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6. La ciudad de los idiotas

Al cruzar la puerta, Ivan descendió con cautela a través de las largas escaleras, que desembocaban en una especie de sótano. La intensidad de las luces y el sonido de la música iban en aumento a medida que se acercaba. Una vez hubo llegado abajo, vislumbró un panorama completamente nuevo para él; no solo por ser la primera vez que Ivan pisaba una discoteca, sino porque la «Hermana Vila» en sí misma era un lugar bastante particular.

A ambos costados de la estancia había una hilera de asientos tipo cabina, formando una L en dos de las esquinas, junto a numerosas mesas redondas, casi todas ocupadas. En medio había una pequeña plataforma donde tres mujeres rubias cantaban a viva voz. Aquel escenario era circundado por la pista de baile en forma de anillo, donde algunas parejas sacudían sus cuerpos al son de la música que acompañaba las voces femeninas, de notas largas y un ritmo percusivo que a Ivan le tentaba a moverse. Había un ruido grave en el ambiente, algo que no lograba identificar pero que asomaba con insistencia entre las notas musicales. Ivan intentó ignorar aquel extraño sonido y, en un arrebato de curiosidad, se acercó lo más que pudo al escenario para poder escuchar con atención las voces de las cantantes. Sin embargo, no lograba entender nada de lo que decían, y al cabo de pocos segundos, cayó en cuenta de lo que sucedía.

«Están cantando en otro idioma».

En ese momento, su oído por fin decodificó el turbulento ruido a su alrededor: murmullos... Murmullos ininteligibles de todas las personas en torno a él, todas hablando el mismo idioma que las tres cantantes en el escenario. Por un instante, en su mente se paseó el impulso de taparse los oídos para sustraerse del aberrante sonido de una lengua muerta, una lengua que no era el francés, y por lo tanto, no debía ser hablada. Entre cada erre acentuada y cada tosco golpeteo lingual, sentía que sus oídos sangraban.

«Todos deberían estar presos», pensó él, teniendo claro que, en París, un comportamiento subversivo como ese sería severamente castigado, en tanto su sensatez luchaba por imponerse, recordándole que ya no se encontraba en París, sino en Lyon. «La ciudad de los idiotas».

En ese preciso instante, el torbellino que se abría paso en sus pensamientos le había hecho olvidar por qué estaba allí. Se llevó las manos a la cabeza, buscando alivio, intentando pensar con claridad.

«Mi misión»

Sí, eso era, había venido a cumplir una misión. Debía abstraerse de todo el bullicio que le rodeaba y concentrarse en su prioridad, en su objetivo, en ella. Mientras tanto, sus oídos traicioneros no hacían sino devolverle chasquidos, como si alguien activase interruptores dentro de su cabeza; por mucho que quisiera, no podía evitar reaccionar a ellos dedicándole atención a las frases pronunciadas por todos los extranjeros desperdigados por el lugar.

Tras oponer una férrea resistencia, se resignó a escuchar, a buscarle forma a aquellos diálogos de filosa pronunciación que retumbaban en el aire sin cesar. Si él hubiese tenido que definir con palabras lo que estaba escuchando, de seguro habría dicho que era todo lo contrario a la lengua francesa. Aun así, no tardó en darse cuenta que los chasquidos producidos por sus oídos no eran tales, eran algo que venía desde más adentro, desde su propia mente, como una voz que le gritaba, recordándole cosas que ya sabía pero que hasta ese momento había olvidado.

Para su propia sorpresa e incluso, para su propio horror, entre las erres pronunciadas y los golpeteos bucales, Ivan comenzó a reconocer palabras. Por primera vez en casi una década, volvía a pensar en el lenguaje prohibido que él mismo se había obligado a suprimir, la lengua con la que nació, la lengua de sus padres: el búlgaro. Si bien la lengua de la muchedumbre en torno a él no era exactamente igual, se pronunciaba de la misma manera y contenía algunas palabras idénticas a las que él recordaba.

Durante una fracción de tiempo indeterminada, el Ivan adolescente, que tuvo que renegar de sus orígenes búlgaros para sobrevivir y transcender, miró a los ojos al Ivan adulto, sobreviviente, trascendido y bien posicionado como una pieza de ataque del riguroso régimen francés. No hubo palabras, solo una idea: sin importar cuánto lo intentase, nunca podría borrar lo que él realmente era; sin importar cuántos rostros utilizara, su verdadero rostro sería siempre el mismo, el rostro ingenuo y cálido de aquel chico. Aquella fue una breve introspección que le hizo volver a la calma, y junto con la calma, el agente del estado volvió a su misión.

