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La canción de la Hafvine


El joven y su comitiva cabalgaron toda la noche. Los caballos estaban agotados y sus lenguas cubiertas de saliva blanca y seca. Habían forzado las bestias al punto de la muerte, pero por la bruja capturada valía la pena perder toda una cuadra.

Llegaron a la villa cuando la luna marcaba su camino al zenit. Asomándose curiosa entre las nubes, dejaba rastros plateados en el cielo, vestía de luz el camino a sus pies y dejaba un recuerdo sobre cada cresta de ola del Mar del Norte.

Las pocas antorchas al centro de la villa, aquellas que ardían mojadas en grasa con el propósito de ahuyentar los lobos en albores de invierno estaban casi extinguidas. Quienes se encargaban de avivarlas abandonaron sus puestos, cerrando sus ventanas al llamado de una brisa nostálgica que se levantaba de las aguas y a todos recordaba una edda de tristes augurios.

Había solo una persona esperando por la tropa de jinetes: un pescador. El hombre era lo suficientemente viejo para arriesgarse contra la voluntad de dioses y hombres siempre y cuando se le pagara con buena moneda. Por lo visto, el joven le había llegado a su precio.

—¿Consiguieron una vidente? — El pescador les preguntó con tal de dar inicio a la conversación. Estaba cansado de esperar. Por seis horas sus brazos lucharon con la criatura entre las redes. El hombre había sido cuidadoso de no matarla, más bien entre ida y venida de las olas se encargaba de silenciarla. Después de todo, cada vez que la maldita criatura abría su boca, su canción le erizaba la piel, provocando que una gruesa lágrima resbalara por su cuarteada mejilla.

—¿Qué es una lectura sin una buena bruja?

El joven hizo un gesto a uno de sus jinetes, quien procedió a bajar a la mujer apresada entre cuerdas. Brindar ayuda era una frase incongruente; la mujer era su prisionera sin lugar a equivocarse. La sacerdotisa era ligera, frágil de huesos como una avecilla. Los pies de la mujer estaban descalzos y heridos por la huida. Sus ropas eran a penas harapos que se mantenían juntos con tiras de cuero. Cabello rojizo, la marca de una sibila desde vientre de madre, cubría la mitad de su rostro. Su cara se había reducido a ser solo un marco para unos ojos grises presa del terror.

—Nada de que temer —el jinete le comentó  mientras  cortaba las ataduras de sus manos —.Jostein es el hijo de un jarl, atado al honor de generaciones de jefes de clanes. Será generoso contigo si le haces un buen servicio. Solo debes cooperar.

—No es a hombres a quien temo— respondió la pelirroja —.Me hace temblar la idea de airar a los dioses.

El jinete guardó silencio y el hombre a quien llamaban Jostein se acercó a ella, tomando su rostro entre sus manos y echando a un lado el molesto cabello, para verla completamente.

—¿Cuál es tu nombre? No pienso pasar la noche llamándote Roja.

—Sissel.

—Bien entonces, Sissel. Que nada te preocupe. Quedas hoy libre de cualquier otro servicio. Estas son mis tierras y las de mis ancestros y tú, sin clan ni parentela, a voluntad de los dioses, ahora eres mía. Harás por mí lo que te pida. 

Los clanes no estaban en guerra y el joven no estaba en derecho de reclamar aquello que se ganaba a fuerza del hierro en la espada, pero Sissel supo no contender. Era apenas una muchacha, pero ya había  visto hombres los cuales se creían suficientemente fuertes para alcanzar Valhalla por su propio pie, sin la ayuda de aladas valkirias.  Generaciones de las mujeres de su casa habían visto a necios subir y caer, más las llamadas Brujas sin Tierra permanecían, pues sabían cuando actuar y más que nada, cuando callar. Solo se limitó a decir "Muéstrame entonces".

