El no tan amable señor vampiro
Parte I
El Vampiro
Recuerdo esos días de gloriosa perdición. Era dueño de la insondable oscuridad, dotado de una presencia capaz de alterar los sentidos del más alerta. Mi asomo era el sigiloso preludio a la caída de un rayo. Llegué al pináculo, y en mi orgullo, reclamé como mío el enlutado espacio entre las estrellas. Impunemente regía sobre mis noches, tan atrayente como aterrador. Mataba con libertad, dotado de la licencia artística de un maestro que domina el lienzo pincelada tras pincelada. Pero un día, se cometieron errores irreparables y una hechicera decidió enseñarme mi lugar en el orden de las cosas. Arrancado de la seguridad de mi cuerpo inmortal, mi espíritu quedó preso en un espejo. Para ser honesto, he de admitir que necesitaba una lección, pero reconocer y abdicar de intenciones no es lo mismo. Siempre he sido un bastardo arrogante. Puede que sea esclavo, pero de seguro voy a mantenerme dentro del juego...
El Día de la Foto
— Una vuelta más y listo. La cola de caballo debe ir bien alta.
Estefanía hizo ojitos de disgusto y frunció la nariz. No se trataba de una malacrianza. Al ser a penas una niña no entendía muy bien el concepto de la belleza requiriendo esfuerzo y ya se estaba cansando del asunto. Por suerte, tras la vuelta prometida, su madre finalizó ajustando un lazo púrpura en su peinado y todo quedó listo. Mamita la abrazó fuerte, deteniéndola de su avance y plantó un beso en la corona de su espesa y rubia cabellera. No hace mucho tiempo atrás esa cabecita había estado amoratada, con espacios carentes de cabello que le movieron más de una vez a las lágrimas. Su chiquita valiente no recordaba el asedio de la enfermedad y la madre estaba contenta con no tener que tratar el tema de nuevo. Estefanía, sin embargo, presentía una urgencia tras esos abrazos prolongados de su madre y siempre terminaba dejándose arrullar complaciente, aunque tales cosas le costaran llegar tarde al colegio.
Era día de la foto otoñal, su favorita. Efi no podía contener su emoción. El día anterior había visto parte de la decoración.
— ¡Es todo muy lindo, mami! Hay hojas naranja y marrón forradas de escarcha por todo el piso y una calabaza gigantesca apoyada en unos escalones de fiedra y bloques de heno así de altos — la chiquilla levantó la mano por arriba de su cabeza.
— Estoy segura que los arreglos son encantadores.
— ¡Sí! Oye mami, ¿puedes pasar temprano por mí? ¿Podemos comprar el disfraz de frincesa firata esta tarde?
Mami sonrió, o al menos hizo su mejor intento. Se trataba de esa sonrisa secreta donde sus labios se estiraban pero sus ojos no correspondían con un brillo feliz. Ella no quería que Efi se diera cuenta que ese frenillo no la hacía feliz. Sería demasiado quejarse de una diminuta imperfección en su hermosa, alegre y saludable chiquita.
Un beso, y Estefanía salió corriendo a unirse al resto de su clase de segundo grado, todos vestidos con sus mejores ropas para marcar el cambio de estación.
Una vez adentro, los chiquillos se acomodaron de acuerdo a su grado. Estar en segundo año de primaria implicaba esperar por los desordenados chavalitos del jardín de infantes y los molestos chicos del primer grado antes de tener su turno. Estefanía se sentó en las gradas junto a Laura Andrea, que seguía hablando sin parar del disfraz que se había comprado la noche anterior. Aparentemente el vestir como las chicas de la serie Escuela de Pesadillas exigía al menos tacones de pulgada y media.
— No sé mucho de eso —, Efi ya se estaba desesperada de tanto oír sobre tacones —.Mi mamá no me deja ver programas que den miedo, ni aunque se trate de muñequitos.
Ella nada sabía ni interesaba saber sobre monstruos adolescentes, pero Laura había sido su mejor amiga desde que se mudó al pueblo y una debe siempre escuchar a los amigos, aunque a veces aburran con sus cosas. Así que, cuando el brazalete de Laura se le resbaló de entre las manos por andar distraída jugando, Efi se ofreció a ir a recogerlo. Laura podía seguir calentando las orejas de Roberto, quien parecía estar interesado en todo ese asunto de las caricaturas.
