⠀ La sombra de una reina
María Antonieta y su familia logran salvarse de su trágico final. Pero la tragedia persigue a la reina de Francia y ahora, se ve atada a la eternidad de ver morir a todos cuantos ha amado. Los años pasan, pero la sombra de una reina nunca la abandona.
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FANDOM: Dress Up! Time princess
PAREJA: Marqués de La Fayette y Reina María
GÉNEROS: fanfic, criaturas sobrenaturales, ciencia ficción, histórico y romance.
ADVERTENCIAS: Mención de muerte de personajes y violencia implícita.
NOTAS: El principio de siguiente historia se desarrolla meses después del final "Llena de esperanza" donde una María dubitativa, acepta la propuesta de Gabrielle de huir con sus familias a Suiza para llevar una tranquila vida.
Se presentarán breves spoilers sobre la historia del libro "Reina María" y un par de referencias a sucesos históricos correspondientes a la revolución francesa y eventos posteriores, jugando brevemente con los datos para que coincidan con el canon del juego.
El orden de las escenas al inicio es un desastre cronológico adrede, con la intención brincar de los recuerdos malos a los dulces, de María.
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Primavera de 1789, en algún rincón de Suiza.
Los últimos vestigios de mi humanidad los dejé en una humilde casa, un lugar donde no existían grandes banquetes, pero sí una calidez que no me había ofrecido Versalles ni una sola vez. Mis hijos crecían lejos de todos los lujos que alguna vez tuve, pero eran felices, lo podía ver en el color de sus mejillas, sus risas cantarinas y esa inocencia en sus miradas. Les había salvado de algo que era mucho más grande que todos nosotros.
Francia nunca había querido una reina, ellos necesitaban un demonio, un rostro hacia el cual apuntar con sus antorchas e improperios, alguien en quien enfocar toda la frustración y odio por años de miseria. Ellos nunca me vieron como su reina y no existía más grande verdad que aquella.
Pese a eso, no todo era malo. Mi querida Gabrielle salvó a mi familia del calvario jurado que nos tendrían las tierras francesas.
Mi preciosa María Teresa se alzaba feliz con sus diez primaveras, hija mía y nunca de Francia.
Y Luis, mi querido esposo, le enseñaba al pequeño Luis todo lo que sabía sobre cerrajería.
Ya no éramos de la realeza, ni éramos ricos señores, pero éramos felices.
Aunque existían momentos en el día en que en mi corazón se apretujaba y a veces el aire se sentía como respirar bajo el agua, al pensar en mi amado Fersen, nuestro idealista Lafayette y nuestro leal D'Eon, la dulce sonrisa de Gabrielle me llenaba de paz y tenía la certeza que la vida de todos ellos sería más sencillo sin nosotros en ella.
Sin mí en ella.
Pero nada es eterno y de una absurda manera la vida me enseñó que mi felicidad estaba escrita para ser efímera y que la dicha se me escurriría como agua entre los dedos.
El último recuerdo que tengo de mi humanidad es la calidez de mi hogar, el abrigo que Gabrielle cosió para mí y el espesor del bosque frente a mis ojos.
Después de eso todo fue dolor y oscuridad.
── ♕ ──
Diciembre de 1792, Italia.
Mis primeros años como una criatura que existía en el limbo entre la vida y la muerte fueron horribles.
Recuerdo despertar en la frontera de Suiza y el sabor de la sangre en mi boca. En ese momento ingenuamente deseé que no estuviese lastimada. Vaya cosa graciosa, la maravilla que pudo ser el milagro de perecer y no resurgir como lo era ahora.
Francia estaba teñida de rojo y no, no era por mi nueva dieta. La sed de sangre del pueblo francés, iracundo y rabioso como un animal herido dejaba en vergüenza la necesidad de sangre que yo padecía, no quedaba duda de que si nos hubiésemos quedado habríamos muerto hace mucho.
El tiempo transcurría de manera distinta ahora para mí. Pero llevo fresco en mi memoria el momento en que escuché de los labios de una joven consternada los detalles de la muerte de mi preciosa princesa de Lamballe, sé que la noche me arropó tres veces antes de que el dolor de mi pecho cesara lo suficiente para que mis sollozos se detuvieran.
Ni siquiera podía ahora llorar. Solo podía lamentarme como el alma en pena en la que me convertí. El fantasma de una reina rota y el espectro de una madre que no desconocía el paradero de sus hijos.
Nunca fui buena mimetizándome con las multitudes y mis rasgos ahora embellecidos más que nunca por una vil existencia no ayudaban en lo absoluto, así que no podía permitirme el lujo de buscar a los míos y ser atrapada, sabrían que si yo seguía con vida los demás también lo harían. No tenía una verdadera razón para seguir existiendo; sin embargo, no desfallecería en la locura de sed de sangre para ser cazada como el demonio que era.
Dios sabía cuántas personas habrán trabajado para mantenerme viva.
Monstruo de Francia o lo que fuese, iba a seguir existiendo.
── ♕ ──
1787. Versalles, Francia.
Risas mal disimuladas escapaban de mis labios inevitablemente.
Aunque la expresión cortante e irritada de Lafayette debió ser suficiente para intimidar hasta al hombre más valiente, me fue imposible no gozar de tal imagen frente a mis ojos. Era una imagen inaudita que habría escandalizado profundamente a la tía Adelaida.
El marqués llevaba consigo sobre su hombro a mi querido esposo, como un peso muerto en su estado más vulnerable debido a las copiosas cantidades de alcohol que habría consumido en compañía de Blaisdell, dicho hombre también era arrastrado por su brazo. Pisándole los talones venía D'Eon cargando un parte del uniforme de un malhumorado Lafayette. Si me preguntaban a mí, diría que lucían como un par de padres decepcionados del inadecuado comportamiento de sus jóvenes hijos.
―Lafayette... ―apenas le escuché murmurar a mi querido rey, el sonido amortiguado en el hombro del marqués―. Creo que estoy muriendo.
Otra risita escapó de mis labios ganándome una fría mirada del marqués.
―Su majestad no debería sucumbir ante provocaciones tan... ―mascullaba D'Eon sin poder escuchar la oración completa. Sin duda pensaba que Blaisdell era una mala influencia para Luis, pero quien éramos para privarle de estos respiros de felicidad líquida que el consejero podía darle.
Los seguía por los pasillos de mi pequeño paraíso terrenal ―aquella aldea rústica fue sin duda uno de los mayores tesoros que pude poseer― hacia mi habitación principal donde descansaría mi rey. Blaisdell lamentablemente había sido olvidado a mitad del camino al dejarse atrapar en los brazos de Morfeo.
Era un verdadero desastre y aun sin a menudo sus métodos que me ponían los cabellos de punta o me arrojaban a estar a la defensiva con aquella sonrisa de zorro, nunca podría odiarlo, él hacía inmensamente feliz a mi esposo y eso llenaba algo que nunca podría yo llenar para él.
―Debería también descansar, su majestad ―expresó Lafayette una vez asegurados él y D'Eon de que el rey descansaba a salvo.
El segundo había vuelto a su posición habitual, pululando en los alrededores, velando por nuestra seguridad, mientras el marqués me observó con expectativa.
¿Qué clase de cosas habría visto ese hombre para ser tan circunspecto?
―La verdad no me siento cansada en lo absoluto, marqués ―le observé prestando especial atención en sus ojeras y cabellos fuera del lugar después de cargar con dos adultos ebrios y por supuesto, en la evidente falta de su uniforme como era normal ―. En una pena que salga tan poco de su comportamiento habitual.
Me observó con una curiosa combinación entre invitarme a proseguir y retarme a no hacerlo.
"Es usted un hombre hermoso" fue mi pensamiento, pero lo deseché de inmediato, contrario a lo que todos pensarán de mí, conocía ciertos límites y bajo ninguna circunstancia permitiría que esa confianza que tanto trabajé se desmoronara frente a mí en una noche fría.
En cambio, dije con toda la calidez que albergaba mi ser: ―Quizás pueda compartir conmigo algunas de sus historias.
Vi nacer el atisbo de una sonrisa nacer y puedo dar fe de que la calidez en aquellos ojos azules me protegió de la noche fría.
── ♕ ──
1804. París, Francia.
Ahora Francia tenía un emperador, un ácido sabor llenaba mi boca al pensar en cómo huimos alguna vez mi familia y yo, ahora el pueblo tenía a Napoleón el Grande, como le llamaban.
Qué desilusión tan grande habrá sentido Lafayette. Tal vez él estaba bien con la manera en que las cosas estaban sucediendo, no podía tener certeza de nada desde la lejanía, aun así tenía en claro que él había liberado al pueblo francés como el héroe que era, ya fuese en Francia, América o cualquier rincón del mundo.
No estaba segura por qué yo había vuelto a Francia. Tal vez después de tanto, había desarrollado algún tipo de sentimentalismo o un masoquismo mal sano.
Francamente, me inclinaba a la segunda. Estaba llevando una vida donde el dolor me mantenía viva. No sentía frío y el calor era irrelevante mientras me alejara del fuego, ese sol que amaba recibir como un baño cada mañana en los preciosos jardines de Versalles, ahora me volvía débil en su plena exposición y la suavidad que poseía mi carne ya no existía, era una muñeca de mármol.
Me enteré con el tiempo que después del asalto a la Bastilla, Lafayette se convirtió en comandante en jefe de la Guardia Nacional y como trató de mantener el orden y proteger el Estado de derecho y la libertad a medida que los radicales se volvían más fuertes. Sabía que él podría hacer grande a Francia, aun si una parte de mí sentía que ninguno de ellos lo merecían a él.