Su visión se aclaró y pudo detallar en profundidad aquel lugar cundido de hablantes de lengua prohibida. Ivan sabía lo suficiente sobre lugares nocturnos para percatarse de que la iluminación no era propia de uno; los tonos eran más bien cálidos, entre anaranjados y amarillentos, lo que permitía distinguir los rostros de cada persona, dando una sensación familiar. La música proveniente del escenario no era redirigida mediante altavoces, así que se dispersaba lo suficiente para que la gente que no poblaba la pista pudiera conversar con normalidad desde sus asientos.

«Bérénice». Su mente reprodujo nuevamente el nombre de su objetivo y sus ojos actuaron en consecuencia.

Comenzó a andar entre los espacios despejados, cuidando cada paso y sorteando cada obstáculo en su camino. Buscó a la rubia entre la multitud de extranjeros que hacían vida a sus anchas, ignorando que eran observados de cerca por una amenaza invisible. Tras inspeccionar una docena de rostros sin éxito, Ivan se sorprendió al darse cuenta de que casi todos compartían el mismo fenotipo de colores: rubios con ojos muy claros, al igual que las cantantes.

En ese instante, Ivan lo comprendió, como si toda su consciencia hubiese regresado de golpe. Toda la información que había recabado en la fase previa de su investigación vino a él como una torrencial catarata: estaba ante la comunidad ucraniana de Lyon, y esa extraña música que resonaba por todo el espacio era el famoso Lukra. Siendo la música algo tan restringido en los tiempos que corrían, escuchar algo tan distinto era para Ivan como descubrir un mundo nuevo.

«¡Concéntrate!», se regañó a sí mismo en pensamientos, forzándose a retomar su cacería.

Ivan siguió desplazándose sibilinamente por el lugar, bordeando la pista de baile mientras su vista buscaba sin cesar. Finalmente, sus ojos localizaron una cabellera oscura que resaltaba en medio del mar de cabelleras rubias. Se acercó con celeridad para confirmar de quién se trataba y al ver a la figura de frente, la reconoció enseguida; era Olympe.

Adornada con su sensual vestido negro, la intimidante chica de ojos gatunos estaba parada junto a uno de los pilares al costado de la pista, mientras parloteaba entre carcajadas con una pareja y un joven que la tenía sujetada de la cintura, todos ellos ucranianos. Ivan asumió que aquel pobre ingenuo que miraba con lujuria a Olympe sería su víctima de la noche, pero viendo la actitud seductora y desenfrenada con que incluso la mujer rubia le hablaba, llegó a pensar que, si Olympe se lo proponía, podría acostarse con sus tres interlocutores al mismo tiempo.

Un instante después, pudo ver cómo Olympe hizo un gesto sonriendo, invitando a que la siguieran, para luego llevarse a sus tres acompañantes a la pista de baile, donde comenzaron a menearse al ritmo del Lukra. Tal y como el propio Ivan lo había pensado hacía un rato, ella podía follarse a todo Lyon si le daba la gana.

«¿Y Bérénice?», pensó Ivan con inquietud, moviendo la vista en todas direcciones, buscando a su objetivo en las cercanías.

No habían pasado ni dos minutos cuando ya Olympe tenía su lengua dentro la boca del joven ucraniano. Ante la drástica escena, Ivan se rió para sus adentros. Al ver a la peligrosa bretona haciendo de las suyas tan a sus anchas, entendió que allí no iba a encontrar a la rubia de ojos cafés, así que resolvió seguir inspeccionando el lugar.

Su búsqueda incesante le hizo detallar cada rostro que iba encontrando a medida que rodeaba la pista de baile con obsesivo sigilo. A diferencia de Olympe, el físico de Bérénice era mucho más parecido al de los ucranianos, así que era más probable pasarla por alto. Debía permanecer atento, tanto a lo que veía como a sus propios movimientos. Tras buscar en decenas de rostros sin éxito, acabó descubriendo, entre la multitud de siluetas humanas, lo que había más allá de la pista.

Al fondo del lugar, en la pared opuesta a las escaleras de entrada, se extendía una barra que brillaba con una intensa luz fluorescente. Hasta ese momento, la gran cantidad de gente acumulada en torno al escenario le había impedido vislumbrar aquel llamativo mesón. La superficie de vidrio templado recubría una luminosa película de cristal líquido que iluminaba los rostros tanto del barman como de cada persona sentada junto a la barra.

Tan pronto Ivan recorrió con la vista aquella nueva zona, le faltó poco para dar un grito eufórico. Allí estaba ella, justo en el primer asiento de izquierda a derecha. Sobria, pulcra y delicada; en contraste con los matices bohemios y nebulosos de todo cuanto le rodeaba. Así se veía ella, como una muñeca de porcelana extraviada en una exposición de muñecos vudú. Simplemente ella, simplemente Bérénice Bissett.