Estefanía era más pequeña que los demás en su clase. No tuvo que bajarse de las gradas, solo se escurrió entre el metal y cayó debajo de la asamblea sin problemas. Estaba más oscuro de lo que esperaba; los chicos sentados bloqueaban la luz y los lados de la gradería estaban cubiertos de metal. Dio un par de pasos tentativos, tratando de enfocar la vista.
— ¿Buscas esto? — Había un chico allí en el claroscuro. Puede que la hubiera visto escurrirse hasta allá abajo o que escuchara el clink, clink del chocar del brazalete de Laura al rebotar contra el metal. Quién sabe. Era un chico grande y su mami siempre le advirtió guardar distancia de los extraños.
— ¡Te conozco! — Exclamó aliviada —.Eres Martín, el hijo de la señora Férez. Tu mami hace las mejores manzanas acarameladas. Son dulces y agrias y se pegan al cielo de la boca, tienen almendras y...
— En efecto — respondió el joven —.Bueno, para ser exactos soy el nieto de la señora Pérez y muy cierto, sus manzanas son las mejores. Me imagino que este brazalete es tuyo.
— ¡Gracias! Bueno, no es mío es de Laura. Es su favorito. Yo estaba cansada de escuchar su cuento y luego lo perdió y yo le dije que...
— Creo que entiendo cómo va la cosa — cortó el joven. Martín le regresó el brazalete y tomándola gentilmente por el brazo la llevó de vuelta al gimnasio, donde la maestra ya había notado su ausencia.
— ¡Gracias, Martín! — La señorita Rivera estaba un poco molesta y algo azorada. Se había retirado para contestar una llamada solo por un minuto cuando Estefanía se le perdió de vista. Una estudiante perdida durante esos primeros noventa días de prueba en el colegio podían ponerla de patitas en la calle.
Estefanía se disculpó, aunque no entendía la razón para hacerlo. Luego volvió apresurada junto a Laura y compañía. A ella le caía muy bien la señora Férez, pero Martín, bueno... sus manos eran frías y pegajosas y al igual que mami sonreía sin enseñar los dientes. Excepto que, Martín siempre lograba verse algo cruel donde mami solo se proyectaba triste. Eso sin contar que el chico estaba impregnado con un olor extraño, como a hojas muertas y mojadas. El joven recibió el agradecimiento de la maestra por traerla de vuelta, pero la misma no se percató que el frenillo de Estefanía se hizo más evidente frente al joven; algo que podía achacársele a los nervios. La niña pensó quejarse de que Martín le provocó dolor de cabeza y hasta molestia en los dientes. Pero, ¿para qué? Volvió junto a sus amigos y sus charlas pendientes.
Momentos después, un atento fotógrafo llamó su nombre y Estefanía le entregó un boletito amarillo con la oferta de la foto que habría de tomarse. Efie posó recostada sobre una escalera de madera que se apoyaba junto a una calabaza gigantesca con triángulos por ojos y una sonrisa pintada en negro. La tarde se le convirtió en un retrato maravilloso y en un abrir y cerrar de ojos, Martín quedó en el olvido.
La Promesa de un Dulce
Martín odiaba a los niños. Para ser especifico, les despreciaba. El odio, después de todo, requiere de un poco de respeto y él no encontraba como concederles ni un poco a esos pequeños y miserables bastardos.
Su abuela era incapaz de entender. Ella había pasado toda una vida esclavizada ante las demandas de los niños. Paletas, gomas dulces, mazapán y caramelo... el joven había crecido en una prisión cubierta de dulce de la cual, nauseabundo, soñaba con escapar.
Cuando era chico, todos le ignoraban. Esos fueron los mejores días. Más a la larga, los otros chicos no se detuvieron de hacerle la vida imposible al chaval silencioso que guardaba su propio consejo. Le acosaban, haciéndole llorar por horas. Sus días terminaban en el baño de la escuela con la cabeza firme entre sus rodillas y el eco de sus propios sollozos. Una vez llegaba a casa, la señora Pérez le consolaba diciendo:
— Vamos Martín, hazte el fuerte. Los chicos siempre van a ser chicos. Si yo puedo vivir sabiendo que tu madre fue una mujerzuela, ya es hora de que lo superes también. Toma, aquí tienes un dulce.
El joven creció, llegando a la mayoría de edad sin saber diferenciar entre el salado del caramelo y el de las lágrimas.