El pescador levantó el cuerpo  atrapado entre las redes, acomodándolo sobre el tablado del muelle. Se trataba de una criatura sobre la cual Sissel solo había escuchado historias. Ni las premoniciones que hablaban a lo profundo de sus sueños,  ni la fe que sostenía sus pasos eran suficientemente fuertes o profundas para sustentar lo que veían sus ojos.

Se trataba de una criatura de perfecta simetría, con un rostro que hablaba de las bendiciones de los dioses. Le coronaba un cabello trenzado en patrones que se guardaban solo para la nobleza, como si no fuera suficiente el llamativo platinado de sus hebras, suficientemente largas para cubrir sus pechos desnudos. Suyos eran planos y curvas de un cuerpo de mujer y suave era la piel que engañaba imitando el blanco puro del mármol. Lo que parecían ser un par de cortes profundos a ras del cuello se extendían hasta detrás de sus orejas, demostrando ser agallas. Carecía de piernas para sostener su hermoso cuerpo. Desde el alto de su cintura se esparcían delicadas escamas en tonos de suave ametista, que se hacían más oscuras según se escurrían por el largo de su cuerpo  hasta llegar a terminar en una aleta caudal. Los ojos de la doncella de mar estaban cerrados por la inconciencia, pero a Sissel no se le hizo difícil imaginar que serían del suave azul del hielo milenario.

—¡Se trata de una havfine, mi señor! ¡Una sirena! Debe ser devuelta a las aguas. Se dice que conviene a aquellos que habitan en la tierra recibir sus dones sin requerir nada de ella. No tenemos derecho a cuestionar a aquellos que vieron la vida emerger del océano y atestiguaron el nacer de los dioses. Es una maldad mantenerla fuera de su elemento. Además, su lenguaje no es el de los hombres. No pudiera cruzar palabra con ella ni aunque esa fuera mi intención. Le ruego, ¡libérela!

Jostein se permitió divagar, pensativo, mientras acariciaba la empuñadura de hueso de su navaja.

—¿Qué te enseñaron tus maestros, Sissel? ¿Qué aprendiste de las valas que vagan por los caminos y los profetas atados a sus tiendas? ¿Es cierto lo que dicen? He escuchado que las sirenas pueden ver el futuro de hombres y de dioses.

—Desde aquí hasta el Ragnarok, pero... ¿Vale la pena?

—¡Por supuesto que sí!

Nadie pudo detenerle. Con un movimiento inesperado, Jostein se subió sobre el cuerpo inconsciente de la sirena, apresándola entre sus muslos. Con toda destreza, acostumbrado al uso de la navaja, enterró el hierro bajo el esternón de la sirena y le abrió un surco a filo de hierro desde el pecho hasta el ombligo.

La bruja gritó por misericordia. El pescador maldijo entre dientes y escupió bilis amarga sobre el muelle.

La criatura abrió los ojos, obligada por el dolor. No eran del claro del hielo como Sissel imaginó, su mirada era oscura, carente, como lugares que el sol no ha visitado jamás.  La doncella de aguas continuaba agitando su cuerpo, gritando de manera desgarradora, tratando de escapar el peso del hombre que le anclaba al suelo mientras Jostein continuaba su perverso trabajo. Sus ojos se deshicieron en lágrimas que rodaban dejando rastros de azul sobre su piel herida. Las historias probaron ser ciertas, el sufrir de una sirena se transforma en piedras preciosas.

  —No hay necesidad de intercambiar palabras, bruja. Si eres tan buena en tu oficio, de seguro sabrás leer entrañas.

La pelirroja nunca antes había visto a alguien con tanto deseo de saber como para darle rienda suelta a la crueldad de tal manera. Siendo prisionera, no tuvo más remedio que hacerse cómplice de tal locura. Sus ojos danzaban nerviosos sobre sangre y víscera, la cual se movía junto con el respirar  aterrado de la sirena. Mientras adivinaba suertes, sus dejos se entrelazaban en la cabellera de la havfine, buscando darle consuelo. Pretendía decirle, con cada caricia, no concebí que esta noche alguien terminara sufriendo injuria más grande que la mía.