En ese momento, sin que él pudiera preverlo, sus pensamientos se apagaron súbitamente. Él comenzó a acercarse, poco a poco, con sus ojos fijos en el objetivo, como un depredador al acecho de una presa que no puede verle. La música instrumental seguía sacudiendo la estancia, pero él la escuchaba cada vez más distante, como un ruido ahogado cuyo volumen era cada vez más bajo; un silencio imaginario se fue apoderando de sus oídos en tanto su mirada recorría a Bérénice de pies a cabeza. Ella conversaba con alguien, pero en medio de aquel trance repentino, él no alcanzaba ver con quién hablaba; no alcanzaba a ver nada que no fuera ella. Entre sus desvaríos, sus oídos comenzaron a transmitirle sonidos. Era la voz susurrante de Bérénice, que obviamente él no podía escuchar a causa del ruido circundante, pero que su mente disociada reproducía al compás del movimiento de los labios de la primorosa rubia.

Su raciocinio no daba señales de querer regresar a medida que se acercaba con pasos pausados. Durante su avance, mantenía su mirada fijada en la rubia mientras la lujuria se iba apoderando de él, hasta que su propia mente le devolvió la imagen que había visto hacía tan solo un rato: aquel mismo cuerpo semidesnudo, con tan solo dos provocativas piezas de lencería recubriendo su piel de porcelana. Ante aquella visión traída de sus recuerdos, su instinto le asomó el fugaz impulso de lanzarse sobre ella como un animal salvaje. Sin embargo, tan solo volver a mirar su rostro y perderse en la dulzura de su semblante bastó para reprimirse de hacer una idiotez.

Esa calidez, esa suave vibración que sentía en su cuerpo cuando Bérénice estaba cerca, esa atracción que transcendía a lo físico, era una sensación que él conocía bien, y le asustaba sentirla. Hasta entonces solo había llegado a sentirse así por una única persona...

«Priorice el objetivo por encima de todo lo demás», recordó en medio de sus delirios.

Hasta ese momento, Ivan podría haber considerado perfectamente lógico gustar de Valerie. Al final, ella representaba el ideal tanto físico como mental del Estado; era perfecta de acuerdo a lo que le había sido inculcado. Bérénice, en cambio, era absolutamente todo lo contrario a Valerie, tanto así que ahí estaba él, con la misión de investigarla a ella como potencial amenaza. Irónico, además, que lo único que ambas mujeres tenían en común es que se encontraban totalmente fuera de su alcance.

«De usted solo espero una misión exitosa». La voz de Valerie volvió a resonar en su cabeza y su aletargada consciencia regresó de golpe, como si un interruptor hubiese sido accionado. «¡MI MISIÓN!», repitió en sus pensamientos, ahogando un grito espabilado a lo que la música volvía a retumbar con fuerza en sus oídos.

A sus espaldas había quedado la pista de baile, la cual se llenaba cada vez más en tanto el espectáculo musical parecía acercarse a su punto más álgido, razón por la cual los asientos de la extensa barra estaban prácticamente vacíos, con excepción de Bérénice y unos pocos ucranianos, que a varios asientos de distancia se empinaban los tragos entre carcajadas.

Una vez más, su atención se volcó hacia Bérénice. No sabía en qué momento había detenido su andar, pero para entonces solo dos o tres pasos lo separaban de ella. Ahí se quedó de pie, refugiado en la invisibilidad de su indumentaria, observando los movimientos del objetivo, quién seguía absorta en su conversación; su interlocutor era el barman, un ucraniano alto y delgado con un curioso peinado. Entre las sonrisas y la picardía de aquella animada charla, Bérénice parecía haberlo capturado en su red. De forma inesperada e incontrolable, Ivan pudo sentir los celos rebullendo en sus entrañas; podía negárselo a quien quisiera, pero nunca a sí mismo: deseaba que Bérénice fracasara en su búsqueda de amantes casuales.

«Maldita sea, Ivan, concéntrate... La misión, Ivan, ¡la misión!»

En respuesta a sus pensamientos, Ivan analizó la escena con mayor detenimiento, y se llevó una sorpresa al detallar al hombre que hablaba con Bérénice entre sonrisas cómplices: llevaba un aro plateado en la ceja, un tatuaje a un lado del cuello que se extendía hasta su mejilla y su rostro se veía de un tono distinto al del resto de su piel.

«¿Lleva puesto maquillaje?»

En efecto, el barman llevaba el rostro maquillado, hacía movimientos afeminados y floreaba las manos de manera histriónica. Fue entonces que Ivan estuvo a punto de soltar una carcajada.

«Es homosexual», pensó, sintiéndose estúpido por su ataque de celos hacía tan solo unos instantes.

