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JUJ

Santiago de Chile, 25 de julio de 2012

―¿Vamos a tomar algo después de clases?

―¡Ya!

―¿Me acompañas a comprar una bufanda?

―OK.

―Oye, amor, ¿vamos a la plaza a la salida?

―Sí, vamos.

«Manga de weones ociosos».

El salón de clases de una escuela cualquiera no escaseaba de interacciones entre los alumnos. Los grupos de amigos, y una que otra pareja, conversaban sobre sus planes para ese día y algunos incluso para el fin de semana. Solo un alma contrastaba, un alma que odiaba todo lo que estaba a su alrededor. Lentes de montura delgada, cabello cuidadosamente peinado, siempre con un libro en las manos: ese era Horacio, el alumno más solitario de aquel cuarto medio.

A diferencia de sus locuaces compañeros, Horacio era silencioso y reservado, con poca interacción con los demás. No era que lo hubiesen aislado, eso sí, sino que él lo había decidido voluntariamente hacía muchos años. Sabía que sus compañeros no tenían una buena opinión de él, pero la suya sobre ellos era peor: los consideraba poco menos que pedazos de carne que respiraban, sin reales motivaciones que la mera existencia. Por lo mismo, prefería los libros a cualquier compañía humana. Para él, la vida tenía reglas muy rígidas y no podía ser de otra manera. Cualquiera que no estuviera de acuerdo con sus ideas era considerado un enemigo; pero si bien era muy abierto en cuanto a mostrar su desprecio por los demás, nunca lo hacía levantando la voz o algo por el estilo; lo suyo era la crítica mordaz aunque sutil, prefiriendo guardar sus opiniones más tóxicas para sí mismo.

«Por suerte solo me quedan unos meses más. He tenido que aguantar a estos imbéciles por años. Ya es suficiente», pensaba con odio.

Sus pensamientos se detuvieron en cuanto llegó el profesor.

Las clases transcurrieron lentamente. Más de alguno miraba por la ventana para distraerse o lanzaba bostezos por puro aburrimiento. Horacio no estaba en ese grupo: tomaba apuntes y oía atentamente todo lo que decían; ya les demostraría a aquellos descerebrados quién era el realmente listo en cuanto consiguiera un título y los otros estuvieran pidiendo limosna con un montón de hijos a los que les costaba trabajo mantener, al menos así pensaba.

Al terminar la jornada escolar, Horacio tomó sus cosas y trató de marcharse rápidamente para no seguir en contacto con sus compañeros.

―Miren, el raro Horacio ya se va. Chao, raro ―dijo uno de ellos burlescamente antes de que atravesara la puerta.

―Gracias, yo también deseo estar en tu funeral ―respondió el aludido con una inquietante calma y causando extrañeza e incertidumbre en su condiscípulo. Tras eso, se marchó sin emitir más palabras.

En su trayecto de vuelta a casa, Horacio debía pasar por calles muy concurridas; pero parte del camino incluía algunos sectores donde el tránsito era mucho menor. En uno de ellos fue donde lo vio: alto, vestido con una larga túnica blanca con capucha, aquel sujeto llamaría la atención si estuviese en un sitio con más transeúntes.

«¿Quién será este chiflado? Da igual, haré como que no lo he visto».

El joven trató de pasarlo de largo y continuar su camino como si nada, pero el misterioso personaje le habló en cuanto lo tuvo en frente:

―Oye, tú. Sí, tú, el que trata de hacerse el tonto. Acércate, hay algo que quiero mostrarte.

Horacio no le hizo caso; nada más llegar a la esquina, dobló y continuó su andar.

«¿Qué se cree ese imbécil para hablarme de esa manera? Ni siquiera sé quién es».

―Es de mala educación ignorar a las personas cuando te están hablando, ¿lo sabías?

―¡Pero qué...!

Para sorpresa de Horacio, el extraño con túnica estaba parado frente a él.

―¡¿Cómo?! ¡Digo, yo...! ¡Yo te dejé...! ¡¿Qué weá hiciste para aparecer así?! ¡¿Acaso eres mago?!

―¿Mago? Bueno, piénsalo así si quieres.

El muchacho no entendía nada.

―¿Sabes? No mentía cuando te dije que tenía algo que mostrarte. Anda, acércate, sin miedo.

Como Horacio no hacía ademán de aproximarse, fue el hombre misterioso el que lo hizo por él.

―¿Qué te parece esto? Bonito, ¿cierto? ―dijo mientras le enseñaba un curioso objeto, una pequeña piedra café de forma redonda con un escorpión grabado en ella.

―No tengo tiempo para los desvaríos de un loco. Ahora aléjate de...

El muchacho le echó una mirada más detallada a la piedra; algo le llamaba la atención de ella. No sabía qué, pero la atracción que ejercía era poderosa.

―¿Qué es esta cosa?

―Esto es lo que tenía que mostrarte. Sientes curiosidad, ¿no? Para tu información, este pequeño objeto entre mis dedos puede hacer cosas sorprendentes en manos de la persona correcta; y por lo que veo, tú eres esa persona.

Horacio se debatía entre el deseo de tener la piedra en su poder y el de mandar a la mierda a su misterioso interlocutor. Para él, todo lo que este decía era una sarta de sinsentidos que no entendía para nada; pero había algo, algo inexplicable que le decía que una verdad se escondía entre las palabras del sujeto.

―Un momento. Antes de decir cualquier tontera, necesito revisar esa esfera ―dijo con suspicacia.

―Claro, claro. Toma. Revísala cuanto quieras.

Aunque Horacio seguía sin confiar en el encapuchado, estaba muy interesado en la piedra. Movido por la curiosidad, extendió la mano y recibió el raro objeto esférico; se sorprendió al ver que era más pesado de lo que aparentaba. También pudo apreciar con más detalle el escorpión tallado: parecía haber sido hecho en una época anterior a la llegada de los españoles.

―¿Cómo puede ser que...? ¡¿QUÉ CHUCHA...?!

Lo que ocurrió después estaba más allá de los límites de su imaginación y lo obligó a gritar aquella vulgaridad: la piedra comenzó a ser absorbida por su mano derecha, para su sorpresa y espanto. Horacio se sintió dentro de una película de terror por la grotesca escena; y el punzante dolor que sentía en su carne ayudaba a que se imaginara un escenario así. Unos minutos después, la piedra reapareció en el dorso de su mano. El escorpión se distinguía claramente.

―¡¿QUÉ...?! ¡¿QUÉ ACABA DE PASAR?!

―Considérate afortunado. La piedra Dzec te ha elegido como su portador.

―¿Piedra Dzec?

―Me ahorraré los detalles sobre su origen, pero puedo decirte que ahora posees los poderes de un escorpión.

―Un momento, un momento, ¿cómo es eso de los poderes de un escorpión? Ya las cosas se están poniendo demasiado raras, ¿y ahora me sales con esto?

―Pues no he dicho nada que no sea verdad.

―Suficiente. Demasiadas estupideces para un solo día. Voy a arrancarme esta cosa.

Horacio intentó desprenderse la piedra de su mano. No tuvo éxito.

―Ah, por cierto, te sugiero que no intentes quitarte la piedra... a menos que desees una muerte prematura.

―¡¿Qué dijiste?!

―Esa piedra ahora es parte de tu esencia. Cuando tu cuerpo la absorbió, una porción de tu alma se fusionó con ella de forma permanente. Si la piedra llega a dañarse o si se desprendiera de tu cuerpo..., morirás.

El joven guardó un incómodo silencio. El tono usado fue tan convincente que no le quedó más opción que creer todo.

―No hay mal que por bien no venga. Como te dije antes, esa piedra te ha otorgado los poderes del escorpión. ¿Qué cosas puedes hacer ahora? Deberás descubrirlo tú mismo.

―... Y dime... ¿Qué pretendes con esto? ¿Acaso convertirme en un superhéroe, un fenómeno o algo por el estilo? ―preguntó Horacio en un tono pausado pero duro.

―Considérame un buen samaritano. Lo que hagas con tus poderes, eso depende de ti. ¿Quieres convertirte en un superhéroe? Hazlo. ¿Quieres robar un banco? Hazlo. ¿Quieres matar a alguien que te desagrada? Hazlo. Lo importante aquí es que uses los poderes que acabas de ganar, no la manera en que los uses ―dijo el extraño mientras pasaba por el lado del muchacho para quedar a sus espaldas.

―Pero... ―habló volteándose―. ¿Eh? ¿Adónde se fue?

El encapuchado ya no se encontraba en el lugar, para sorpresa de Horacio.

«Y ahora tengo que llevar esta cosa», pensó mientras miraba el dorso de su mano derecha.

Con más preguntas que respuestas, retomó su camino. No le quedó más alternativa que ocultar la mano en el bolsillo.

(...)

Horacio llegó a su casa y la encontró como casi todos los días: totalmente vacía. Sus padres rara vez estaban ahí, y a decir verdad, la relación con él era prácticamente inexistente. Por lo mismo, el joven se consideraba una persona totalmente solitaria, cosa que en realidad le daba absolutamente igual.

«Menos mal no tendré que dar explicaciones por esto».

Su encuentro con el extraño lo había alterado como nunca en su vida. Siempre estuvo orgulloso de su calma y su lengua ácida, pero con aquel sujeto se sintió fuera de lugar. No se permitiría volver a pasar por lo mismo nunca más.

«Y ahora supuestamente tengo poderes de escorpión. ¿Qué quiso decir con eso? ¿Acaso puedo envenenar? ¿Usar pinzas? Ese weón no fue claro. Como sea, tengo que estudiar para mañana, algo que los imbéciles de mis compañeros de seguro no hacen».

El día siguiente de seguro sería difícil.

(...)

―Miren, ya llegó Horacio el raro.

Horacio se hacía presente en la sala de clases. Para cubrir la piedra Dzec en su diestra, usaba un guante de lana negro.

―Dime, ¿de nuevo vas a ir al rincón a agarrarte a un libro, weón anormal?

El chico pasó por el lado de su compañero insolente, dándole un fuerte toque con su índice enguantado en el estómago. Casi de inmediato, el antipático cayó al suelo como fulminado mientras su cuerpo comenzaba a contraerse y paralizarse.

―¡AGHHH! ¡AGHHH!

―¿Alguien más va a hablar? ―preguntó Horacio en un tono sumamente calmado. Su fría mirada, eso sí, era aterradora―. ¿Alguien va a hacerlo?

Solo recibió negaciones con la cabeza de alumnos asustados.

―Muy bien, entonces guarden absoluto silencio. Si me llego a enterar de que a alguno de ustedes se le cayó el cassette, le pasará exactamente lo mismo que al aweonao en el suelo.

Dicho eso, Horacio se sentó en su puesto como si nada.

«Si se muere o no, no es asunto mío. Creo que terminaré disfrutando este poder», pensó.


Esta historia continuará dependiendo de la respuesta de los lectores.

Aclaración de chilenismos: "Weón" y "aweonao" son insultos. En otros contextos, sin embargo, "weón" puede referirse a una persona cualquiera o a un amigo, sin ningún ánimo de ofender.

Cuarto medio es el último año de escuela.

Cuando se habló de "agarrarse a un libro", había una connotación sexual detrás. En otros países sería "cogerse a un libro".

"Se le cayó el cassette": Hablar de algo de lo que no debería.

Ojalá les haya gustado esto.

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