El tiempo le hizo endurecerse y adaptarse de la manera menos esperada. Supuso que lo que no lo mataba lo haría más malvado, o algo por el estilo. Toda esa rabia e impotencia se fueron cuajando hasta que se descubrió a sí mismo considerando que sucedería si decidiera actuar sobre todo aquello que llevaba por dentro. Pero Martín era débil y un poco cobarde y las resoluciones le tomaron algo de tiempo.
Al momento de comenzar, sabía que tenía que hacerlo con algo pequeño, algo que relacionara con los chicos de la escuela: gordos y amantes del parloteo, siempre juntos en bandadas, dispuestos a insultarle y hacerle daño.
Tumbó a un petirrojo de una rama con una pedrada certera. El pajarillo brincoteó sobre la hierba mojada con cortos pitidos que indicaban dolor. Era de esperarse, con un ala rota.
Pudo haber salvado la avecilla, levantarle del suelo, pedir perdón y enmendar sus errores curando esa ala. Pudo haber hecho un amigo ese día. Siempre hay una oportunidad de dar la vuelta y empezar practicando bondades y misericordia. Pero Martín no conocía tales cosas y por ende, no podía practicar caridades. Ver al pajarillo gorjear por su vida fue largo y engorroso; quebrarle el cuello apenas tomó un segundo. El suave crujido se quedó en su mente, ayudándole a conciliar el sueño en las noches.
No fue suficiente. Siguieron gatitos. Probaron ser más dificultosos por ofrecer resistencia. Sin embargo, las marcas de los arañazos que dejaban en sus brazos y muñecas le recordaban el dolor recibido a manos de otros niños que parecían tan inocentes como esas molestas bolas de pelo.
Lo que aprendió se resumía de la siguiente manera: mientras menos resistencia encontrase, más podía salirse con la suya. Los gatos eran un maldito problema. Una vez su abuela, al ver las marcas de las uñas en su piel, se le ocurrió preguntar.
— ¿Estas acaso cortándote, Martín?
No que la señora pudiese pensar en solucionar el asunto, se conformó con que el muchacho le regalara una negativa de cabeza con los ojos clavados en el suelo. De todas maneras, el nieto concluyó que debía mejorar sus tácticas para evitar interrogantes.
Martín empezó a entretenerse con los perros, pero en lugar de tortura, optó por ofrecerles cortes de carne. En un principio cecina y luego se las arregló para saltarse la carne en la comida y repartir jugosos cortes bien sazonados que encubrieran el sabor algo amargo del cianuro. Pero los vecinos comenzaron a notar las no tan esporádicas muertes de los canes y aquellos que prestan atención, figuran patrones. Mientras su abuela disfrutaba de la bendición de la ignorancia, otros no serían tan despistados.
Pese a los tropiezos, todo resultó de maravilla. Él simplemente se dedicó a elaborar sobre sus pequeños experimentos sin dar margen a distracciones. Una vez intentó tener una novia, pero se le hizo trivial y aburrida. El veía el mundo desde otra perspectiva y nunca sintió el nivel de calentura necesario para variarle al curso. Al final rompieron. Ella le dijo que él era un poco rarito para su gusto y él le contestó que ella nunca pasaría de ser una niñata, que constaba del insulto más elegante que podía proferir. Por un instante pensó en deshacerse de ella, pero estaban en la puerta de la adultez y prontamente aparecerían asuntos que le harían sufrir más que la muerte misma.
Además, si iba a gastar tiempo y esfuerzo en eliminar a alguien de la faz de la tierra, sería sin lugar a dudas a ellos; los pequeños. Martín descubrió que la mala voluntad era proporcional a la juventud: mientras más chicos, más desgraciados. Los niños no eran más que una poco disimulada manifestación de desagradables urgencias primordiales. Era testigo de ello a diario al ayudar a su abuela en la dulcería.
No solo eso, como si fuera una señal, su descubrimiento final llegó una vez comenzó a trabajar de asistente en el estudio fotográfico. Podía ver la podredumbre de estos chiquillos desde adentro, cuando sus caras se asomaban en los rectángulos del filme por revelar. Mientras limpiaba el rollo de película de imperfecciones, no importa que tanta solución echara, la pudrición no podía borrarse. Ver esas caras sonrientes en el claroscuro del negativo, adivinar sus verdaderos y secretos rostros, le hizo alcanzar una determinación final sin remordimientos.
