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Carnaval

Tranquila, no tienes que rogar por mi alma. Hace años que no pronuncio una oración. Pero si en algo te consuela, esta es la mantra que repito, noche tras noche, para alivianar mi consciencia: La duquesa Aurora puede pecar de cualquier cosa, excepto de ser dada a la crueldad.

Que la mujer es excéntrica, de eso no hay duda; exótica, definitivamente. Su belleza es desafiante, ojos del color de un atardecer otoñal, azul profundo que reflejan destellos dorados al caer presos de la luz de los candelabros. Su piel no sabe lo que es rendirse ante el sol de Venecia. Más de diez años ha fungido como Signora del palazzo, y todavía su rostro parece mármol animado por caprichosa vida.

¿Quieres escuchar su historia? Habiendo nacido en Venecia hay una probabilidad de que la conozcas mejor que yo, pero de todas maneras...

Su esposo la adoraba, con el tipo de fervor que adquiere tintes de leyenda, aún entre los más privilegiados. Le concedió todos sus deseos. Tanto así que durante su tiempo, Venecia llegó a conocerse entre los locales, como la ciudad de los dos carnavales.

Uno, el celebrado por todos, cada martes previo a la Cuaresma. El segundo, mucho más íntimo, reservado a las familias prominentes y a las almas devotas de sus amos. Se le conocía como la fiesta del Doche, la gran mascarada organizada por el duque Marco di Abruzzi en honor al cumpleaños de su amada señora, la bella Aurora.

Cuando Abruzzi murió de forma inesperada hace unos años, todos temieron que el festejo se detuviera, pero como todas los eventos de ocasión en esta ciudad rodeada de agua... simplemente cambió.

La ciudad le rogó a la bella Aurora que continuara con la celebración. La misma se había convertido en el evento del final del verano, el cierre de esos días largos que abrían las puertas a noches en apariencia eternas.

El primer año a partir de la muerte del Duque no fue más que una velada, empañada no solo por la ausencia del anfitrión, si no por la muerte de un joven mercader quien había estado ligado a la casa por asuntos de negocios.

El segundo año, volvió a ser memorable, con la música comenzando a media tarde para no detenerse hasta el rayar del alba. Los trovadores cantaban las gracias de su anfitriona e invitados de casas nobles hacían cortesías al compás de las melodías compuestas para alabar a tan serena belleza, escondida tras una máscara dorada.

Ese fue mi primer baile, a cinco años de haber sido instituido por vez primera, y dos años desde la partida del Duque. No he dejado de asistir desde entonces, pero la primera vez siempre retiene una cualidad mágica.

La duquesa hizo muy claro que por lo que restara de sus días, habría de sentarse junto al espacio vacío que una vez perteneció a su esposo. Nunca dejó de rendirle honor. Eso la hacía más atrayente a los ojos de todos, una beldad inalcanzable en cuyos labios siempre se presentaba una sonrisa, aún cuando sus ojos no resplandecieran como antaño.

Aurora se encargó de dar vida a un mundo artificial, donde guirnaldas de exquisitas orquídeas en cristal soplado vibraban con la brisa y el delicado vidrio partía la luz en mil destellos. Todo parecía estar hecho para el disfrute de sus invitados, excepto por un pequeño capricho. La duquesa escogía una pareja para el baile, y ese era el momento más esperado tanto por hombres, como por mujeres. Pues aún cuando ella requería un varón a su lado, desfilar hasta el salón de baile con ella era un honor que reflejaba hasta en las buenas esposas de Venecia.

Fui su elegido, y no puedo negar que tal honor fue como descender a un sueño.

Contuve el aliento anticipando la calidez de su toque y la suave curva de sus labios mientras hacía una reverencia y sonreía, señalando el comienzo de la pieza. Cada paso era gracia en la forma, poesía en movimiento. Eso hasta que, con un giro de su mano, los músicos disminuyeron el ritmo, dando lugar a una Pavana.

Los violines nos obligaron a marcar un paso sobrio y lento. Nunca me había sentido bajo presión al bailar, pero la gravedad medida de la danza me hizo sentir como si cargara el peso del mundo sobre mis hombros. Me sentí responsable por la tristeza en su mirada, y el esfuerzo de sonrisa, enmarcada por un antifaz, fue como si en mis manos hubiesen puesto una flor para ser protegida de una helada temprana. Quise consolarla, remover su antifaz y dejarle saber, posando un casto beso en su frente, que no había necesidad de tal tristeza. Ella era una hija de Venecia, celebrada por toda una ciudad rendida a sus pies.

—Nada que temer, mi Señora— me atreví a decirle al oído en una vuelta—.El verano se va, pero el otoño seguro ha de rescatarnos de nuestros vicios.

—Lo sé— me respondió— aunque en las largas noches de octubre no me llama la atención estar al pendiente de ser piadosa.

Otra vuelta, otro paso y la respuesta inesperada se convirtió en un momento peligrosamente íntimo.

Me incliné y sonreí, pensando que había terminado. Al escoltar a la joven viuda a su asiento, Aurora Abruzzi comentó casualmente: —Un hombre con su nivel de educación me podría ser útil. Según tengo entendido, Doctore Marchessi, sus capacidades me pueden ser de beneficio. Recientemente ha regresado usted de Florencia después de completar sus estudios como cirujano. ¿Estoy en lo cierto?

—Eso es correcto, signora—contesté lleno de orgullo—.Soy el primero en mi familia en llevar las vestimentas de un médico.

—El primero—interrumpió—, tal vez quiere decir el único. Según tengo entendido es usted un huérfano bajo la tutela del obispo de Florencia. Por favor, doctor, no se ofenda ante mis palabras. Prefiero ser directa. Al ser una viuda, no puedo darme el lujo de dar a entender que no conozco aquellos con quien tengo interés de crear lazos afectivos... de amistad. Ahora si me permite, ¿tiene que ver algo el buen obispo con su selección de Venecia para la práctica médica?

—Amo a ese hombre como a un padre, pero no puedo negar que poner espacio entre nosotros fue mi decisión. Nuestros conceptos de lo que constituye un pecado son algo diferentes.

Sonreí ante su cómplice silencio. Ansiando que se repitiera en una conversación que el momento íntimo que habíamos tenido en el piso de baile. Por un momento consideré que mi apuesta sobre Venencia habría de pagarse en creces. Demás está decir que aposté a lo dulce y prohibido.

***
Entiendo lo que has estado tratando de decirme, ella me buscó precisamente porque me sabía solo en el mundo, pero no es cierto. Lo nuestro fue una conexión instantánea que se puso a prueba esa misma noche.

Las campanas de San Marco anunciaron la medianoche y el fin del mes de septiembre. Aquellos reunidos en el festejo levantaron sus ante copas para celebrar una vez más a la amable anfitriona. La duquesa desapareció, con los buenos deseos, dejando a los nobles entretenerse por sí solos hasta el amanecer. Nadie la volvió a ver excepto yo. Las circunstancias de nuestro encuentro esa primera noche pronto pasaron a ser de ideales menos que perfectas. Fueron nuestra prueba de fuego.

Un sirviente se acercó con gran disimulo a anunciarme que Aura necesitaba verme en su alcoba privada. La invitación requería discreción de mi parte, esperé unos minutos, despidiéndome de algunos de los asistentes, dando entender que mi tiempo en el festejo había acabado, antes de seguir al sirviente a través de la terraza hasta el segundo piso del palazzo.

El hombre me sirvió vino y aunque su rostro permanecía impasible, las manos que sostenían la jarra delataron nervios, el vidrio chocó de manera estridente sobre mi copa al servir, lo que provocó una apresurada cortesía antes de retirarse. Bebí en espera, deleitándome en la estampa de barril de roble en el vino. No fui hasta después de un par de sorbos que comencé a notar un sabor extraño y algo amargo en la bebida.

