KANLAJUJ
—Estimado señor...
—..., me complace comunicarme con usted.
—He leído sobre sus últimas actividades...
—Y ha captado mi atención.
—Quisiera invitarlo a mi casa...
—... en Palm Springs, California...
—..., para conversar de ello.
—El viaje incluye un vuelo...
—... y alojamiento pagados.
—Si decide no venir...
—..., iremos a buscarlo personalmente.
—En el aeropuerto, el día 28 de septiembre, ...
—... lo estaremos esperando.
Trece personas en igual número de países de Latinoamérica recibieron cartas con el mismo contenido. Algunas sospecharon de las intenciones de aquel que las envió, con el miedo haciéndose presente en ciertos casos muy concretos; pero había otras a las que no les importaba nada; ya les bastaba con ser ignoradas en su vida diaria.
El día señalado en la misiva, hubo varios que se acercaron a los aeropuertos de sus ciudades de forma voluntaria. Los que no, fueron rastreados y escoltados a rastras por hombres corpulentos de trajes y lentes oscuros. Más de uno trató de defenderse con los poderes que les otorgaban sus piedras, pero los sujetos parecían estar entrenados en defensa personal, amenazando con romper o arrancar las esferas de donde estuvieran; aquella era una señal evidente de que sabían más de lo que aparentaban.
Sin importar si viajaban voluntariamente o a la fuerza, cada uno de los portadores creía ser el único al que le habían escrito. Por lo mismo, la sorpresa fue mayúscula cuando todos se toparon en el lobby del hotel. Era fácil distinguir a los que tenían piedras en el grupo: justamente eran los que no resaltaban tanto.
—¿En serio no soy la única?... ¡Genial, más público para mis bromas! —exclamó la peruana Mayra.
—¿Qué? ¿Máh gente? Y yo que pensé que me habían llamado solo a mí —dijo ofuscado el cubano Pavel.
—Espero que hayan tenido buenos motivos para habernos secuestrado. ¿Acaso no saben que la lucha por la patria es un asunto importante? —se quejó el venezolano Vladimir.
«Por lo menos me alejaron de esos weones apestosos», pensó el chileno Horacio.
—Silencio —los calló uno de los hombres misteriosos. Su español era un tanto forzado—. En unos momentos sabrán por qué se les pidió venir. Lo único que puedo decirles ahora mismo es que ayudarían mucho a nuestro señor si cooperan.
—¿Lo ayudaríamos? —preguntó la colombiana Renata.
Tres limusinas con vidrios polarizados se estacionaron frente al hotel. Todos los portadores de piedras fueron conducidos a ellas y los dividieron en diferentes grupos. Tras eso, los vehículos se pusieron en marcha, con los pasajeros siendo vigilados en todo momento por los hombres de traje oscuro.
«¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar? Dios mío, protégeme de todo mal», se preguntaba la ecuatoriana Isabela, nerviosa.
—... Y por eso me sorprendió que fuéramos tantos. Quizás podamos llevarnos bien al final, pero supongo que dependerá de lo que sea que pase. De todas formas, no creo que haya impedimento para que nos conozcamos un poco mejor ahora mismo. Si quieren, les puedo hablar sobre mí: nací en Montevideo y... —parloteaba la uruguaya Sira.
—... Quiero volver a mi país —se dijo la costarricense Damaris, al borde de las lágrimas y sin escuchar a su compañera de viaje.
Tras unos minutos de trayecto, las limusinas atravesaron las rejas de una enorme mansión. Se notaba por los jardines cuidados que quien residía ahí era muy rico.
—Dichosos estos ojos que ven el esplendoroso verdor de la naturaleza viva —habló el brasileño Tito, mirando por la ventanilla.
Una vez que los vehículos se estacionaron, les abrieron las puertas. En la entrada de la casa los esperaba un mayordomo un tanto encorvado que los recibió amablemente.
—Adelante, el amo los está esperando.
Guio al grupo de latinos por un largo pasillo hasta llegar a un amplio living, donde un hombre rubio de unos cuarenta y tantos aguardaba en un sillón. Al ver llegar a los portadores de piedras, sonrió y le brillaron los ojos.
—Los estaba esperando, jóvenes —les dijo en un perfecto español. Después miró a su mayordomo—. Minion, te puedes retirar.