No obstante, Martín seguía siendo un cobarde y mantuvo al ras sus apetitos esperando otras señales. Finalmente, la semana anterior, la suerte le pegó como estocada.
La señora Pérez se retiró a dormir y no despertó. La abuela sufría de un corazón débil, secreto que guardó muy bien por años y ahora resultaba a favor de Martín. Al descubrirla, fría e inmóvil bajo las sabanas que tanto amaba, su nieto la observó impávido. Si algo quedó agradeciéndole fue el tiempo oportuno de su muerte.
El joven cerró la tienda, anunciando que su abuela iba a retirarse de atrás del escaparate por una semana y media para dedicarse a la confección de dulce artesanal para la Noche de Brujas. La gente del pueblo amaba una buena tradición y la dulcera había moldeado y esculpido caramelo y chocolate para regalar a los chicos del vecindario por los últimos treinta años.
El 31 de octubre, la tienda abría a las 8:00 P.M., justo después de que los pequeños terminaban su ronda por el vecindario. Allí terminaba oficialmente la noche de brujas, recibiendo una manzana acaramelada o un cuadro de chocolate de infusión de manos de la señora Pérez.
Martín se alegró de poseer las recetas de la abuela... y una innovadora manera de aplicarlas.
Parte II
Noche de Brujas
— ¡Me encanta! ¡Me queda lindo! — Efi se paró frente al espejo. Su mejor demiplie demostró que de poder, con gusto añadiría bailarina al conjunto de princesa pirata.
— ¿Estás segura de que el parche de brillantes no te va a dar problemas? — Mami miraba el accesorio con algo de duda —.Hace unos minutos te vi tropezar en el pasillo.
— Todo bien, mami. Te freocupas demasiado. Fabes que nada fuede molestarme hoy.
Estefanía trató de ocultar el frenillo, pero se estaba haciendo dolorosamente evidente. Incluso Laura llevaba dos días diciéndole que parara de hablar tan rápido porque no entendía nada de lo que decía. Efi estuvo molesta con ella desde el recreo hasta el almuerzo y luego lo echo al olvido. A veces a la chica se le hacía difícil comprender por qué su madre se sentía tan mal cuando a ella se le enredaban las palabras. Después de todo, ella misma le había explicado que era algo pasajero. Pero nada llovería sobre su parada de Noche de Brujas. Efi tenía una varita mágica forrada en escarcha que encajaba perfectamente en la vaina de una espada y un traje de lentejuelas negras y rosadas que rogaba salir a lucir a la calle.
Salieron a hacer ronda por dulces a eso de las cinco de la tarde, junto con los suficientemente chicos como para no avergonzarse de sostener la mano de sus padres. Estefanía sabía que habría una segunda ronda esa noche, pero hizo lo posible por llenar su calabaza de plástico. Acabaron a eso de un cuarto para las seis. A pesar de que Mami parecía estar algo distraída, de vez en cuando le entraba lo de vigilante. Había tomado la temperatura de Efi al menos dos veces y le preguntó como se sentía unas cinco.
— Creo que necesito una siesta Mami. Estoy algo cansada.
La chavalita se estrujó los ojos, arruinando el maquillaje. Ahora el delineador ya no daba contorno a sus ojos, más bien se regaba por su rostro como amargas lágrimas secas. Eran a penas las seis de la tarde, pero al parecer su madre había estado esperando por esto todo el día.
— Claro cariño, dormir un poco te hará bien. Cuando despiertes todo será perfecto.
Mami la besó, apachurrando esa mejilla a la cual todavía le quedaba algo de bebé. Esta vez su sonrisa era completa y feliz. Estefanía se tiró sobre la cama, descuidando su disfraz de princesa pirata. Los ojos se le cerraban solos y sabía que era preferible no llevarle la contraria al sueño.
— No hagas trampas, Mami. Ya sabes que hoy dejamos las ventanas abiertas.
— Muy cierto, linda. — La voz de su madre se tornó distante y su silueta borrosa. Efi apenas alcanzó a verle apagar la luz y sentarse en una esquina de la habitación, vigilante en la oscuridad.
*****
Faltaban diez minutos para las siete y Martín ya había terminado con su encargo de dulces. El joven escogió bien sus venenos. Ninguno tenía efecto inmediato. Planeaba sentarse a escuchar el aullido de las sirenas de emergencias, las cuales, según su cálculo, comenzarían a desplazarse apresuradas poco antes de la media noche. Todavía no había decidido si irse o permanecer. De quedarse, partiría junto con la confusión de la noche a otro pueblo, a otros niños. Si decidiera irse, era todo cuestión de probar una cierta manzana acaramelada que guardó para sí mismo.
