15. El niño abandonado
Quince años después de vivir en carne propia la devastación de Vidin a manos de los piros, el mundo de Ivan era ahora completamente distinto. Aquella plácida tarde de finales de invierno, veía pasar un edificio tras otro de la comuna de Caliure-et-Cuire, al norte de Lyon. A bordo de su motocicleta, Ivan seguía al taxi que transportaba a Olympe y Berenice a través de aquella lúgubre zona residencial que bordeaba la Rue Pierre Brunier. En otra época, quizás, aquel vecindario podría haber resultado apacible, pero ahora, con solo un tercio de la población de décadas atrás, el lugar era extremadamente solitario, incluso tétrico.
Luego de varios minutos de recorrido, el taxi paró frente a su destino e Ivan aparcó su motocicleta a una distancia prudencial. Mientras ambas mujeres bajaban del vehículo para ingresar al modesto edificio, el GPS integrado en la máscara de Ivan le indicó el nombre completo del lugar: Maison d'Enfants Providence Saint Nizier. Tal y como había escuchado en la conversación previa entre las dos amigas, finalmente había llegado al sitio cuya sola mención le estremecía: el orfanato.
Ivan esperó unos minutos, como siempre, mientras ambas mujeres se encaminaban dentro del lugar. Una vez la escena estuvo despejada, se escabulló hasta colocarse a un lado de la puerta principal. Miró hacia adentro y encontró a Berenice y Olympe hablando animadas con el personal; evidentemente ya eran visitantes asiduas del lugar. Apoyado en su invisibilidad, acercó la cabeza a la puerta de cristal y activó la audición aumentada de su máscara. Al escuchar por varios minutos la charla entre las chicas y el personal, concluyó que no tenía caso intentar infiltrarse dentro del edificio, pues las chicas, que habían venido a visitar a los niños, se encontrarían con ellos en el patio del recinto.
Así pues, dio la vuelta completa al edificio y observó con detenimiento la parte trasera de la estancia: había un modesto patio semicerrado que conectaba con un amplio campo de césped que aún conservaba marcas de una antigua cancha de fútbol. Se ubicó estratégicamente sobre un punto alto del lugar y esperó paciente. Al cabo de varios minutos, vio salir por el patio techado a Olympe y Berenice acompañada de un grupo de infantes de diversos tamaños, rasgos y edades. A medida que escuchaba, reparó en el deficiente francés que hablaba la mayoría de ellos, constatando que eran refugiados del Este, tal y como él mismo lo había sido alguna vez.
No pudo evitar sentir curiosidad al ver que todos los infantes iban tomados de las manos con Berenice al frente, quién tomó las manos de dos de ellos y les indicó que formaran un círculo. Los niños obedecieron sin chistar, claramente ya acostumbraban a hacer esto en cada visita de ambas chicas. Olympe se había apartado cerca de la salida al campo de césped, mientras observaba en silencio al grupo.
—Muy bien, niños. Ahora, ¡cierren los ojos! —exclamó la rubia con la voz más dulce posible, cerrando también los suyos—. Muy bien, ahora respiren profundo...
Ivan frunció el ceño al darse cuenta que Berenice había soltado a los dos niños a sus costados. Acercó sus manos a su rostro e Ivan pudo reconocer las marcas en las palmas; para ese momento, él ya sabía muy bien lo que eso significaba: el poder de curación. Rápidamente, Berenice besó repetidas veces los tatuajes de sus manos y, acto seguido, sujetó de nuevo a los dos niños junto a ella y soltó una profunda exhalación.
—Respiren de nuevo —indicó tranquilamente, abriendo sus ojos para revelar sus globos oculares completamente negros. Entonces Ivan lo entendió: Berenice les decía a los niños que cerraran los ojos para que ninguno pudiera ver lo que realmente hacía—. Bien, retengan el aire y cuando les diga, lo sueltan. —Acto seguido, ella recorrió a cada niño con sus ojos, negros como dos ónices—. Ahora, suelten... —Cerró sus ojos de nuevo—. Listo, pueden abrir los ojos.
Ella abrió también sus ojos y estos habían vuelto a la normalidad. Hubo un breve silencio donde los niños observaron expectantes a Berenice, y hasta el propio Ivan lo hizo. Entonces, ella señaló a ocho de los niños.
—Ustedes, quédense un rato aquí conmigo -dijo sonriendo cálidamente, y enseguida miró a Olympe—. Los demás, vayan con la Esmeralda a jugar al campo.