—Muy bien, señor.
Una vez que el hombre se marchó, el dueño de casa se levantó de su asiento y abrió los brazos con notoria alegría.
—Permítanme presentarme. Mi nombre es Buck Goldstrom, empresario, amante de las culturas antiguas y propietario de esta mansión.
—¡Dinos de una vez por qué nos trajiste! —lo encaró el mexicano Yago.
Goldstrom sonrió de manera maliciosa.
—Verán, lo que ustedes portan en sus cuerpos son las Piedras del Nahual. No traten de ocultarlo, sé que se encuentran debajo de esas ropas; nadie usa un solo guante en su mano o una vincha en pleno invierno. —Se enfocó en Horacio, Yago y Tito. Sin embargo, todos parecían intranquilos.
«¡¿En serio todos tenemos piedras?!». Se miraron con ojos curiosos y de desespero.
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó la guatemalteca Eva.
—Dije que soy un amante de las culturas antiguas. Estudié mucho sobre ellas, incluyendo la maya, que es la que creó esas piedras.
Goldstrom miró a los presentes con cierta impaciencia.
—El motivo de que estén aquí es que desde hace mucho las he deseado. Como no me han elegido como su portador, no puedo usar sus poderes. —Los músculos de los invitados se tensaron; el dueño de casa sabía que tenían habilidades inusuales—. No obstante, ¿no creen que se verían lindas en mi colección de objetos raros? Por eso los traje: quiero que me entreguen sus piedras ahora mismo. Prometo que las cuidaré mucho.
Se produjo un silencio general.
—Un momento..., recuerdo que a mí me dijeron que moriría si nos arrancaban la piedra... No sé los demás. Entonces..., ¿pretende que muramos? —preguntó el panameño Iván.
—Lo que me interesa son las piedras. Si quieren, puedo darles una buena suma de dinero por ellas.
—Creo que vos no estás entendiendo. El dinero no nos sirve de nada si fallecemos. ¿No te das cuenta de lo cuestionable de tu oferta? —lo interrogó el argentino Axel.
—¿Y qué? Sus piedras son lo único que me importa; lo que les ocurra a ustedes me da igual.
—Pues te habría resultado más fácil matarnos y robarnos las piedras si tanto las querías. En cambio, nos sacaste de nuestros países y nos trajiste aquí para decirnos un montón de weás... ¡Cómo tan weón! —lo ridiculizó Horacio.
—... ¡Nadie cuestiona mis métodos! ¡Ahora van a entregarme esas piedras o...! —Chasqueó los dedos y varios hombres armados aparecieron desde todos los rincones de la habitación—. Supongo que ahora podemos negociar.
—Las quieres porque sí... No te servirán de nada más que para que las vean en una vitrina... Ni creas que las entregaremos tan fácilmente —aseguró Vladimir.
—Pues entonces... ¡fuego!
De inmediato comenzaron los disparos. Los portadores que podían volar se elevaron del suelo con prontitud, mientras que los más ágiles se movieron como acróbatas de circo para esquivar los balazos. Hubo otros, sin embargo, a los que les costó moverse, por lo que se arrojaron al suelo en un desesperado intento por salvarse. Isabela, eso sí, se protegió con un campo de fuerza creado por sus poderes de tortuga.
La batahola aumentó cuando el grupo de latinos contraatacó. Varios de los tiradores cayeron víctimas de ataques de animal, mientras que otros los evitaron por los pelos. El caos era lo único que podía percibirse, justamente lo que Buck Goldstrom quería evitar.
—¡Mis objetos! ¡Mis valiosos objetos!... Hey! Don't shoot my treasures! —les gritó a sus hombres, mientras que estos intentaban salir airosos de la compleja situación.
En medio de la confusión, los portadores de piedras lograron escapar, algunos por la puerta y otros destrozando las ventanas. El que había sido el campo de batalla hacía unos minutos estaba hecho un desastre, con los sillones agujereados y varias estatuas de mármol convertidas como mínimo en piezas de arte moderno, incomprensibles para el común de las personas.
Lo único que hizo Goldstrom fue gritar desaforadamente en consecuencia.
(...)