Decisiones. Todas dependen de una señal. El propósito de su vida estaba a por fundamentarse en una hora y diez minutos.
— ¿Señora Férez?
La voz tímida de una niña le despertó de sus sueños vívidos. Martín salió de la trastienda para encontrarse con una solitaria Efi. La pequeña tenía el cabello revuelto y su rostro parecía algo hinchado, como quien recién despierta de un largo sueño. El parche de escarcha, parte de su disfraz, colgaba apretado alrededor de su cuello. Parte de la tela estaba enredada en su cabello. Le recordó a Martín una horca de galeras.
El joven maldijo entre dientes, preguntándose cómo pudo haber cometido el error de no cerrar la puerta. Pasó junto a la niña para tirar el cerrojo, mientras observaba por la presencia de alguna otra persona oculta entre los anaqueles.
— Estamos cerrados todavía. Y además, ¿dónde anda tu madre? Dudo que te permita andar por la calle sola.
— Mami fiensa que hay cosas que debo hacer for mi mitzma.
El maldito frenillo era ahora casi un silbido que le estaba pegando en el último nervio a Martín.
—Imagino que has venido por tu golosina de noche de brujas. Es algo temprano, pero si prometes no decir nada, yo nada diré tampoco.
Martín le regaló la mejor de sus sonrisas mientras curvando un dedo, le invitaba a pasar ala trastienda.
— ¿Dónde está la señora Férez? — insistió la
niña —.Tú me caes bien, Martín, fero solo un foquito. Necesito... ummm... freguntarle algo a tu guela.
La nariz de la niña se frunció hasta que relucieron sobre ella rojizas pecas. Una miradita sospechosa siguió los escalones que conectando la trastienda con el apartamento del segundo piso.
— Algo afesta allá arriba. Huele muy feo.
Era la señal esperada. La pequeña rata curiosa estaba a punto de arruinar los planes de Martín, pero la bestiecilla golosa de seguro se distraería si él sabia ofrecerle lo justo.
—Mi abuela anda un poco enferma. No va a bajar esta noche. Pero te prometo le diré que viniste a preguntar por ella. Solo por ser tan preocupadita voy a darte algo.
— ¡Qué bien! ¿Fueden ser dos dulces? — Sus ojos oscuros se alegraron sin saber siquiera lo que le estaban ofreciendo.
— Te prometo, uno será suficiente.
Martín abrió el refrigerador y produjo la más encantadora manzana. Era una golosina digna de una princesa, con chocolate oscuro moldeado sobre capas de suave caramelo. Fina almendra rallada, teñida en tonalidades negras y naranja cubría el tope de la fruta, impidiendo que Efi adivinara si bajo la confección se encontraba el invitante azucarado del rojo o el toque agridulce del verde.
— Solo hay una forma de saberlo-, le indicó
Martín —.Debes morder, tanto como puedas.
La niña hizo lo propio y el joven esperó.
Alguien tan joven, tan inocente, es incapaz de congraciar la idea de que aquello que amas también puede matarte.
Estefanía dio la primera mordida en confianza; el toque amargo del chocolate oscuro y el caramelo suavizándose en su paladar le impidieron registrar el dolor, que llegó agazapado tras el deleite. Un elemento foráneo raspó contra el cielo de su boca y le tomó un par de segundos entrar en pánico. Debió haber escupido el pedazo de fruta, pero en su lugar lo tragó. Era un pedazo algo grande para lo angosto de su garganta, pero logró pasarlo, junto con los finos pedazos de vidrio molido ocultos entre el acaramelado y la piel de la fruta, que bien parecía azúcar en roca. El amargo de la almendra, veneno incrustado en el blanco centro de la golosina, sin dudas terminaría lo que comenzó el vidrio.
La chiquilla miró a Martín con ojos acusadores, tratando de encontrar su voz, pero de su boca solo salió sangre, manchando sus labios. Se las arregló para toser, pero eso solo empeoró las cosas. El pedazo de golosina atorado en su garganta se zafó por completo y esta vez la sangre salió a borbotones, junto con la manzana y el cristal. Vomito rojizo manchó su blusa de encajes.