También escuché de la hija de un herrero que estaba alejado de todo y al fin descansando en el castillo de la Grange-Bléneau con su esposa y sus hijos. Después de tanto, saber eso me dio paz.
Y no era el único que volvía a su seno familiar, mi querida María Teresa había tenido su primer hijo y Luis celebraba la primera mitad de un siglo en esta tierra. Gabrielle habría abierto una panadería al norte de Suiza —he ahí donde se establecieron después de sobrellevar mi repentina muerte— y los campesinos decían que no existía criatura más dulce para cocinar. Esa noche volví a sollozar en silencio al escuchar los detalles de lo hermosa que mi preciosa hija lució con su vestido de novia hecho con las amorosas manos de mi amiga, quien amó a mis pequeños como a sus hijos.
Fue envuelta en mi melancolía agridulce donde recordaba lo que perdí en la vida y valoraba lo que la muerte todavía no arrebataba de mí cuando noté por primera vez a mi sombra. No era humano, no olía como tal y no escuchaba el palpitar de su corazón. Y era rápido e inteligente, porque no pude verlo ni siquiera por el rabillo del ojo.
Alguien me estaba observando y temía que supiera quien era.
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Invierno de 1779. Versalles, Francia.
El cuerpo cálido de Fersen cubrió el mío y el rítmico palpitar de su corazón, trata en vano de cubrir mi miedo y alejar el canto angustiado que lucha por salir de mis labios, nuestros pechos juntos atrapados en un cómodo abrazo. Como si sintiese mi preocupación me roba un beso y la mirada suave en sus ojos azules me robó un suspiro.
―Aquí estamos a salvo, mi princesa ―murmuró contra mis labios ―. Todo estará bien.
Ambos sabíamos que era mentira, pero no había forma más hermosa de ser engañada. Nadie en Francia me quería, ni siquiera si era despojada de los lujos que nunca pedí iba a ser suficiente. Mis preciosos hijos, por quienes caminaría sobre el fuego ardiente, eran maldecidos en su tierra por dudar de su linaje.
Fersen, Luis y todos los que me conocían sabían que mis hijos eran míos, solo míos. Francia nunca iba a merecer el maravilloso regalo que me dio la vida.
Luis nunca fue el amor de mi vida, era mi mejor amigo y un maravilloso compañero, todo eso lo tenía muy claro, más cuando me ponía a pensar en qué habría sido de mí sin un esposo tan comprensivo. Lo cierto era que esa bondad fue la maldición y la bendición de mi esposo.
Fersen era mi amante y tal cual lo amaba con todo el fuego que había que avivado en mí desde la primera vez que nuestras miradas se encontraron. Me hizo sentir protegida y amada y cuando veía en el reflejo de sus ojos la devoción tan marcada, perdía el aliento. Nunca nadie me había querido así.
―¿Realmente crees que veré a mi hijo convertirse en rey?
El silencio que le siguió a mi pregunta me ofreció la respuesta que necesité. Sus dedos trazaron patrones a lo largo de mi espalda y un nuevo suspiro escapó de mis labios.
―¿Es eso lo que deseas?
No, por supuesto que no. Quizás un par de años atrás la idea hubiese sido la meta de mi existencia hecha carne y realidad, pero no, no era eso lo que quería para mis hijos. Ellos eran el verdadero amor de mi vida.
Fersen me observaba con atención como si todo mi miedo escapara de mi mente o tuviese marcado en mi rostro mis ideas, quizás era así, siempre fue fácil fingir que éramos nadie cuando estábamos él y yo, siempre fue sencillo para el saber cuándo lo necesitaba para mí, para no ahogarme en este mar de mentiras.
―Bésame querido.
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1836, al norte de Suiza.
El mundo había cambiado tanto en tan poco, frente a mis orbes rojizos debido a mi reciente alimentación, el mundo se defenestraba cada día más, desde cada punto del que mis oídos podían captar se alzaban en busca de algo que todavía no comprendía con exactitud, la libertad.
Los reinos flaqueaban y las tierras nuevas gritaban y peleaban por sus derechos, con los ojos cerrados podía imaginar a Fersen y Lafayette como libertadores, como los luchadores apasionados que siempre fueron, llenos de vitalidad y fuerza. Esa idea era un dulce y tortuoso engaño. Napoleón había caído, pero ya ninguna noticia nada me daba paz, no desde que vi a Fersen morir delante de mis ojos.
Todos a mi alrededor crecían, mis nietos eran jóvenes llenos de gracia y belleza, aun si apenas podía observarlos desde la penumbra, la ciencia y las artes daban un salto abismal y ahora ofrecían una gran esperanza ahora a todo aquel que quería ver más allá del temor a lo desconocido, en el continente todos danzaban con gracia al ritmo de algo nuevo llamado Vals. Las disputas políticas que nunca acababan me eran irrelevantes y todo aquel elixir de vida desbordante durante la batalla de Austerlitz solo me ofreció una oportunidad abierta de saciar mi hambre y quizás, un poco de la rabia que ardía en mí. Sabía que ahí estaba la descendencia de mi hermano, pero eso ya no importaba.