El resto de los niños, al escuchar esto, salieron corriendo emocionados en dirección a Olympe. La llamaban «Esmeralda», pensó Ivan, por su espectáculo en el Festival de las Luces que toda Francia había presenciado el pasado diciembre.
Una vez la bailarina y su pequeña tropa se hubieron marchado del patio, Ivan presenció atento cómo Berenice situaba a cada niño o niña en un espacio cómodo e iba atendiéndolos uno por uno. Se sentaba junto a ellos, les hablaba con ternura y les pedía que le contaran cosas; algunos se emocionaban y otros lloraban en silencio. Berenice no solo les hacía sentir acompañados, sino que también los acariciaba y les palpaba partes específicas del cuerpo con los tatuajes de sus manos.
Las conversaciones eran mayormente entre susurros que ni siquiera con su audición aumentada podía entender por completo, en gran parte por la mala pronunciación de los infantes. Sin embargo, ya Ivan tenía claro lo que estaba haciendo la rubia con los niños: los había escaneado con sus poderes, esparciendo su energía mediante su aliento como había hecho con el paciente que él casi había matado días atrás. Los niños que había separado del resto tendrían algún tipo de herida o lesión, y en algunos esto era evidente, pues cojeaban o tenían marcas de golpes en el rostro y los brazos. Justo ahora los estaba curando físicamente, con sus poderes, y emocionalmente, con sus palabras. Mientras tanto, los recuerdos rebullían en la mente de Ivan: su estadía en el Sagrado Corazón, las conversaciones con el diácono Durand, su ingreso a la secundaria, aquella conversación al ser rescatado de Vidin...
Pasó el tiempo y siguió pasando Berenice por cada pequeña criatura, curando y consolando a cada una de ellas. Para aquellas almas inocentes ella era, en ese preciso instante, el único punto iluminado en un mundo carcomido por las tinieblas. Cada niño que pasaba por las cálidas manos de la rubia terminaba con una sonrisa en su rostro con la que se sumaba al pelotón que jugueteaba y correteaba allá en el campo exterior con la enérgica Olympe. Entretanto, Ivan intentaba desesperadamente acallar sus propios pensamientos, que se empeñaban en recordarle el origen de los moretones, cortes, huesos fracturados, quemaduras y cicatrices que iban desapareciendo del cuerpo de aquellos niños; todo gracias a la mujer que, en cuestión de horas, él daría la orden de apresar.
Él lo sabía. Se trataba de funcionarios del Estado, incluso agentes de rango similar al suyo. Sí, agentes como él. Ellos venían cada cierto tiempo a forzar a cada uno de esos niños a mostrar su talento ante las cámaras, y si hacía falta, los «incentivaban» físicamente hasta dejarlos en el estado en que los habían conseguido Olympe y Berenice al llegar. Él lo sabía a la perfección, porque él había sido una víctima, y ahora estaba del otro lado, jugando a favor de los victimarios.
—Oye, tú... —La voz de Berenice lo sacó del infierno que se había desatado dentro de su cabeza—. ¿Qué haces allí, pequeño?
Todos los niños que apartados por la enfermera ya se habían ido, pero Ivan miró con atención y encontró a un niño de muy baja estatura refugiado tras un pilar, ocultándose de la vista de la propia Berenice. Aquel niño no había participado del círculo inicial, ni había sido notado por ninguno de los presentes hasta ese momento. Solo quedaban él y Berenice en aquel patio, sumados a un Ivan invisible que miraba desde lo alto.
Berenice comenzó a avanzar hacia el niño, quien se resistía a dejarse ver y hacía el amago de salir corriendo a medida que la rubia se acercaba. Sin embargo, ella supo ser lo suficientemente persuasiva para que el infante se quedase donde estaba hasta que ella hubo llegado junto a él. Una vez allí, ella intentó tomar a la criatura de la mano y entonces un escalofrío recorrió la espalda de Ivan... Aquel niño no tenía mano derecha y su brazo estaba repleto de cicatrices. Sin embargo, la enfermera no se inmutó, lo tomó con suavidad del antebrazo y lo trajo a uno de los muebles del patio para poder verlo mejor, tal y como había hecho con los niños anteriores.
—Cierra los ojos, solo un momento. —El niño, confundido, acató la orden de Berenice, cuyos ojos volvieron a tornarse completamente negros. Lo palpó con suavidad por medio de sus tatuajes y tras breves instantes, le susurró nuevamente—. Vale, ya puedes abrirlos.
Ivan no podía evitar inquietarse al ver al niño, no solo por la ausencia de su mano derecha, sino por las horribles cicatrices que se extendían a lo largo de todo su brazo. Claramente aquel niño había sido víctima de una explosión cercana antes de ser rescatado de su país de origen. Se percató, además, de una pronunciada inflamación en la mejilla derecha y un enorme moreton en el ojo derecho; aquel pobre niño había sido brutalmente golpeado días atrás.
A continuación, Berenice comenzó a hacerle preguntas al niño entre susurros. Ambos estaban tan lejos de Ivan que este apenas alcanzaba a atajar palabras. Sabía que para fines de su misión, aquel diálogo era irrelevante, pero no era el agente quien quería escuchar. No, era el propio Ivan, hijo de Nayden y de Lera, quien necesitaba oír lo que aquella criatura de una sola mano tenía para decir.
Sin pensarlo mucho más, Ivan procedió a bajar de donde estaba para poder acercarse más a aquella conversación. Se descolgó lentamente hasta tocar el suelo con suavidad, valiéndose de la supresión de ruido de sus botas para atenuar cualquier sonido en la caída.
Ivan comenzó a acercarse a Berenice y a su pequeño acompañante. A medio camino, se dio cuenta que el niño gimoteaba entre lágrimas.
—Ellos me dijeron... —Berenice lo miraba pacientemente, esperando que dijera todo lo que debía decir—. Me dijeron que...
El niño se interrumpió a sí mismo entre sollozos. Aun así, Berenice no se resignó y siguió animándole a que hablara.
—Vamos, cuéntame —susurró Berenice, acariciándolo—. Dime, ¿qué fue lo que te dijeron?
Entonces, Ivan escuchó una frase que le heló la sangre:
—Me dijeron que estoy aquí porque... mis padres me abandonaron...
—¿Quién te dijo eso?
—Un hombre... Él tenía... —El niño se tocó el ojo derecho con su única mano, justo donde había sido golpeado, y con su dedo trazó una línea recta. El agente que lo había agredido tenía una cicatriz en el rostro—. ¿Por qué?
—¿Qué quieres saber? —le preguntó Berenice, con el ceño fruncido.
—¿Por qué me abandonaron? —dijo esto y enseguida rompió a llorar dolorosamente.
Sobrecogida por el llanto del pequeño, Berenice quiso responder, pero en cambio, se limitó a guardar silencio y rodearlo con sus brazos. Así lo tuvo varios minutos, abrazado contra su pecho mientras le acariciaba la parte de atrás de la cabeza. Como una madre consolando a su bebé recién nacido, Berenice siseó suavemente en su oreja, en un intento de calmarlo. Esto parecía tener un efecto inmediato en el niño, pues su llanto se hacía cada vez más pausado y su respiración se iba normalizando.
—Ven aquí, cierra los ojos —le susurró Berenice, quien interrumpió el abrazo para colocar sus rostros frente a frente.
El niño bajó los párpados y enseguida, los ojos de la enfermera volvieron a tornarse negros y sus tatuajes volvieron a aparecer en la palma de sus manos. A continuación, acarició con ternura el rostro del niño, quien quiso abrir sus ojos, confundido.
—No no, quédate así, solo un poco más —dijo la rubia en tanto su mano paseaba por la mejilla del pequeño.
Así estuvo los siguientes minutos, liberando el maltrecho cuerpo de aquel niño del maltrato sufrido días atrás; así hasta que sus ojos volvieron a la normalidad.
—Listo, ya puedes abrirlos.
El niño hizo caso y cuando abrió sus ojos, ya no había moretones, ni hinchazón, ni ningún tipo de dolor físico. Su rostro de piel clara se iluminó cuando vio de nuevo a la enfermera; para un niño inocente, no era descabellado pensar que las caricias maternales de aquella hermosa mujer habían sido la cura de sus males.
—¿Mejor? —le preguntó ella con una sonrisa, a lo que él asintió emocionado—. A ver, cuéntame, ¿cómo te llamas?
—Vasile.
En ese momento, Berenice tragó grueso y su rostro se petrificó, como si escuchar ese nombre le hubiese provocado un cortocircuito. Sin embargo, no tardó en reponerse para continuar la conversación.
—Muy bien Vasile, ese hombre que me dijiste, ¿fue el mismo que te golpeó? —dijo ella, a lo que el niño asintió—. Entiendo, ¿y tú le crees a él? —El pequeño Vasile la miró desconcertado, sin saber qué responder—. Porque yo no le creo nada.