Eso era. Bérénice no estaba flirteando. Negada a someterse a los deseos de Olympe, la rubia había buscado a alguien con quien hacer clic y disociarse del hervidero sexual al que la habían traído; alguien con quien no existiera necesidad de ejecutar un rechazo incómodo. Al final, nada era más fácil de identificar que los ucranianos homosexuales, dada su marcada tendencia a expresar a los cuatro vientos su sexualidad; un comportamiento retrógrado, según el régimen. Después de todo, todavía arrastraban los estigmas de la sociedad profundamente conservadora de su país de origen.

De repente, sucedió lo impensable...

Mientras Ivan aún detallaba el rostro del barman, detectó un gesto de sorpresa en él. Acto seguido, comenzó a sentir una misteriosa vibración en su cuerpo. Confundido, volvió a mirar a Bérénice y se dio cuenta que se había levantado de su asiento, interrumpiendo la conversación con el barman. Se había dado vuelta y ahora miraba expectante, con el ceño fruncido, como si buscara algo. Horrorizado, Ivan acabó de darse cuenta que los ojos cafés de la rubia miraban directamente hacia él.

Justo como había ocurrido a la entrada del recinto, Bérénice daba señales inequívocas de haberle detectado a pesar de su camuflaje. Sin embargo, Ivan no tuvo tiempo ni de terminar de asustarse cuando la rubia dio un paso hacia adelante. Todo él tembló, ella iba directo hacia él.

En una reacción instintiva, Ivan empezó a retroceder a pasos largos sin siquiera detenerse a mirar atrás. Bérénice daba pasos lentos y pausados manteniendo su mirada atenta y el ceño fruncido; sabía que él estaba ahí, no había duda alguna. Cuando Ivan hubo tomado cierta distancia, Bérenice se detuvo, y por un momento, él tuvo la esperanza de que ella le perdiera la pista y regresara a su asiento en la barra, pero no. Al cabo de unos segundos, ella retomó sus pasos, esta vez con mayor decisión.

Ya cundido en pánico, Ivan intentó retroceder de nuevo, pero algo detrás de él se interpuso en su camino, impidiéndole avanzar. Fue allí cuando se dio cuenta que en su retroceso a ciegas había acabado metiéndose en medio de la pista de baile y había tropezado con una pareja que bailaba sobre ella. De resto, no tuvo tiempo ni de pensar, pues en cuestión de segundos ya tenía a Bérénice enfrente.

El desdichado Ivan casi profirió un grito de horror cuando Bérénice, ya a menos de un cuerpo de distancia, extendió su brazo hacia él. Fue entonces cuando su instinto de supervivencia llegó al rescate...

Al ver la mano de Bérénice casi sobre su rostro, Ivan empujó con fuerza hacia atrás, en un intento desesperado por abrirse paso. A continuación, el hombre a sus espaldas cayó estrepitosamente junto con la mujer que le acompañaba, quien a su vez tropezó con otra pareja que estaba cerca, desatando una reacción en cadena donde varias personas amontonadas en la pista acabaron en el suelo, incluyendo al propio Ivan. Otras personas que bailaban por ahí cerca se acercaron sorprendidas a ver qué había ocurrido, pero entre las luces cálidas y las sombras solo se veía media docena de parejas levantándose del suelo y una Bérénice paralizada, estupefacta, con su brazo aún extendido hacia adelante, como intentando entender lo que acababa de pasar.

Ivan se levantó de un salto, pero no logró rescatar mayores detalles de la escena. El miedo se apoderó de él y echó a correr despavorido hacia la salida. Durante su carrera frenética logró distinguir la oscura silueta de Olympe, corriendo a toda prisa hacia la confundida Bérénice. Al llegar a las escaleras de la salida, subió a toda marcha sin importarle el riesgo de hacer ruido con sus fuertes pisadas contra los escalones. Al llegar arriba, abrió de golpe la puerta de salida, y para su propio alivio consiguió la calle despejada. Echó a correr de nuevo y terminó llegando a un oscuro callejón donde su motocicleta seguía estacionada. Sin pensarlo un solo segundo, accionó el motor, le activó el camuflaje y arrancó a toda velocidad.



Ya de vuelta en su habitación de hotel, Ivan abrió la puerta y la cerró de un golpe al entrar. Su cuerpo aún temblaba de miedo y su respiración seguía terriblemente agitada. Aquello había estado cerca, o más bien demasiado cerca, al borde de un auténtico desastre. Su espalda fue a dar contra la puerta de entrada y él se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo. Una vez allí, apretó los puños y levantó la cabeza para proferir un grito furioso.

La furia era contra sí mismo. A causa de sus múltiples desconcentraciones, de su incapacidad para pensar con claridad cuando Bérénice estaba cerca y de una fuerza imposible de explicar pero que había sentido en todo su cuerpo, había estado a centímetros de fallar en su misión; algo que, por cierto, no acabaría colocando en su informe del 16 de febrero de 2057.

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