Yo ya no era María Antonieta de Austria, ni de Francia, era nada y de nadie.
Era un monstruo, pero que me perdone Dios porque soy egoísta y quise con todas mis fuerzas que Fersen estuviese conmigo siempre, incluso si tenía que ser mi igual.
Pero fue muy tarde.
Siempre estuve fuera de tiempo, él siempre estuvo fuera de mi control y yo lejos de alcance.
Pero él era tan bueno, tan correcto, nunca dudando en desnudar su espíritu ante quien fuera, con manos tiernas, ojos sinceros y una sonrisa que transformaba los inviernos en primavera y mis temores en esperanza. Era un hombre bueno, con un corazón cubierto en oro y nadie me lo iba a devolver. Nadie.
La pacífica muerte de Luis, rodeado de nuestros hijos y nietos, no era consuelo suficiente ―e intenté que lo fuese, pero no podía continuar, no era suficiente― porque Fersen había sido asesinado injustamente y Lafayette había fallecido sin justificación alguna.
Años después se derramarían ríos de tinta, para exponer la verdadera naturaleza de nuestra relación, pero yo sabía que todo era en vano. Nunca lo iban a entender. Porque morí tres veces en aquellos principios del nuevo siglo, la primera al caer en cuenta en manos de mi propia ignorancia y soberbia, lo equivocada que estaba al pensar que podría ser la reina que Francia necesitaba y aceptar mi destino, la segunda vez al ser atacada por aquellas bestias sedientas de sangre, que arrebataron la humanidad en mí. Y la tercera, al ver como los ojos azules más tiernos que alguna vez existieron perdían su luz.
Fui buena, trabajé duro para ser una esposa de la que Luis se sintiera orgulloso, una nuera de la que se sintieran afortunados y una madre que desbordara amor y dulzura, pero no fue suficiente, nunca lo era.
Así, abandoné el continente, con un último viaje a Suiza para despedirme de mi familia y soltar, porque ya no quedaba más por qué luchar. Observar desde las sombras ya no bastaba, mis hijos, los hijos de Gabrielle y ella, estarían bien y ya no tenía a quién proteger.
Todo el camino hasta el humilde hogar que vio volverse adultos a mis pequeños sentía una presencia pisando mis talones, esperé ansiosamente ser atacada y di mil vueltas para despistar a mis supuestos perseguidoras, pese a mis esfuerzos no pude librarme de la sensación ojos atravesándome la espalda.
Quizás solo era la muerte, añorando arrebatarme todo cuanto amaba.
―Gracias por haberme dado una buena vida ―susurré contra la frente de Gabrielle, mi preciosa amiga lucía más frágil que nunca dormida en aquel camisón. Sabía que con su avanzada edad la muerte le susurraba sobre la nuca, pero no podría irme si no me despedía―. Te amo. Gracias por cuidar de mi familia.
Esa noche ataqué una aldea, desconozco el nombre y nunca me atreví a averiguarlo en años posteriores. Pero si llevo fresco en mi memoria mi imperiosa necesidad de llorar, como añoraba que surcos de liberado dolor se deslizaran por mis mejillas, pero al igual que en todas las veces anteriores, no pude hacerlo.
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1925, Nueva York, Estados Unidos.
En mi camino, desde mi despedida de la reina de nada en quien me convertí, hasta el apogeo tecnológico que atravesaba el mundo ahora, conocí muchos seres que eran como yo, que perdieron su humanidad en algún punto. América no tenía una población tan grande, los nuestros como fue en Europa, sin embargo, ahora sabía bien qué era.
Vampiros nos llamaban, creaciones del maligno con las que asustaban desde los más pequeños hasta los más grandes. Y con mucha razón.
Fue en una tarde radiante, con luces listas en cada esquina para hacer a la gran ciudad una tierra llena de estrellas, música vibrante y en una noche bañada de lentejuelas donde todos reían y gozaban todavía el fin de la Gran Guerra ―la humanidad ya me había enseñado que nunca aprendían y me temía que las horribles catástrofes que vi se repitiesen― el ritmo del jazz me hacía sentir como una pluma a pesar del peso que nunca abandonaba mi pecho.
Durante casi ochenta años dediqué mi existencia a buscar seres como yo, para aprender a existir correctamente. No vivir, yo ya no sabía qué era eso.
Pero después de años de horrores, de perseguir las guerras para saciarme de aquellos hombres moribundos ofreciéndoles una muerte rápida y navegar mares de los que nunca oí hablar, empecé a sentir la humanidad y a ver realmente el mundo. Ya no tenía un corazón latente y aunque seguía luciendo como una belleza frágil, ahora era un arma, pero aprendí a adaptarme, después de morir y ser un alma en pena ―¿Teníamos alma los vampiros? Seguramente eso todavía no estaba reconocido― pasé a ser una bestia y de ellos a convertirme en una mujer anhelante de algo que no recordaba cómo lucía o cómo se sentía, pero que todavía se aferraba algo.
Pero estaba bien, el mundo ahora tenía cosas maravillosas como los automóviles ―vaya invento tan impresionante―, Coco Channel y Margaret Mead. Nunca, en mis ciento setenta años de existencia, me sentí tan poderosa siendo una mujer. Las faldas cortas eran un genuino regalo y aunque las condiciones siempre podían ser mejores, ya había visto a hombres y mujeres ser horribles, otros llenos de misericordia y muchos más ser víctimas de sus circunstancias, pero el mundo estaba cambiado, era lento, realmente lento para mi gusto, pero estábamos aprendiendo.
Los horrores de la fiebre española y la ventaja que me ofrecía mi naturaleza me hizo imposible huir de la necesidad de servir de algo en medio del golpe duro que sufría el mundo, solo Dios sabe cuántos jóvenes soldados, pequeños niños, hijas y madres perecieron bajo mi cuidado, pero cada nombre estaba escrito en mi mente y me motivaba a salvar a más personas. El mundo estaba mejorando, no iba a ser fácil, pero hace muchos años alguien me ayudó a mí y a mi preciada familia y era mi turno de hacer lo mismo.
― ¡Vamos Teresa! ―me llamó una amiga, era una pelirroja con un rostro bañado siempre de pecas y una sonrisa que siempre prometía problemas, le tenía mucho cariño. Fue de las primeras personas humanas a las que me acerqué luego de mi exilio autoimpuesto. ― ¡Dicen que el Señor Davis estará en la gala!
Reí negando ante la emoción desbordante de Christine.
―No comas ansias, seguimos con el uniforme de enfermeras ―le recordó otra de mis compañeras.
― ¡Ey es un ricachón! ¡Tal vez le gusten las enfermeras! No lo crees Tere-
El pavimento bajo mis pies se derritió y me sentía desvanecer yo con él. Ese rostro, podrían pasar siglos y todavía reconocería esos hombros y ese gesto de alguien que lleva años aprendiendo a contenerse, su cabello ahora marrón podría engañarme, pero era casi instintivo para mí, vestía un impoluto traje del azul más oscuro existente.
Lo sabía, era él y no era posible, murió en su casa cuando su pequeña María era apenas una bebé ―porque sí, le habían puesto él y la encantadora Adrienne mi nombre a su pequeña hija― sin embargo, mis ojos sobrehumanos no podían engañarme, era él.
En un parpadeo, un automóvil se cruzó delante de mis narices.
― ¡Dios mío Teresa! ¡Ten cuidado!
Busqué esos gélidos ojos azules y no pude verlo en la aglomeración de personas apresuradas que cruzaban por las calles de Nueva York. Fue como ver a un fantasma.
Pero yo sabía que no era posible, no importa cuanto supliqué al cielo, mar y la tierra, nunca volví a ver a mi amado Fersen frente a mí.
Estaba segura, el hombre que había visto era el Marqués de Lafayette.
── ♕ ──
1940, Londres, Inglaterra.
Estaba tan equivocada cuando pensé que la humanidad estaba aprendiendo. Alemania había invadido en la segunda mitad del año pasado. Las fuerzas polacas fueron derrotadas por algo llamado "guerra relámpago", el epítome de la brutalidad se había vivido a partir de ese momento. Desde aquel día cuando vi a Gilbert ―en mi mente inconscientemente había comenzado a llamarlo así― no podía volver a mi vida de antes. Mis hijos, mi esposo, mis amigos, todos cuantos había amado, llorado y enterrado volvieron a la vida con él.
El asalto a la vulnerable Polonia había sido suficiente motivo para que Francia e Inglaterra unieran de inmediato a la guerra que empezaba a formarse y las enfermeras eran más necesarias que nunca, no obstante, pese a los horrores que vieron mis ojos inmortales, era difícil tomar la iniciativa de ir. Lamentablemente, tiempo después Noruega y Dinamarca fueron tomadas.
Y así sabía que tenía que hacer.
Tenía que saber si mi inmortalidad estaba jugando con mi mente y si en el mundo había una batalla donde inocentes fuesen mancillados, sabía qué Gilbert estaría ahí. Ese era el tipo de persona que fue siempre.
Debía luchar con lo que tenía y buscar las respuestas que necesitaba.
Los días se hicieron meses y lo que los radios transmitían no era ni la mitad de las cosas que podíamos vivir en carne propia, mi esperanza de ver a Gilbert se agotaba a la misma velocidad que mi fe en ver esta guerra acabar. Francia cayó también y solo podía pedir a Dios ―si todavía me escuchaba― por el alma de cada uno de los desprotegidos, tal y como mi madre hacía muchos años me enseñó.