—Solo veo lo mismo una y otra vez. Una profecía, tal vez una maldición... Uno debes a la tierra y otro pagarás al mar. Tiempo habrá de arrepentirse, de remendar y de amar hasta que un día, uno de los dos su vida ha de entregar... Me temo, mi lord, ambos hemos quedado anotados en el libro de los dioses.

La mirada de la bruja se encontró con la de Jostein. Desde sus adentros, una criatura en agonía clamaba por justicia y uno de los dos pagaría por el salvajismo de esa noche. En poco tiempo, el rostro del joven desechó su máscara impasible. Poseído por la rabia, Jostein pateó el cuerpo inmóvil de la havfine, haciéndola precipitarse hasta el agua. Bajo la luz de la luna su cuerpo arrastrado por las aguas, el cabello revuelto y el ángulo imposible de sus coyunturas rotas le hacían ver como una flor bañada en carmesí, perdiéndose, oleada tras oleada en silencio y oscuridad.

—¡Un maldito acertijo inservible! — Protestó el hijo del jarl —.Pero tú... — Escupió con desprecio antes de continuar sus maldiciones. Sin la mínima consideración empujó la navaja todavía mojada de sangre y sal contra la piel de Sissel, provocándole un corte pequeño, pero profundo —.Tú has de quedarte cerca. Si a alguien le toca morir por tan mísero augurio, te aseguro, no he de ser yo.

Giró sobre sus talones y la dejó allí, en el muelle. Los jinetes tomaron montura y trotaron a sus puestos en la salida de la villa. Era una manera sencilla de hacerle saber a Sissel que para ella no habría escapatoria. Jostein la reclamaba como esclava.

—Recoge lo que ha quedado en el muelle,
muchacha. —En medio de su desesperación, la bruja había pasado por alto que no todos se marcharon. El pescador continuaba allí, oculto entre las
sombras —.Recoge las lágrimas de la havfine y escucha.

Todo lo que había llorado la sirena se había transformado en delicadas piedras de aguamarina que quedaron incrustadas en las tablas del muelle.

—Debes guardar esas piedras como algo sagrado y algún día te han de salvar de un problema. 

Sissel dobló sus rodillas y desincrustó las piedras. Una tras otra, sostuvo en sus manos dolor convertido en gemas. Un trueno hizo despliegue de luz en la distancia, pero fue más un exhalar nostálgico que el anuncio de una tormenta. Al tornar su vista, la bruja atestiguó como la luz transmutaba el rostro del hombre de pie a su lado.

Ya no era un anciano, en su lugar había un hombre alto y fornido de barba dorada y abundante y larga melena. Vestido de piles curtidas, un amplio ensanchado de cuero cruzaba el ancho de su espalda y daba vuelta a su cintura para terminar en una hebilla de metal de donde pendía un pesado martillo de guerra que descansaba contra su muslo.

—¿Quién eres? — Su voz entrecortada y la debilidad en sus rodillas le provocaron arrojarse, dando con la frente en el suelo, temerosa de recibir una respuesta.

—Soy un dios tan tonto como eres tú una buena mujer. Aposté con Ran, la diosa que gobierna sobre las nueve inmensas olas del océano, que esta villa, que tanto ha recibido del mar, pagaría con bondad la visita de una havfine. Ahora, yo he perdido un barril de hidromiel, pero en lo tocante a esta villa... no hay tierra suficiente a donde huir a esconderse de la ira de las aguas.

—¿Y qué de la sirena? ¿Murió a consecuencia de una apuesta entre dioses? ¿Cargó de forma injusta la deslealtad de los hombres?