El asesino la observaba con fascinación. Nunca antes trató sus trucos en un ser humano y le interesaba apostar si sería la hemorragia causada por el vidrio o la acción del veneno lo que produjera la muerte de la chiquilla. La nina había estado sentada, con las piernas cruzadas en el tope de la mesa y ahora su cuerpo caído, como muñeca de trapo, bailaba al borde de una caída, preso de leves convulsiones. No trinó o maulló o chilló. Entre el estertor de la muerte comenzó a llorar y lo que parecía un gemido triste, pronto se convirtió en un grito iracundo que obligó a Martín a acercarse a taparle la boca.
— ¡Puta madre! — Apenas si la había tocado y Estefanía mordió el interior de su mano con fuerza suficiente como para sacarle sangre.
— ¡Tenías que arruinarlo! — La pequeña comenzó a incorporarse. Su rostro poseía la palidez de la porcelana y las finas venas pulsando bajo su rostro daban le dotaban de la impresión de ser una muñequita rota. El frenillo despareció por completo, pero un eco primordial en su voz, a pesar de permitirle expresarse claramente, dotaba sus palabras de un acento extraño y una furia que rogaba por desatarse.
—¡Fuiste a ser malo conmigo Martín! Él pensó que estabas enfermo por dentro como la señora Pérez; pensó que podía arreglarte. Pero estás enfermo en la cabeza y enfermo en la cabeza no tiene arreglo, no si él quiere ser libre algún día.
Era un pregunta estúpida, pero dentro de su asombro, al ver a la chiquilla recuperarse y hablarle de manera acusatoria, Martín no pudo evitar preguntar.
— ¿De quién hablas? ¿Qué demonios dices?
La chiquilla ladeó su cabeza y el marrón de sus ojos desapareció completamente para dejar sus irises tocadas de un azul casi transparente. Frío. Muerto.
— Hablo del no tan amable señor vampiro que vive dentro de mí.
La quijada de la niña se dislocó para dar espacio a los largos incisivos que se venían asomando en el cielo de su boca desde hace semanas, moldeando y transformando la estructura ósea, forzándola a tropezarse con las palabras.
Rompiendo lo que le quedaba de piel se acomodaron tras sus incisivos regulares; dientes cónicos y huecos como los de una víbora. Martín se prestó a reaccionar, peri Efi era tan diminuta como viciosa. Con la celeridad de un arácnido, la pequeña se desplazó hacia un lado sobre pies y manos antes de impulsarse al ataque. Cerró brazos y piernas en un candado alrededor del torso del joven y a pesar de su desventaja en peso y estatura, Martín sintió como si se le abalanzara una mole de granito sobre el pecho.
Ambos impactaron el suelo mientras Estefanía encontraba su punto de ataque. El veneno que paralizó el lado derecho de la cara de Martín todavía resbalaba en gotas ámbar por su pequeña lengua mientras ella desgarraba y mordía la piel que se rendía a su voluntad. Un torrente de sangre les baño a ambos cuando una segunda mordida sacó de en medio piel y músculo y dio con una arteria.
— Mami no va a estar contenta con esto. — Una voz pausada y profunda escapó de entre los labios de la niña.
El no tan Amable Señor Vampiro
El cuerpo humano contiene aproximadamente unas diez pintas de sangre. Nunca he sido amante de dejar el preciado líquido como desperdicio. Pero estar atrapado en tan pequeño envase tiene sus desventajas. Unas dos terceras partes de Martín manchaban la ropa de Estefanía, empapando su disfraz y hasta su cabello. Se veía tan oscuro como alguna vez fue el mío; uno de esos trucos interesantes de luz de luna. Subí por la escalera de metal que conecta a la ventana del apartamento, imposible de ser detectado, amparado por la velocidad y la afinidad a las sombras que garantiza mi condición. Mis zapatillas no habían tocado el tope del colchón de la habitación de Efi, cuando su madre estaba sobre mí, agobiada por la desesperación.
—Lo lamento, Nora. Tendré que permanecer en posesión del cuerpo de tu hija por otro año.
Fue una declaración académica, con solo abrazarme, ya la mujer había notado mi presencia. Aun así, no dejo de abrazarme. Permití que cargara este pequeño cuerpo que ocupo y dejara caer el peso del mismo sobre el suyo, amorosa. Hacerme daño es dañar aquello que más ama. Siempre puedo confiar estar en buenas manos cuando se trata de ella. Los brazos de Nora dan la protección cálida que solo puede garantizar una madre humana. Me agrada el contacto de su piel y el latir de su corazón, aún cuando estoy consciente de no ser el verdadero receptor de sus afectos.
