Hazme Santa
Autor: chararii en AO3
Summary: Has pertenecido a todos ellos, una vez. Cada uno tomó lo que necesitaba, lo que ansiaba, antes de pasarte, dejando una marca para cada una de las estaciones, una ofrenda a la divinidad.
Ha llegado la cosecha y has sido elegida para servir a tu diosa.
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Has pertenecido a todos ellos, una vez.
No piensas mucho en eso, cuando estás entre la multitud con el resto del pueblo, escuchando a la Madre Miranda mientras comparte sus bendiciones en la plaza del mercado. Mantienes la cabeza baja y las manos cruzadas frente a tu cuerpo mientras repites la sabiduría divina que ella otorga a sus devotos seguidores. Cuando su voz se queda en silencio y sus alas colapsan en un revoltijo de plumas, te colocas detrás de la estatua y te quedas atrás. Se dice que llevar una de las plumas del Santísimo trae buena suerte y fortuna, pero nadie es lo suficientemente valiente como para recogerlas del suelo mientras ella observa. