𝓜𝓲𝓻𝓪 [1/¿?]
La joven universitaria de cabello negro caminaba todos los días, casi religiosamente, en dirección al columpio colocado estratégicamente en el área de jardín que compartían entre sí las majestuosas casas de la zona residencial. Usualmente cargaba con ella una mochila que incluía una botella de agua, su portátil y algún libro del que necesitara estudiar.
Podría decirse que recibir su dosis diaria de aire fresco le ayudaba a estudiar, pero eso sería mentir. Mira caminaba todos los días para escabullirse del ajetreo dentro de la casa de sus padres. Si te adentrabas en aquella gran residencia, destacaría principalmente las fotos de ella conforme crecía, siempre acompañada de trofeos y medallas escolares, sus diplomas de excelencia académica debidamente colocados y enmarcados adornaban un gran pasillo que coronaba con una foto de sus padres y ella, el día que fue admitida a su prestigiosa universidad.
Sus padres eran economistas de hueso colorado, eran increíblemente buenos en su trabajo, y no esperaban menos de Mira, quien se había decidido —aunque más por presión de sus padres—, a dedicarse a lo mismo. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? En una sociedad excesivamente conservadora, era eso o aprender a ser la esposa de algún economista, dedicarse a las tareas del hogar y a criar niños. Sabía que no estaba destinada a eso, y le asqueaba pensar en su futuro esposo.
Es por eso que, abrumada por las charlas llenas de monotonía y números, inventaba una excusa todas las tardes para poder despejar su mente de esa carga. Bajó por el pasto sintético que los aspersores mojaban todas las mañanas, intentando crear la mejor ilusión de que todo dentro de aquel residencial era natural, bajó la hondonada y cruzó el puente por el que pasaba un pequeño arroyo artificial que terminaba en una gran laguna, donde algunos padres llevaban a pescar a sus hijos especies que anteriormente ellos mismos habían introducido en el lugar.
El sol todavía estaba en un punto alto, bañando de color los árboles que comenzaban a perder sus hojas por el invierno. Había escuchado en las noticias que este sería uno más frío que el anterior, y se preguntó si sus padres estarían en casa para las fiestas o visitarían a algunos de sus amigos en alguna gran ciudad alrededor del mundo.
Perdida en sus pensamientos, se sentó en aquel columpio. Una ráfaga de viento azotó su cabello por detrás, liberando el débil intento de moño que hizo antes de emprender su caminata. Otra ráfaga de viento, esta vez más fuerte que la anterior, provocó que el columpio se meciera un poco.
Mira no recordaba cuándo fue la última vez que se meció en un columpio. Aunque sonara tonto, porque todos los días iba a aquel lugar, simplemente se sentaba a esperar que anocheciera y entonces volvía casi corriendo a su hogar, pero una tercera ola de viento hizo que la idea se le cruzara por la mente, aunque también le apenaba que alguno de sus vecinos la viera.
Primero se quitó las sandalias, porque no quería manchar el blanco piso de su casa con la tierra del lugar, y después, tomando una gran bocanada de aire quitándose la vergüenza de encima, dio dos pasos para atrás y tomó impulso.
Se sintió libre al contacto del aire con su rostro, sintió esa chispa en cada uno de los músculos de su cuerpo, cerró los ojos para tener el recuerdo perfecto en la memoria, y siguió columpiándose mientras otros pensamientos surcaban su mente. Al cabo de un rato, y cuando los faroles encendidos anunciaron que la noche había caído, detuvo el vaivén del columpio y se levantó.
—¡Oye! —gritó una voz que hizo que Mira casi se cayera de frente al colocarse los zapatos. —¿Puedes volver a como estabas, solo por unos 2 minutos más? Ya casi termino.
Sabía perfectamente quién era la dueña de esa voz, en medio de semioscuridad del atardecer vislumbró unos ojos verdes que la miraban fijamente y confirmó sus sospechas al percatarse que la chica que se encontraba al otro lado del arroyo tenía un libro de dibujo entre las manos, y que su mano no se detenía a pesar de que la vista no estaba enfocada en el papel.
—¿Me estabas espiando? —atinó a preguntar.
—Saldrás arrugada. —tomó un momento para cerrar los ojos, como si recordara algo en su mente. Mira incluso llegó a ver cómo a la chica le revoloteaban los ojos aún cerrados. —No, no lo harás, ¡lo tengo!
—¿Eres la hija de los Koji, no es así? —levantó una ceja en su dirección, empezaba a molestarse, después de todo, la había estado observando sin su consentimiento, y además lo había plasmado en papel.
—Que extraño suena eso, "la hija de..."—sin despegar la vista del papel, y con el ceño fruncido, la de los ojos verdes movía su mano prodigiosamente en una zona en específico. —Mi nombre es Alex.
Los Koji eran una pareja de pintores muy reconocidos por su estilo, una crítica social acompañado siempre de un mensaje. Eran muy solicitados para hacer murales, y también sabían cobrar muy bien por su buen trabajo. A diferencia del resto de las personas dentro del residencial, los Koji se caracterizaban por ser sumamente extravagantes y libres, como unos ricos hippies, —que así era como les llamaban a sus espaldas las otras familias—. Tenían una sola hija, apenas dos años más pequeña que Mira, que de tantos colores que se pintaba el cabello resultaba ya difícil decir cuál de todos era su tono original. Aquella joven había heredado las mejores cualidades de sus padres y todos los años organizaba una gala benéfica acompañada de una subasta de algunos de los mejores trabajos de sus padres, y algunos propios. La familia de Mira adquiría un cuadro todos los años el cual terminaba siendo el regalo de navidad más costoso que enviaban a alguno de sus socios o amigos, pero nunca asistían al evento, a final de cuentas, no tenían tiempo para esas trivialidades.
—¡He terminado! —anunció la joven, con una chispa en los ojos. —¿Quieres verlo?
Mira se encogió de hombros, tomó su mochila y caminó hasta la mitad del puente que cruzaba el arroyo, donde Alex la había alcanzado. Le mostró el trabajo, maravilloso. Mira no podía creer que aquella chica, con el cabello volando en el viento, y con las flores de cerezo cayendo a su alrededor mientras tenía una expresión de felicidad y tranquilidad era ella.
—¿Y bien?
—¿Mis padres te han pagado para que hicieras ese cuadro? —inquirió, sin responder la primera pregunta.
De pronto la expresión de Alex cambió, como si Mira le hubiese tirado la peor ofensa que podría hacerle. Cerró el gran cuaderno de un solo golpe, casi golpeando su propia nariz en el proceso.
—No. —contestó recelosa. —No hago comisiones, no trabajo de esa forma. Me inspiro de lo que veo y entonces lo plasmo en papel, eso es todo.
—Es muy lindo. —intentó tomar el cuaderno, pero Alex se lo alejó de la mano.
—¿Sabes lo difícil que es capturar una sonrisa, cuando su dueña no la evoca con normalidad? —preguntó, mirando sobre el hombro de Mira.
—Es cierto, no estoy muy acostumbrada a sonreír. —aquel pensamiento en voz alta hizo que la expresión de Alex se relajara. —Cuando he visto el dibujo, me desconocí, como si esa chica no fuera yo.
—Hago mi magia. —una sonrisa socarrona asomó las mejillas de la de ojos verdes. —Pero eres más bonita en persona que en ese boceto, quizá lo recreé después, quien sabe.
—¿Es un borrador? —preguntó anonadada y con las mejillas rojas por el comentario, Alex asintió. —¿Puedo quedármelo entonces, por favor?
—No regalo mi trabajo.
Mira frunció el ceño. ¡Pero si la había dibujado sin pedir permiso antes! Lo mínimo que podía hacer era darle el borrador, después de todo, y le gustara o no, había sido su musa en esa obra. Sacudió su cabeza, estaba siendo explosiva y eso no iba a funcionar en ese momento.
—Por supuesto. —asintió, sacando su chequera de la mochila. —¿Lo extiendo a la fundación o a tu nombre?
Una risa y una negación terminaron por acabar con la paciencia de la pelinegra. —¿Entonces qué quieres?
—Un beso.
Mira abrió los ojos desmesuradamente. Creyó que no había escuchado bien, parpadeó y miró a la chica, en busca de alguna señal de burla, pero su rostro era sereno. Verdaderamente le estaba pidiendo un beso.
—No sabía que te iban las chicas. — intentó cortar el hielo ante el gran silencio que se había ocasionado.
—En realidad hasta que comencé a hacer el dibujo pensé que solo me atraían los chicos. —se sinceró encogiéndose de hombros. —Entonces, ¿quieres el dibujo o no?
—Lo siento. —comentó casi robóticamente. —No me va eso.
—Bien. —Alex asintió, abrió su cuaderno y cortó una página, después la dobló en 4 partes y se la extendió a la joven. —Que tengas linda noche.
Caminó en dirección a su casa, dejando a una estupefacta Mira que era incapaz de moverse de su sitio. No entendía por qué su corazón tamborileaba de forma tan frenética, ni por qué había empezado a sudar, tampoco por qué su boca estaba seca.
Giró y confirmó lo que suponía, en medio de la oscuridad, Alex había desaparecido siguiendo el sendero del lado opuesto. Abrió el dibujo esperando tener, ahora en papel, el recuerdo de ese bello día, pero se encontró con otra cosa;
El dibujo de una oruga.
[...]
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