Nos movimos hasta frente al espejo de pared. La hija ahora estaba frente a la madre, pero por un instante, obviando lo molesta que debió estar, Nora tuvo la amabilidad de permitirme apreciar mi verdadero rostro.
Hay un hombre reflejado en el espejo. Alto, delgado con cabello oscuro y ojos de un azul que solo le queda bien a la muerte.
—Prometiste dejarla hoy.
Nora no puede tocarme sin hacer daño a su hija, pero por el espacio de un atardecer hasta un amanecer una noche al año puede hablar conmigo, demandar de mí, atarme y hundirme con sus palabras si no cumplo mis promesas.
—No he hecho otra cosa que cumplirte. — Contesté con rapidez sabiendo que la respuesta era
cierta—.Llegaste a mi hace dos años, cuando tu pequeña yacía moribunda. Me conjuraste desde la oscuridad a través del espejo y me permitiste hacer habitación en su cuerpo. Te dije cuál era mi precio y no vacilaste en aceptarlo. Poseería a tu hija y mientras dormía dentro de ella, consumiría la enfermedad que la estaba matando hasta verla completamente restaurada. No te hagas la tonta conmigo, Nora. Ese primer año me demacré al punto del delirio acabando con todas esas células blancas.
Silencio. Siempre puedo ganarle con algo de culpa.
—Recuerdo perfectamente, y también recuerdo esa primera noche de brujas cuando te liberaste. Usaste a mi hija para hacer cosas horrendas... vivo con el temor de que algún día recuerde.
—No lo ha hecho, ni lo hará.
No está en mi ser particularmente cruel con ella. En realidad me agradan Nora y su cría. Son buenas gentes. Atado como me encuentro, no solo les necesito... me he acostumbrado a tenerles cerca. Un habitante puede tener peores amos.
—Te consta que el intercambio iba a ser esta noche. Estaba dispuesto a hacerle una oferta a la señora Pérez que encontraría difícil de resistir. La mujer merecía vivir un poco más, pero la muerte nos jugó a ambos una mala pasada y digamos que Martín no funcionó como reemplazo emergente.
—¡Esa sangre! ¿Es del joven Pérez?
¿En serio Nora, aún no te dabas cuenta?
—Sí, Mami — Quise sonar cínico, pero en realidad estaba agotado y no hay como negar que Nora es muy buena madre. Luces azules y rojas, acompañadas de sirenas invadieron la semioscuridad de la habitación. Sin duda alguna el incendio que provoqué en la trastienda ya se había tornado una conflagración peligrosa —.Es una larga historia, pero digamos que a veces un monstruo cruza pasos con otro y decide que debe haber solo uno. No te preocupes por Martín, era uno de esos que pensaba que la cordura esta sobrevalorada.
Puse en sus manos un pedazo de manzana, pegajosa con caramelo envenenado y sangre; pequeños pedazos de cristal incrustados en la piel de la fruta brillan como diminutos diamantes. Mami es lo suficientemente inteligente como para atar cabos. Nora besó suavemente mi frente, la frente de Efi y comenzó a librarnos de las ropas que se estaban pegando a nuestra piel.
—Un año más y esto termina. Júralo.
— Te doy mi palabra, Mami.
— ¿Y qué de Efi? ¿Qué ha de recordar mañana?
— Nada excepto el crujir de las hojas de otoño bajo sus pies y el inesperado súper agrio de un dulce de frutilla que parecía azucarado. No importa, lo declaró su nueva golosina favorita. ¡Ah! Y creo que... ¿Antonio? El hijo de la vecina le hizo ojitos y le regaló una barra solida de chocolate. No presté mucha atención, amoríos de pequeñuelos no son mi asunto. En fin, nada nuevo. Yo dormiré por un año a partir del próximo amanecer, ella despertará y continuará con su vida mientras descanso. Ambos, yo buscando la posibilidad de libertad y ella una nueva aventura, soñaremos con el próximo octubre.
A los que están familiarizados con CDH: Nueva Orleans, ya saben que este tipo de vampiros- los habitantes- están modelados tras los "impundulu" entidades vampíricas con la capacidad de poseer un cuerpo hasta adaptarse completamente dentro de quien les sirve como "contenedor" por así decirlo.
-Lynn
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