—No. Las havfines son eternas. Esta ha vivido en el fiordo por incontables eras. Su alegría era pretender conocer el mundo anclado, como solía llamarle. Supongo que con el tiempo, también empeñó su corazón, pues se profesaba enamorada del hijo de jarl desde la distancia. Se prestó gozosa, confiando en la buena voluntad de los mortales. Debió haber estado tan sorprendida como yo al encontrar su apuesta perdida ante el filo de una navaja. Pero no te preocupes por ella. Estará bien.

Otro resplandor de luz en la distancia y la aparición se deshizo ante sus ojos.

Sissel vivió para guardar el secreto, pero sus días quedaron atados a aquella villa.

El invierno se presentó implacable y el hielo encontró su camino hasta las embarcaciones salvaguardadas tierra adentro. La helada resquebrajó el fondo de los botes, rindiéndoles inservibles. Cuando los vientos calmaron y cesaron las nieves, aquellos que se aventuraron en esas aguas grises encontraron que los peces se habían retirado y no había nada para sustentarles. La primavera les encontró carente de recursos y al borde de la desesperación, pues al llover, las aguas que se esparcían sobre la tierra eran saladas, matando las semillas antes de germinar.

El padre de Jostein, jarl de esas tierras, quien no había dado cabida a la idea de hacerse  a la mar hacia el oeste, se encontró a si mismo envuelto en dicha empresa. Se comprometió a aportar un par de drakkars y a legar más hombres de lo que se consideraba justo con tal de hacerse parte de una incursión. No temían a la batalla, pero habían sido granjeros y pescadores por tanto tiempo que sus manos estaban más a gusto empuñando un arado o lanzando una red que cargando una espada. Determinados a sobrevivir, hierro y sangre volvieron a enarbolarse como sus estandartes.

Nadie estaba más determinado a unirse a la aventura que Jostein, pero también a él le tocó lo que consideraba mala suerte. Su padre determinó que ante un futuro incierto, el joven se quedaría atrás, guardando su heredad. Legado del que su hijo renegaba, pues se encontró siendo guarda sobre viejos y niños, sus sueños de gloria amenazados por el hambre.

Pasaron los meses y  el joven probó su valor, si no en el campo de batalla, en los negocios. Sobrevivieron intercambiando bienes, como mercaderes de telas y curtidos hasta que saciaron sus estómagos y la incertidumbre de la muerte se alejó de la villa.  Justo cuando las cosas aparentaban haber mejorado, velas verdes del estandarte de su padre volvieron a puerto con terribles noticias.

El jarl había muerto en tierras lejanas, a orillas de la rivera cenagosa del río Siena. A pesar de que los hombres lucharon por recuperarle, los  de tierras Francas superaron a los hijos del Norte y reclamaron cuerpo y alma de su Señor. Sus restos fueron sin lugar arrojados a una fosa donde su recuerdo se perdió entre los de tantos otros hombres y ni una invocación se pronunció en su memoria. Mientras escuchaba el relato de la muerte de su padre, Jostein recordó que debía uno a la tierra. Recordó a la bruja en su poder y envió por ella. Sissel no pudo ofrecer otro consuelo que elevar una oración, pidiendo que los inocentes de su culpa compartida pudiesen ganar entrada a Valhalla.  

La muerte del padre pareció traer consigo la consolidación del hijo. Libre de las posturas del antiguo jarl, Jostein se entregó por completo a los ministerios de la guerra. Apostó su heredad, poniendo sus tierras y sus gentes al servicio de reyes y otros jefes de clan, jugando con sus vidas como quien lanza una suerte.

Entre pérdida y ganancia se hizo un nombre como hombre de armas. De carácter contrario a su padre, era joven y arriesgado. Su lengua y su espada siempre estaban al servicio del mejor postor. Su notoriedad y poder fue acrecentando en las tierras del norte y tras probarse a sí mismo en  su propio suelo y allende el mar, a sus manos llegó una ansiada carta con el sello real de Reyjavik. El monarca de aquellas tierras prometía la mano de una princesa de casa noble y junto con ella, la recompensa digna de un guerrero.  