La duquesa entró a la habitación. El traje de elaborado brocado que había lucido en la fiesta había sido reemplazado por una simple bata de estancia. Aún llevaba el antifaz y mi mirada turbia provocó que pensara por un momento que el dorado de la máscara se había fundido con su nívea piel. Su voz se escuchaba algo lejana. Entre sollozos me confesó necesitar un amigo, y a pesar de mi estado alterado le juré lealtad.

Podría decir, para salvar mi reputación que mis intenciones eran nobles, pero la deseaba. Las curvas de su figura que se asomaban entre la tela fina me eran tan atrayentes como la cadencia de su voz, y esa promesa en sus labios que antes del amanecer vería convertida en un beso... Obedecí cada una de sus órdenes, atado a ella por el veneno en mi bebida, o eso pensé al principio. Recuerdo un ligero movimiento de los músculos de mi cara. A veces quiero pensar que fue una mueca de disgusto, pero sé muy bien que sonreí, siguiendo los pasos como de baile en mi cabeza, concediendo cada deseo a la dulce insistencia de una voz que esclavizaba más que el opio.

Preso de la alucinación y alimentado por el deseo, caminé hacia la cámara cercana, bisturí en mano. El joven atado a la mesa de mármol frente a mí debió haber tomado el doble de la poción que me fue ofrecida en el vino. Eso o su sacrificio era una muestra de desmedido amor por su señora. La miró con ojos llenos de anhelo, incluso mientras yo seguía las instrucciones de Aurora y cortaba sus tiernas carnes, desde el punto de encuentro de su clavícula hasta sus genitales.

Parecía que no haber sangre al principio, tan rápido y preciso fue el corte. Aunque mis otros sentidos podrían haber estado nublados, mi mano siempre estuvo firme. Luego se esparció, corriendo carmesí desde el pecho hacia los lados, extendiéndose con cada respiración entrecortada y latido agitado. Aún vivo, el joven gritaba el nombre de la duquesa con toda devoción. Continué mi trabajo, cual hombre poseído. Pronto, en mi ansia por terminar, por poner fin a esa voz que clamaba por ella, dejé a un lado la delgada cuchilla y desgarré el cuerpo con mis propias manos, separando la piel del músculo. El hombre aulló, haciéndola entrar en pánico, y aunque pronto se derrumbó después de que rasgué la primera sección de piel, no pude evitar retorcer mis manos alrededor de su cuello y apretarlo con furia. Nadie debería hacerle perder la paz a Aurora.

Lágrimas resbalaron por el rostro de la duquesa, quien extendió sus brazos, suplicando que le entregara la piel del hombre a quien había comenzado a desollar. Requería del poco calor que quedara en ella para consolar a otro. Fue entonces cuando supe que ni el sacrificio sobre la mesa ni yo teníamos un reclamo en su corazón. Aún no.

El centro de su atención se encontraba en las sombras; un espectro deforme que apenas guardaba aspecto de hombre que gemía por la sangre. Extendía sus brazos, cubiertos por piel curtida, la cual comenzaba a deslizarse de entre la carne pútrida. No era la primera vez que la mujer cubría ese cuerpo con un remedio de piel. Colocaba la misma sobre la criatura en eterna agonía, comprándole un poco de alivio. El espectro viviente gemía por lo bajo, demasiado débil para levantar los brazos o pronunciar palabra, gruñidos animales escapaban de entre una quijada dislocada.

Aún mientras me criaba bajo la tutela del Obispo de Padua tuve mis dudas sobre la existencia de Dios. De repente me encontré con su nombre en mis labios, no por esperanza de visitar la gloria, pero por ver prueba fehaciente de la existencia del infierno.

La duquesa continuó pacientemente cubriendo el músculo expuesto del cadáver viviente con lo que una vez fue la carne de su sirviente; besando apasionadamente ese torso sobre la podredumbre, pintando sus labios de rubí con lo que quedaba de rojo sobre la piel muerta.

