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1. Relato de un doble agente

El ruido de la alarma resonó en la sala de enfermería. La pantalla holográfica se activó mostrando al paciente de la habitación 127. Sentado sobre uno de los muebles del estar, uno de los enfermeros parecía observar distraído la tableta electrónica que sostenía entre sus manos, cuando en realidad solo esperaba pacientemente. En cuestión de segundos, una joven enfermera de cabello rubio cobrizo irrumpió en la sala y miró la pantalla.

—¡Yo me encargo! —le escuchó exclamar justo antes de verla salir a toda prisa por donde vino.

—¿Qué estás revisando? —Levantó la cabeza y se encontró a la jefa de enfermería entrando al estar, mirándole con curiosidad.

—Reviso el registro de los pacientes —mintió rápidamente y agregó algo más para no levantar sospechas—. Ya sabe, soy nuevo aquí y el director del hospital me encargó aprender a manejar la base de datos.

Efectivamente, lo primero que debían hacer los enfermeros recién titulados era aprender a manejar el registro de pacientes, donde se registraba la afección con la que ingresaban y toda su evolución, con la finalidad de suministrar los datos tanto al cuerpo médico como a los familiares del paciente en caso de alta o fallecimiento del mismo; todo esto se debía a que, desde el cierre de fronteras, en toda Francia se habían prohibido por ley las visitas hospitalarias o la presencia física de personas que no fuesen pacientes o no formaran parte del personal en las áreas de emergencia, hospitalización y cuidados intensivos. Sin embargo, lo que el joven realmente observaba era algo completamente distinto.

La mujer se encogió de hombros, aparentemente satisfecha con la respuesta, y se retiró de inmediato. Él se acomodó con calma en el asiento y dirigió su atención a la imagen que tenía enfrente.

La pantalla de la tableta le mostraba un paciente postrado sobre una cama de hospitalización. El hombre se agitaba convulsivamente, mostrando evidente dificultad para respirar; junto a él, había otra persona de pie, era la misma enfermera rubia que había visto hacía tan solo instantes. Había preparado todo debidamente y ahora solo era cuestión de esperar a ver si sucedía algo, aunque jamás se hubiese imaginado lo que estaba a punto de ver.

Cualquier otro enfermero ante aquel panorama hubiese llamado de inmediato al médico residente, pero esta muchacha, en cambio, expresaba una tranquilidad pasmosa, como si el pobre hombre frente a ella no estuviese a punto de morir ahogado, o más bien, como si tuviese la certeza absoluta de que lo salvaría.

Incluso él mismo empezaba a desesperarse cuando la chica hizo algo inaudito: sin perder la calma, se quitó los guantes esterilizados y se removió la mascarilla, dejando sus manos y labios al descubierto. Acto seguido, colocó las palmas de sus manos boca abajo sobre el pecho agitado del paciente, cerró sus ojos y respiró profundo. En ese momento, algo en ella cambió.

«¡Pero qué carajo!».

La piel de los párpados cerrados de la rubia acababa de tornarse completamente negra y toda la parte superior de su rostro había adquirido un color blanco uniforme. Era como si la mujer se hubiese puesto un antifaz, solo que este había aparecido espontáneamente.

Él miró estupefacto aquella escena surrealista por breves instantes antes que los colores se desvanecieran del rostro de la chica y este volviera a la normalidad. Ella volvió a abrir los ojos y removió sus manos del pecho de aquel desdichado, cuyos intentos de respirar eran cada vez más débiles. Entonces, sin pensarlo ni un segundo se acercó las manos a la boca y besó cada una con lentitud, como si besara los labios de otra persona.

Por último, tomó el rostro del paciente y acercó el suyo, haciendo parecer que estaba a punto de besarlo, pero en cambio, se ayudó con su otra mano para abrirle la boca, juntó sus labios y sopló. Él observó expectante la pantalla de la tableta por algunos segundos y entonces su corazón dio un vuelco cuando el paciente dejó de moverse. Aún a través del video sin audio, él pudo sentir cómo el silencio se apoderaba de la sala.

«¿Está muerto?», pensó él, con su mente repartida entre la intriga y el horror.

De repente, un claro movimiento le devolvió el alma al cuerpo: el pecho del paciente se infló por completo para descender de inmediato, una vez, luego otra y después otra más; el paciente respiraba normalmente. Él suspiró aliviado, y al mismo tiempo sin caber en sí mismo de la incredulidad ante lo que acababa de presenciar.

La rubia, ahora sonriente, se apartó del rostro de aquel hombre, que ahora parecía dormir aliviado tras estar a punto de morir. Se dispuso a colocarse los guantes y la mascarilla de nuevo sin dejar de observar a su paciente, como un artista contemplando su propia obra recién terminada.

«No puede ser... Así que era cierto...».

Minutos después, la misma rubia volvía como si nada a ingresar en la sala de enfermería. Comenzó a pulsar la pantalla táctil del monitor que había hecho sonar la alarma, disponiéndose a registrar el evento, tal y como indicaba el protocolo. Al tenerla enfrente de nuevo, él no pudo evitar estremecerse, ni tampoco contenerse.

—¿Y bien? ¿Qué tenía el paciente? —preguntó él, haciéndose el despistado.

Ella, sonriente y con gran dulzura contestó sin chistar:

—Nada grave. Todavía tiene un poco inflamados los bronquios, entonces le cuesta respirar normalmente, eso debió haberle acelerado el pulso cardíaco y disparó la alarma. —Era una mentira colosal, una respuesta preparada. Solo él sabía lo que acababa de ocurrir allá adentro—. Por cierto... —Ella lo miró fijamente y se removió la mascarilla, dejando su delicado rostro al descubierto—. Me dijeron que eres nuevo, ¿cómo te llamas?

—Yo... Ehmmm... Mi... —Tomado por sorpresa, él no pudo evitar titubear. Su adiestramiento lo había preparado para mentir de manera convincente, pero lo que acababa de ver hacía imposible el no ponerse nervioso frente a ella—. Me llamo Nayden. —Se arrepintió tan pronto acabó de decirlo. Entre tantas dudas, no se le ocurrió otro nombre que el de su difunto padre.

Enseguida ella se sentó cerca de él y le ofreció la mano, sin dejar de sonreír.

—Bérénice, mucho gusto.

«Ya veo, una estrategia para generar confianza».

—El placer es mío. —Tomó la mano de la chica y la besó con delicadeza en el dorso de la muñeca, justo donde no cubría el guante. «Mierda, ¿qué carajo acabo de hacer?». Tuvo que resistirse para no quedar prendado del olor dulce y la textura suave, como de seda—. Me gusta ese nombre, Bérénice...

—Gracias, aunque el tuyo no está nada mal, Nayden... —Hizo una pequeña pausa y lo miró con ojos entrecerrados, acercándose—. No es francés, ¿cierto?

—Que... —En ese momento, él se percató con susto de que la imagen de la habitación 127 seguía proyectada en su tableta, a lo que reaccionó apagándola de inmediato, dejándola a un lado— ¿Qué quieres decir?

Ya le comenzaba a frustrar su propio nerviosismo, tanto que se reprochaba a sí mismo: «Cálmate, Ivan, ¡ya cálmate, carajo!».

—Tu nombre —replicó ella pacientemente, sosteniendo su sonrisa—. ¿De dónde es?

—Ah... Es búlgaro... ¿Por qué?

—Curiosidad nada más, no me prestes mucha atención. —Se encogió de hombros amistosamente—. Es que mi... —Se dio cuenta que ella iba a decir algo y se arrepintió—. He tenido algunos amigos extranjeros y por eso me llamó la atención. Aunque, ahora que lo pienso, creo que eres el primer búlgaro que conozco.

—No creo ser la mejor referencia —respondió él, encogiéndose de hombros—. Casi toda mi vida he vivido en Francia.

«Maldita sea, ¿en serio? ¿Le vas a revelar información?»

En ese momento se escuchó una voz al fondo.

—¡Bérénice! ¿Puedes venir a echarme una mano? —Reconoció la voz, la había escuchado hacía un rato, era la jefa de enfermería.

—¡Voy! —exclamó Bere rápidamente, justo antes de volver a hablarle—. En fin, debo irme ya. Bienvenido a bordo, cualquier cosa que necesites no dudes en decirme, ¿sí? —Le volvió a sonreír justo antes de ponerse de pie y comenzar a alejarse—. Un placer, Nayden.

—Un placer, Bérénice.

Apenas ella se hubo ido, él suspiró aliviado, y al mismo tiempo furioso consigo mismo. Sentía que de no haber sido por aquella interrupción, le habría dicho hasta su verdadero nombre.

«No puede volver a pasar...», fue lo último que pensó justo antes de levantarse para dirigirse a la salida del recinto. La evidencia que acababa de recolectar era invaluable.

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