Era una mujer de extraña belleza, la doncella Arja. El negro del cuervo relucía en sus cabellos y sus ojos eran el verde de boscaje espeso. Llegó a la villa una mañana de otoño, su barca rasgó la bruma que se levantaba sobre las aguas bajo el peso de una dote que bien podía ser el rescate de un  rey.

En el día de sus nupcias, antes de concretar su unión ante los dioses, a Sissel se le ordenó que augurara sobre el futuro de la pareja. Giro tras giro de las runas, las piedras permanecían silentes, pero Sissel era una buena bruja y simplemente dijo todo aquello que Jostein ambicionaba escuchar.

Sissel habló de magnificencia, cuando la villa aún sufría y solo las arcas del joven jarl parecían rebosar de oro. Habló de bendiciones y prosperidad cuando a todos constaba que en el fiordo y más allá, las aguas seguían carentes de fruto y no había en sus mesas pescado para salar y ahumar, que no llegara de manos de otros y a precios exorbitantes. La llegada de hijos salió de sus labios como una promesa, a pesar de que en sus adentros la bruja deseaba que la semilla de Jostein no viera luz del día.  

Pero la fortuna a todos llega bajo el disfraz de curiosas circunstancias. Arja se interesó en Sissel y la declaró su protegida, permitiéndole pasar a ser de poco más que una esclava a dama de compañía. Los años pasaron y la esposa de jarl probó ser una amiga, la bruja aceptó su caridad, pero siempre permaneciendo vigilante. El jarl,  a pesar de ser fuerte y atractivo y en cierto grado haber alcanzado algo de paz en su vida, seguía estando podrido en sus adentros.

Cuando los dioses determinaron que recibirían la bendición de un hijo, Arja volvió a consultar con Sissel.

—¿Piensas que mi esposo me ama? ¿Será que siente por este hijo? — Preguntó consternada mientras acariciaba su vientre —.Sé que me honra con su cuerpo y me atrevería decir que a veces se confiesa esclavo del deseo que siente por mí, pero no puedo evitar pensar que entre nosotros hay un vacío insalvable, un silencio que invita a las preguntas.

—No está en mí dar respuestas —, le dejó saber la bruja. 

—Lo sé. Entonces déjame plantear una interrogante que puedas entretener. ¿Qué piensas de las oportunidades tomadas y los riegos adquiridos? Un niño por ejemplo, es la oportunidad de un comienzo. ¿No crees?

Pensativa la bruja le hizo saber: —Creo que la oportunidad es un regalo a los sabios y una pérdida de tiempo para el necio.

El pasar de los meses provocó que Sissel revocara las palabras amargas que cruzaron su mente ante la idea de un hijo para la pareja. Los hijos aprenden de sus madres y Arja parecía justa y centrada. Se arriesgó a darse la oportunidad de avistar el futuro con esperanza.

El jarl y su esposa tuvieron un hijo. Uno que otro en la villa rumoraba que el niño había nacido enfermizo. Pero un hijo es un milagro para una madre y Arja solo veía perfección en Hawel. Su padre, sin embargo, maldijo en secreto a la criatura desde el día que se asomó desde el vientre de su madre. Había algo en el color de sus ojos, como nubes cargadas de lluvia y  el armiño de su cabello que destellaba casi plateado bajo el sol de mediodía que le recordaba pecados ocultos.

En nada ayudó que el niño profesaba amor y compromiso con las aguas. En cuanto aprendió a remar, Hawel empezó a dejar de lado todos los demás afanes para dirigirse a la desembocadura del fiordo. Allí pasaba horas, contemplando el vaivén de las olas, sintiendo la suave caricia del agua salada que mecía su embarcación. Cuando su padre le llamó delante si para reganarle por su pérdida de tiempo Hawel le dejo saber que no era tal cosa.