—¿Y dónde están ellos? —cuestionó rápidamente el infante.
Berenice se encogió de hombros, sin cambiar un solo segundo su mirada protectora.
—¿Tus padres? —le dijo en tono amistoso, a lo que Vasile asintió—. No lo sé, y probablemente nunca podamos saberlo, pero te puedo asegurar que ellos tampoco lo saben —le explicó, con la dosis justa de seriedad y sensibilidad—. Escucha, pequeño Vasile... —continuó, mirándolo fijamente a los ojos—. Estamos viviendo tiempos difíciles, donde muchos padres han debido despedirse temprano de sus hijos; algunos han sido separados a la fuerza y muchos otros, simplemente ya se han ido de este mundo. No sé dónde estarán tus padres en este momento, pero lo que sí sé es que, dondequiera que estén, su mayor deseo es que tú seas feliz. No dejes que nadie te quite eso. —Berenice hizo una pequeña pausa para apreciar el rostro del niño y reconoció la paz en sus ojos—. Ahora, mira hacia allá y dime, ¿qué ves?
El niño volteó y lo primero que vio fue el campo de césped a la salida del patio, donde Olympe jugaba incansablemente con el resto de los niños del orfanato.
—Es la Esmeralda, está jugando con mis amigos.
Ahora sí, el niño inocente se escuchaba como lo que realmente era. Sin más reparos, Berenice se levantó del mueble tomada de la mano con el pequeño Vasile y le dijo:
—Mientras tú estés aquí, mi pequeño, ellos serán tu familia. Cuídalos mucho y ellos también cuidarán de ti. Te lo prometo.
Al escuchar esto, él asintió con una ingenua sonrisa.
—Gracias, señorita Nice —dijo con su limitada pronunciación, a lo que Berenice reaccionó con cierta sorpresa. Nunca nadie la había llamado de esa forma.
—No tienes nada que agradecer —dijo la enfermera y señaló al frente—. Ahora, aprovecha y ve a jugar tú también.
Con un ímpetu renovado, el pequeño Vasile salió corriendo del patio y rápidamente se integró con el resto de sus compañeros. En cambio, Berenice no se movió un centímetro durante los siguientes minutos. Tan pronto hubo quedado sola en aquel patio techado, su expresión jovial desapareció en el acto. Comenzó a apretar sus puños con fuerza, morder sus labios y respirar profundo.
En medio de todo aquello, Ivan apenas y había reaccionado a lo que acababa de presenciar. Estaba parado a escasos metros de ella, y de no ser por su invisibilidad, en aquel momento parecería una estatua negra. Su mente era un hervidero calentado por su propia memoria, que no hacía sino devolverle sin piedad una secuencia tras otra. Finalmente, sintió cómo todo dentro de él estallaba al ver aparecer las primeras lágrimas en el rostro de Berenice.
Durante eternos segundos, ella no hizo más que mirar fijamente a los niños jugando con su amiga mientras el agua seguía brotando furtivamente a través de sus párpados. De un momento a otro se dio cuenta que lloraba y se llevó ambas manos al rostro, apretó sus ojos con fuerza y se quitó impetuosamente las lágrimas. Acto seguido, se sentó en el mueble donde había consolado al pequeño Vasile y puso sus manos en su boca para tapar un grito de frustración. No tardó en interpretar Ivan que, tras contener sus emociones delante de aquel desventurado niño, ahora las estaba expresando sin control alguno.
Fue entonces cuando Berenice dejó de llorar y miró al frente, justo donde estaba parado Ivan. Él sintió un escalofrío por toda su espalda cuando miró sus ojos y distinguió una furia absoluta. Allí estaba ella, mirándolo fijamente aunque no pudiera verlo, pues al ser parte de aquel sistema sentía que esa furia también iba dirigida a él. Allí estaba ella, una nueva enemiga a muerte para el Estado, que bien se había encargado de llenar de odio a las dos personas más peligrosas de toda Francia.
Allí estaba Ivan, el hijo de Lera y Nayden, el nacido en Sofia, el niño abandonado de Vidin, y tras llegar a París, un afortunado que, gracias a haber sido acogido en la Basilique du Sacré-Cœur, jamás tuvo que sufrir las aberraciones que sufría la inmensa mayoría de los huérfanos repartidos en los orfanatos de toda Francia. Allí también estaba el agente Leranov, con la misión de entregar al Estado a la mujer que acababa de curar y consolar nueve huérfanos heridos y desamparados frente a sus ojos.
Esa misma noche, la misión llegaría a su final.
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