavía era posible evitar que el crucero aterrizara.
Los bichos llegaron a un recinto donde había muchos pies con calzado. Giré el ángulo de la cámara para estar más seguro de que el disparo sería efectivo. Por la cantidad de monitores, bien podía tratarse del puente de mando. Mi dedo fue a pulsar el botón rojo; me detuve de último momento.
¿Eso que vi era un prisionero o los enemigos eran nuestro vivo reflejo? Intenté convencerme de que mi cerebro me jugaba un truco debido a que no le llegaba suficiente oxígeno. El pitido de alarma del respirador ya era continuo, el contorno de mi visión se desdibujaba. No había tiempo para dudas, de no completar mi misión, las muertes de mis amigos habrían sido en balde. Aún si hubiera prisioneros a bordo tenía que hacerlo por el bien mayor. Era ahora o nunca. Presioné un botón y me desmayé.
* * *
—Gram, ¿cómo…? —murmuré cuando la cachetada fría me despertó.
—¿Escapé? Buena estrella. ¿Sobreviví? Cinco minutos más que tú —gritó entre el rugido del viento, refiriéndose a su dotación de oxígeno.
Pensándolo bien, no era tan descabellado que Willem Gram hubiera eyectado de su nave en el último segundo. Era y sigue siendo el tipo con mejores reflejos y puntería que he conocido.
Descendíamos en vuelo planeador a merced de la tormenta. Fue necesaria la revisión del altímetro, ya que el suelo no se veía.
—¿Qué pasó, lo logré? —le pregunté.
—Bueno, vi esa bestia gorda caer cuan ancha es —bromeó, como siempre, refiriéndose al crucero.
La siguiente pregunta lógica era ‘dónde estamos’ o ‘a dónde vamos’; el gesto del teniente se volvió tan sombrío que elegí otro ‘¿qué pasa?’
—No sé, Capi. Escuché una transmisión. Dicen que se estrelló sobre el castillo o junto a éste, hay varias versiones.
Palidecí.
—¿Ella estaba allí? —me preguntó al ver mi semblante—. Lo siento, de los rehenes no sé nada. No pierdas la fe, que…
Demasiado tarde vimos la arboleda, chocamos contra las ramas y caímos de a poco, rebotando y arañándonos hasta el suelo nevado de una colina.
Según nuestro sistema de posicionamiento global estábamos a treinta kilómetros de la base y de la ayuda médica más próxima. La tormenta arreció, tuvimos que seguir a pie hundiéndonos hasta las rodillas a cada paso. La noche se cernía sobre nosotros, si no conseguíamos refugio el frío terminaría lo que las explosiones y caídas no.
Llegamos a una cueva y encendimos un fuego, aunque yo no lo recuerdo con claridad. Me puse febril. Mis heridas no eran sólo físicas, la incertidumbre sobre el destino de Winda me resultaba más corrosiva que todo el horror de la guerra junto.
El temporal nos impidió volver de inmediato a la base, pero me alegro, pues, de haberlo hecho, habríamos caído con los otros cuando sus instalaciones fueron bombardeadas. Me consuela saber que los invasores no han averiguado qué mató a la tripulación del crucero que derribé ni alcanzaron a descubrir los escarabajos que quedaron bajo los escombros de la base, todavía en sus esferas. Tampoco sospechan que yo los encontré ni los planes que tengo para estos.
Fue el peor invierno en nuestra historia, el de nuestra caída. Nuestras autoridades firmaron la capitulación, permitieron que esos ambiciosos, corruptos y destructivos alienígenas llamados humanos se adueñaran de nuestro mundo. Desde entonces nuestra biosfera se ha ahogado en contaminantes, los recursos han sido derrochados por vanidad y poder de unos cuantos y nuestra raza es esclavizada. Que seamos físicamente tan parecidos a su especie, salvo por las alas, es una maldición, pues quieren estudiarnos y están dispuestos a todo para desentrañar sus secretos.
No lo permitiré.
Soy Gal Devetor, líder de la resistencia. Aunque lo parezca, no soy un ángel. Ahora sabes por qué algunos me apodan El escarabajo letal.
Humanos: tiemblen.
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