—No dejo escapar nada entre mis manos, padre. Simplemente escucho. Presto atención a las voces del abismo. Ellas cuentan historias de días cuando la guerra no era nuestro único oficio. Cuentan de hombres que amaban y respetaban el mar y en cambio recibían recompensa de acuerdo a sus devociones. Cuando les pregunto qué hicimos para faltar a su misericordia, solo responden que debemos uno al mar, que debemos reponer lo que les fue quitado.

Jostein escuchó o suficiente. Era hora de convocar a la bruja.

—¡Vas a levantar este hechizo! Mi hijo no va a ser siervo de la voluntad de las aguas, no cuando yo nos libré de ese yugo. Por mi voluntad, libré esa maldición hace años. ¡Lo juro bruja, pagarás con tu vida si no encuentras un remedio!

Sissel seguía siendo ligera como un ave. La mano de Jostein era suficiente para hacer presión sobre su cuello y dejarla sin aire. La mujer sabía que el jarl   había perdido el sentido y enterrar sus uñas en la muñeca del hombre no era suficiente.

—¿Qué haces, esposo? ¿Te has vuelto loco? ¿Es así como tratas a un conducto de los dioses? — Arja entró al salón de manera apresurada, justo cuando Jostein se disponía a continuar violentando a la mujer. La esposa del jarl estaba mojada de pies a cabeza. Una lluvia inesperada se precipitaba sobre la villa y truenos en la distancia hablaban de que el  mal tiempo se extendería con arranques violentos de viento y centellas. El suave lila de las telas que vestía abrazaba cada curva de su cuerpo. El amatista encasillando sus piernas solo trajo recuerdos perturbadores a su esposo.

—¡Este no es tu asunto, Arja!

—Puede que no lo sea, pero si te interesa tu único hijo, entonces ven conmigo. Hawel está en las afueras del fiordo y si el viento tiene algo que decir  sobre este asunto, su vida peligra.

Sus ojos se cuajaron de lágrimas. Durante doce años Arja pudo vivir con la incertidumbre del amor, sin la seguridad de los verdaderos sentimientos de su esposo, pero le destruiría pensar que Jostein no sentía nada por su hijo.

—¡Maldito muchacho! Voy a sacarle de eso bote si tan solo para descargarle encima la furia.

Dejó caer a la bruja al suelo, quien tras recuperase, corrió siguiéndoles, preocupada por el niño. Se allegaron los tres al muelle y allí vieron al muchachito forcejeando contra la inminente tempestad, tratando de llegar a tierra firme. Lo logró, dejando el bote atrás sin cuido de amarrarlo se lanzó de la embarcación a la orilla para fundirse en un abrazo con su madre. Puede que fuera el susto de un baile con la muerte, pero Sissel no pudo evitar notar que la piel de Hawel parecía extremadamente pálida; mármol infundido con plata.

—Ellos dicen que es tiempo madre. Me debo a las aguas.

Arja tocó la frente de su hijo con un beso suave y se tornó hacia su esposo.

—¿Hay algo que quieras decir? Te ruego. ¿Algo que pueda detener este juicio?

Él se mantuvo en silencio, con una negativa firme mientras frente a ellos el mar rugía y estallaba con tal violencia que sin lugar a dudas pronto despertarían hasta los monstruos que  dormían en el abismo.

—Si no has de confesar entonces lo haré yo. —Sissel se miró a su señor de manera desafiante —.Pagamos con maldad la bondad de los dioses, agrediendo a una havfine para ganancia propia. Eso provocó que los peces se fueran del fiordo y nos lanzó sin manera de suerte al negocio de la guerra y ni entregando vidas en batalla por los Aesir hemos conseguido remedio. Tu padre, tus hombres, tu conciencia, Jostein, han sido marcadas por semejante barbarie. Es tiempo... ¡Si alguien escucha, por favor, ruego que nos libre de este pecado!