Una carta llegó un día desde Estados Unidos en una tarde de 1943.
"Mi reina, aléjese del fuego cruzado, tengo certeza de su buen juicio, no permita que su noble corazón la arroje a manos enemigas o llame demasiado la atención. Manténgase a salvo. ―G."
Él era como yo. Sabía que el fuego podía matarnos.
Entonces... ¿Por qué nunca antes se acercó a mí?
── ♕ ──
Navidad de 1990, Londres, Inglaterra.
Desde ese día no volví a saber nada de Gilbert, el mundo seguía avanzando y se volvió a recuperar de otro golpe duro. La humanidad demostró de nuevo de qué estaba hecha, era maravilloso verlo resurgir después de la tormenta.
Londres brillaba como nunca y aunque el frío no provocaba una reacción real en mi cuerpo inmortal, había algo reconfortante en todas las cálidas capas de ropa que llevaba conmigo. En mis años como mortal vi perecer a mi primera familia y aunque había jurado enterar mi corazón con mis seres queridos y mi existencia mortal, no fue posible.
En el transcurso fue tan sencillo cautivarme por las personas que encontraba. Siempre amé las cosas hermosas y sin duda había encontrado personas llenas de una luz que si bien ya no brillaba en mí podía verla reflejada en mi ser al compartir con ellos.
Estudié más idiomas, las artes y la música, seguí siendo una ávida amante de la ópera y ahora el teatro, pero era difícil aferrarse y saber que luego tendría que soltar, así era con los humanos. Todavía no perdía totalmente el rastro de mi descendencia, pero era difícil seguirles el paso, estaban en cada punto del mundo y eso me hacía muy feliz, la idea de que ignoraran como en un par de días o una mala decisión pudo habernos consumido a todos me brindaba cierta tranquilidad.
Todavía no era suficiente, la maravillosa voz de Nat King Cole arrullaba mis oídos al pasar por las calles, las luces de Navidad le dieron un toque mágico a la gran ciudad, la mayoría de las tiendas cerradas por la Nochebuena, mis amigos compartiendo con sus familias y yo anhelando algo que sabía que era, pero no quería ser encontrado.
Camino a mi apartamento sentí cómo los copos de nieve se deslizaban de mis cabellos hasta mis mejillas, podría pretender que eran lágrimas.
Nunca aprendería a soltar.
La eternidad no está hecha para estar sola.
Nunca me sentí bien con alguna tribu, no importa que tan comprensivos fueron.
Encajé una vez, con un diverso grupo de personas que eran mi familia y mi hogar en un gran palacio donde aún rodeada de decenas de personas me sentía sola.
Y ya no sabía cómo encajar en otro lugar.
Tampoco quería aprender a encajar en un nuevo lugar.
En el momento en que pisé la entrada de mi casa supe que alguien había entrado, alguien sin un pulso.
Si mi corazón todavía latiera, sin duda sus palpitaciones se habrían disparado.
Al abrir la puerta ahí estaba, vestido con un grueso abrigo negro y con una titubeante expresión que supuse procuraba ser una sonrisa. Quería hacerle tantas preguntas, quería abrazarlo, quería llorar por todos a los que perdimos. Dios, quería gritarle por dejarme sola tanto tiempo.
― ¿Por qué estás aquí? ―fue lo único que salió de mis labios temblorosos.
Mi pregunta sin duda lo tomó por sorpresa. En otro momento, en otro siglo y otra vida, me habría regocijado al verlo perder el temple. Pero el dolor en mi pecho no me dejaba apreciar esas cosas.
―María...
―Ya no me llamo así.
Cerró los ojos con fuerza, quizás mis palabras eran bruscas, pero en este punto ya no podía detenerme: ―Tiene razón, perdón.
―... aparte, deberías saberlo. Llevas espiándome, ¡años! ¡Años permitiéndome creer que estaba sola! ―Mi respiración se agitó, como si el aire se me cortara, sabía que no era posible, no necesitaba respirar, pero ya nada tenía sentido―. No tienes idea de cómo me sentí.
Deseaba tanto abrazarlo.
Me sentía tan, tan sola.
Quería sentirme protegida de nuevo.
Quería lastimarlo también por darme la espalda.
―Sé cómo te sentiste... Perdón, como se sintió.
― ¡Oh, por favor! ―gruñí ―, ya no somos nadie, Lafayette. Yo no soy una reina ni tú un marqués. No me debes ningún respeto especial.
Él asintió con la espalda recta.
Recordando que todavía estaba de pie bajo el umbral de la puerta de mi casa, entré y me despojé de mi abrigo.
Le di un vistazo por el rabillo del ojo, él seguía de pie en la misma posición. Seguro no necesitaba echar un vistazo a la habitación, sabría él cuanto tiempo llevaba esperándome.