Habiendo escapado de la mansión, los trece latinos decidieron regresar a su hotel. No lo hacían como grupo, eso sí; más allá de un par de palabras en las limusinas, ninguno había formado lazos con los otros.
En el lobby volvieron a encontrarse todos. Se sorprendieron de verse de nuevo, sobre todo de verse ilesos.
—... Eso estuvo cerca... ¡Pensé que me moriría! ¡En serio! —exclamó Mayra, todavía con el corazón alborotado.
—Ya era sospechoso que estuviese tan empecinado en traernos a este lugar... Ahora entiendo el por qué —dijo Vladimir.
—Quiero volver a mi país —afirmó Isabela.
—Yo también —la secundó Eva.
—Y yo —mencionó Renata.
—Hay que ver si podemos meter a ese boludo en prisión. Intentar matarnos por unas piedras es demasiado —comentó Axel.
—¡No es suficiente! ¡Hay que darle una sopa de su propio chocolate a ese gringo! —exclamó Yago, apretando el puño con ira.
Los trece aparentaban comunicarse; había respuestas coherentes a las oraciones de algunos; pero en realidad, cada uno se preocupaba de sus propios asuntos. No eran amigos, no se conocían de antes; no podía importarles menos lo que les pasara a los otros.
«No sé qué tanto sigue quejándose la manga de weones, pero yo me voy de aquí», pensó Horacio mientras se acercaba al mesón de recepción.
—What do you want, sir? —preguntó la encargada en inglés. El chileno no entendía muy bien, pero hizo lo que pudo para responder.
—My... malet... Equipaje... Mi...
—Luggage?
—Eh... Yes, yes.
La mujer revisó el registro y su mirada adquirió un velo sombrío.
—Excuse me, sir... but we receive a call...
Tratando de hacerse entender, la recepcionista le explicó a Horacio que recibió una llamada en la que le informaron que habían pedido de vuelta el dinero del pago por el cuarto, así que retuvieron su equipaje como compensación. Lo mismo ocurrió con los otros doce portadores de piedras.
—No puede ser... —dijo para sí—. ¡Ey! ¡Oigan todos! —llamó a los demás. Después les contó lo que le comentaron, más o menos.
—... O sea... ¿qué ahora estamos sin nada? —preguntó Iván.
—¿Cómo vamos a volver a casa? —se inquietó Damaris.
—Yo puedo volar... —reveló Axel.
—Yo también —lo interrumpió Vladimir.
—..., pero dudo que podamos llevar a tanta gente de una sola vez, en especial a distancias tan lejanas.
—... Atrapados aquí en un país extranjero, sin equipaje, sin guita, sin otro lugar donde hospedarnos... ¿Alguno de ustedes tiene algún conocido o algo así que nos pueda ayudar? No quiero dormir en la calle, a la intemperie, con miedo a los ladrones, los policías, los perros, el frío, la lluvia, los... —Sira hablaba sin parar.
—¡Silencio! ¡Lo que menos necesitamos ahora es a alguien tan parlanchín! —le gritó Eva.
Era obvio quién los había retenido. El punto era cómo iban a reaccionar y, más importante aún, a subsistir.
(...)
En su mansión, Buck Goldstrom veía apesadumbrado los destrozos que provocó el grupo de latinos. Confiaba en que obtendría las piedras sin esfuerzo, pero pecó de ingenuo. Sin embargo, esperaba que con lo realizado en el hotel fueran los mismos portadores los que vinieran a entregarle sus fuentes de poder.
—Ya verán... Todas sus piedras serán parte de mi colección... Es una promesa.
Detrás de ellos, su mayordomo Minion y algunos de sus servidores lo miraban de hito en hito.
Como seguramente ya se percataron, Buck Goldstrom será uno de los antagonistas principales de esta historia. Millonario, fanático de las culturas antiguas, obsesivo, pero definitivamente no tan listo como él cree.
Yendo con esta obra en sí misma, más de una vez me he cuestionado sobre si continuarla o no. El número de visitas es la menor de las razones; tiene que ver más con otras cosas que estoy escribiendo y a las que les he dado prioridad. Sin embargo, por ahora no voy a parar. Creo que todavía me queda un poco de gasolina en el estanque. Eso sí, posiblemente el nuevo capítulo también va a tardar un buen tiempo en salir.
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