La bruja al fin se atrevió a pronunciar la oración que había estado guardando en su pecho por años. 

Arja escuchó a la bruja, pero se dirigió a su esposo.

— Por trece años intercedí por una causa perdida. Solo para ver como permites que ella cargue sola con el pecado de aquella noche. Prefieres ver a todos los inocentes de  tu ambición caer abatidos antes de confesarte también culpable. Dos veces tocó el amor a tu puerta, la primera, de lejos y callado y la segunda, dejando el orgullo atrás, volvió para verte redimido, pero ahora, nada queda. Riquezas llegaron a tus manos, y poder, pero todo es pasajero. ¿Qué tendrás cuando tu gente te odie y la carne de tu carne te abandone? La maldición nunca salió de mis labios, te di una oportunidad de trazar tu suerte aun cuando el filo de tu navaja hacia estragos en mi piel. Después de todo y eso aun te amaba. Estúpida que fui. Pero mi plazo y el tuyo se han cumplido y ahora debemos devolver al mar lo que a este pertenece.

Arja abrazó a su hijo y Hawel confió en ella aun cuando su madre levantaba una navaja y hundiéndola en su cuello. Cortó diagonalmente hasta llegar la base de la oreja. La sangre corrió, para luego calmarse mientras la piel cortada se conformaba en branquias.

Antes de que Jostein pudiese proferir palabra, el jovencito saltó al agua.

La mujer comenzó a recuperar su verdadera forma, su piel fría adquirió el color del mármol y sus manos se desformaron creciendo membranas que entrelazaban sus dedos, mientras sus uñas se convertían en cortas, pero potentes garras.

—¡Ciego! — determinó, mientras su melodiosa voz ataba a Jostein al suelo. El hombre no pudo moverse cuando ella, apretando sus pulgares hasta reventar sus ojos, le quitó la vista. Arrastró a su esposo hay la orilla del muelle y arrojó su cuerpo a la incertidumbre de las aguas.

—Está es mi ofrenda, a cambio de mi regreso en paz y el perdón de la humanidad en mi hijo. El no escogió quien le engendrase.

Criaturas nacidas de la profundidad del caos de las aguas, hasta entonces sumidas en el silencio se asomaron a tomar su ofrenda. El cielo detuvo el estruendo de los truenos y el mar quedó tranquilo, mientras Sissel, atestiguaba cosas que ojos humanos no debieron ver, entre gritos de dolor y crujir de huesos.

El hijo de la dama de mar fue recibido y la bruja vio su cuerpo completamente transformado aferrarse a su madre en un abrazo, aceptando por completo lo que los dioses habían determinado sería su destino.

—La villa queda absuelta, el pecado es solo del
jarl.— La sentencia de la havfine traía un tono musical que hacia danzar al viento, su voz era una canción enamorada de la muerte —.La bruja es inocente y  queda bajo al protección de los Aesir.

Madre e hijo se hicieron hacia las profundidades.

Se dice que las lágrimas de las havfines conceden deseos. Sissel era ahora tan sabia como una vez había sido joven. Entendió que no debía pedir para sí misma. Una tras otra, devolvió las piedras al mar. Los peces volvieron al fiordo en incontables cardúmenes, saltando a las redes.

La villa fue expiada de sus pecados de omisión y la vidente fue venerada y amada por el resto de sus días. Aquellos que siguieron los pasos de Jostein siempre tuvieron el cuidado de reconocer que el verdadero jarl de la villa era el hijo de una princesa del abismo. Cuidadosos, siempre al hacerse al mar, escuchaban su consejo, haciendo eco en las canciones de las Havfines.

N/A Esta es una traducción de "The Havfine's Song" una historia de mi autoría en inglés, la cual fue finalista en el concurso "Under the Sea". Auspiciado por Tales of the Deep.

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