—Necesitamos más, cirujano ... ¡Más!— demandó—todo ha de ser utilizado. Sangre, carne, grasa y piel, cual dulce ofrenda. El joven mercader logró saciarle por un año, este infeliz debe hacer lo propio.

Giré al sujeto sobre su espalda y continué extrayendo hasta que mis manos llegaron al primero de dos riñones resbaladizos. Los corté obedientemente en tiras finas y observé cómo con mano firme, Aurora se los daba de comer a su amante. Seguí hasta dejar atrás al cirujano y convertirme en su carnicero, hasta que la sangre corrió glutinosa y negra y se pudo alcanzar fácilmente un corazón seco a través del espacio debajo de sus costillas.

Finalmente salí de mi trance y me encontré culpable de asesinato, aferrado a su voluntad. No puedo negar en principio haber protestado, pero la duquesa me mostró razones para sopesar mi vida contra la de mis víctimas.

Son ratas de alcantarilla, basura veneciana, la mayoría de las veces. Por favor, no te ofendas, a veces hay un cierto ... Je ne sais quoi que llama su atención. Estoy convencido de que es el caso de los últimos tiempos. Mientras tanto, no pretendo entender. Me he acostumbrado a mi propósito y a la espera de su promesa.

Verás, el duque Abruzzi no murió, simplemente cayó víctima de enfermedad similar a la peste. Una fiebre devastó al hombre desde adentro y lo convirtió en un cadáver en todos los aspectos, pero mantuvo vivos sus instintos básicos. Su esposa descubrió que la sangre lo mantenía alerta al menos, dándole la fuerza suficiente para sostener una apariencia de vida en esa envoltura de carne en descomposición en la que se ha convertido su cuerpo. Debe consumir la sangre, beber la sangre, roer hasta la médula. Con el tiempo ha perdido facultades, y su propia piel ha comenzado a decaer.

La verdadera muerte se acerca, y ella me ha prometido que una vez que se acostumbre a la idea de que la deje para siempre, se casará conmigo. ¿La has visto? Una mujer tan atractiva y vibrante. ¿Has probado la sal perfumada de su piel? Acostarse a su lado después de hacer el amor, incluso entre sábanas mojadas de sangre, es lo más cercano al cielo con lo que pueda soñar.

La duquesa no es cruel, para nada. Ella es solo una mujer devotamente enamorada y eventualmente sé que cumplirá sus promesas y me amará aún más por serle fiel.

Espero que entiendas, porque aunque dulce, tu belleza no se puede comparar. Tu súplica no hizo nada a mis oídos más que despertar mi ira. Por eso removí tu lengua, querida, y quité esos ojos acusadores de tu cara con la caricia de mi navaja.

Tranquila, si en algo te consuela, Aurora no es celosa. Baila conmigo, antes de que el tendón amarillento y el músculo magro de tus huesos... He pasado tanto tiempo en esta cámara que apenas recuerdo el sol.

Hoy ambos tendremos nuestra recompensa. Tú le has servido bien, y ella agradecerá tu sacrificio colmando de ducados a tu familia, los cuales ni siquiera han de notar tu ausencia. A mi me ha prometido un baile, en esta la noche se su cumpleaños, cuando también se umple el tercer anivers de mi sangrienta encomienda.

Carnaval se deriva de carnivale, adiós a la carne. Este es el secreto que nos une mientras tu corazón deja de latir entre mis expertas manos. Adiós a la carne, esta es mi penitencia, ante la esperanza de ser redimido por Aurora.


Esta historia queda dedicada a ZombisES  Si están buscando ese perfil que los libre (o los tire de cabeza al caos apocalíptico) ese es el punto.

¿De donde me salió ésta? ¿Cómo es que no acabó siendo de vampiros? Fácil. Mientras el mundo se toma un respiro, me quedé prendada de esas fotos de Venecia vacía, y me puse a pensar, ¿qué se puede hacer a puertas cerradas?

En fin, a lavarse las manos y a escribir se ha dicho.

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