―Perdóname por nunca acerarme.
La madera del perchero crujió bajo mis dedos.
―Eso no es suficiente, deberías saberlo.
Vi sus ojos, ese azul que prometía protegernos de cualquier tormenta, ahora me ahogaba viva y ya no recordaba cómo nadar.
―Lo sé, merezco que me devuelvas a donde pertenezco ―Dio un paso hacia mí e inconscientemente retrocedí― No sé bajo qué circunstancias te trasformaron, pero cuando me pasó no sabía que tú eras...
Me negué a mirarlo. Habían pasado más de doscientos años y no iba a sucumbir, la muerte me robó demasiado, pero no alcanzó a quitarme también mi orgullo. No iba a decirle todas las lunas completas que sollocé su nombre más veces que los nombres de todos a los que amé cuando la inmortalidad era demasiado para mí. Tampoco le hablaría de la horrorosa manera en que me convertí en esto, me aterraba que de alguna manera ya lo supiera.
―Prometí protegerlos, a todos y no pude hacerlo ―El dolor se filtraba en su voz ―. Y siempre voy a odiarme por eso. No creí que me quisieras cerca.
Una risa amarga salió de mí.
― ¿No creíste? ―le grité― ¡No tienes una idea! ¡Te necesité y me dejaste sufrir sola! ¿Dónde estuviste cuando Fersen fue asesinado injustamente?
Sabía que lo estaba lastimando, casi podía vislumbrar el agujero que acaban de hacer, pero la parte más dolida de mí quería que saboreara aunque sea un poco del dolor que llevaba cargando por años.
―No llegué a tiempo, Teresa ―Su voz salió tan ahogada que casi me sentí mal, casi―. Y sé que de nuevo llegué tarde, pero me alegra que sigas con vida ―Bufé, pero eso no lo detuvo―. Estuve en casi todas las batallas en las que estuviste, pero cuando tú fuiste un ángel salvador yo nunca dejé de ser un soldado más. Después de mi vida y dejar a mi familia no era más que eso.
―Tú proteges gente, es lo que haces.
―Y mira que bien lo hice.
Negué con mi cabeza: ―No puedes responsabilizarte por lo que pasó conmigo―. Puse mi mano en su hombro y seguí con toda la serenidad que podía tomar en mí―. No puedo perdonarte tan pronto. Deseo hacerlo con todo mi corazón, pero no es tan fácil.
No era fácil recordar cómo amaba, ya lo había olvidado.
Teresa quería un poco a todas las criaturas y se preocupaba por el bien de los débiles, pero María amó con la furia de los vientos y la fuerza de un tifón, ya no recordaba cómo fue María.
Él tomó mi mano entre las suyas, era tan extraño ver esas manos masculinas sin sus guantes, mi mano lucía tan frágil entre las suyas.
―Tómate el tiempo que necesites, esperaré la eternidad si es necesario.
―La eternidad en horrible cuando estás solo.
―Lo sé.
── ♕ ──
1979, Versalles, Francia.
La expresión en los rostros de las personas en la habitación no podía ser más diferentes entre sí, donde Luis observaba el cuadro en la pared ―como avergonzado de nuestros deseos―, mi querido Fersen había lucido devastado a pesar de conocer los detalles con antelación de mi propia boca, D'Eon sostenía una expresión de total seriedad muy símil a la que poseía el mismo Lafayette, Blaisdell lucía una expresión casi enferma, lucía pálido y a mi lado, Gabrielle sostenía mi mano con una suave sonrisa llena de ilusión.
Eran nuestros seres más cercanos y les habíamos compartido nuestro secreto mejor guardado, nuestro plan de escapar.
Nadie formulaba ninguna palabra y sentía que mi corazón saldría por mi boca.
Sabía bien que no podría hacerlo con la oposición de su parte.
―No pienso que sea seguro que vayan solos ―dijo Fersen después de unos minutos de silencio.
La mirada expectante que me dio mi esposo me dejó en claro sus pensamientos.
Si Fersen venía con nosotros también tendría que hacerlo Blaisdell y no podíamos hacer eso. Llamaría demasiado la atención. Lágrimas empañaron mi visión y un nudo en mi garganta me impidió formular siquiera una palabra.
―Con un buen plan podrán hacerlo ―aseguró D'Eon dejando en claro a Fersen que no había punto de flexión al respecto. Siempre se preocupó tanto por nosotros.
― ¿Es realmente eso lo que desean hacer su majestad?
La pregunta de Blaisdell hizo que apretara más la mano de Gabrielle. Y mi esposo evitó la mirada herida del consejero, tenía la impresión de que Blaisdell sabría desde antes sobre nuestro plan de huir de Francia, quizás me equivocaba o tal vez solo no podía aceptar la idea como el resto de nosotros.
Sin embargo, había una sola persona que no había mencionado una sola palabra al respecto.
Atrapé sus ojos azules y sonrió brevemente, de alguna manera sentía que había empatía y alivio en su hablar.
―Saldrán de Francia a salvo, sus majestades. Nos aseguraremos de ello.
Ellos eran mi familia, las personas que sabían lo que existía de verdad en mi corazón. Mi amor y lealtad hacia ellos y las de ellos hacia mí. Era tan afortunada. Únicamente esperaba que Dios y mi madre permitieran que todo saliera bien y en unos años pudiéramos vernos todos de nuevo.
── ♕ ──
2020, A las afueras de Londres, Inglaterra.
La breve conversación que tuve aquella Navidad con Gilbert desbordó algo nuevo en mí, había dejado ir a muchos fantasmas que debían descansar en paz de una vez por todas y a su vez, hizo resurgir mi esperanza. Como si me liberase de pesadas cadenas.
Ya no pasaba horas y horas pensando en cómo personas como Leonard o incluso Luis y Blaisdell podrían ser libres y felices, el mundo los amaría tal y como eran. O en mi querida hija, que podría haber sido una aviadora o mi pequeño un actor de Hollywood, ya no. Había aceptado que hice tanto como mi cuerpo humano permitió, que fui egoísta muchas veces y soberbia otro montón de ocasiones, pero aprendí y como lo hizo el mundo, nunca dejé de crecer ―no de forma física, por supuesto, seguía luciendo como una veinteañera a pesar de haber muerto a los treinta y tres años— aprendiendo a perdonar y a perdonarme a mí misma.
El mundo de nuevo atravesaba una crisis, ahora era una enfermedad que hizo que todos tuvieran que estar en casa para limitar los contagios. Como vampira, porque sí, hice las paces con ello y las cartas ―Gilbert no confiaba ni un poco en el internet, hecho que me hacía mucha gracia― ayudaron a conocer más sobre mi condición actual y ya podía decirlo sin sentir que la palabra se volvía cenizas en mi boca.
Para consternación de mi estimado amigo y bochorno propio, Robert Pattinson e Ian Somerhalder habían contribuido a cambiar mi percepción del vampirismo. Si bien no eran muy fieles a la realidad, siempre apreciaba un buen drama.
Regresando al problema, los humanos iban a salir de esto y en par de años sería otro borrón más en la historia. Quien diría que años después Fersen y yo nos volveríamos trágicos amantes de los que la gente seguía escribiendo y haciendo mil estudios.
Lo amé con todo de mí y ahora él descansaba en paz con mi amado esposo, mis queridos hijos y nuestros leales Blaisdell y D'Eon. Agradecería siempre la ternura del amor de Fersen y las dulces atenciones de Gabrielle, sin ellos no podría saber qué era la opresión que sentía en mi pecho cuando releía las cartas de Gilbert que habían llegado cada mes en los últimos diez años.
No fue fácil perdonar, pero él siempre tuvo mi amor; sin embargo, antes de entregárselo debía asegurarme de no perderme en el intento. Tenía que perdonarme a mi primero.
― ¿Crees que todo vaya a salir bien?
Mi gato me observaba desde el sofá en que descansaba cerca del fuego sin mayor atención.
Seguro pensó que estaba un poco loca, vestida con aquel enorme suéter de árbol de Navidad y dando vueltas en la habitación.
Después de aquella Nochebuena no nos volvimos a ver y ahora por fin estaríamos juntos, para todo el tiempo que las circunstancias y la eternidad nos quisieran dar.
Como siempre, pude sentir el momento en que llegó a mi pequeña casa. Me apresuré a abrir la puerta.
―Bienvenido Gilbert.
―Feliz Navidad, María.
Oh sí, también volví a usar mi nombre y dejé de llamarlo de esa manera solo en mi mente.
Sonreí ante las flores aplastadas que traía en su mano.
Estaba avergonzado y de verdad me pareció la cosa más linda del mundo.
―Las compré saliendo del trabajo y no se conservaron tan bien como esperaba en el camino.
Mi risa burbujeante volvió a llenar una habitación y sus preciosos ojos azules volvieron a ser atraídos por mi sonrisa. Tiré de él por su corbata para que entrara. ― ¿Solo traes dos maletas contigo?
Quizás no iba a quedarse conmigo.
Como si leyera mis pensamientos me tranquilizó con una pequeña sonrisa y una áspera mano sobre mi mejilla.
―Es solo lo más esencial, tenemos la eternidad para conseguir lo que podamos necesitar.
No había más sombras o fantasmas, esa Navidad brillábamos más que nunca y todo el recorrido de piedras tuvo sentido.
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NOTA DE AUTOR:
Escribí esto al inicio de la pandemia, talvez parezca que algunas cosas están escritas medio meh, pero en mi defensa, estaba muy enganchada jugando DUT en lo que pasaba encerrada.
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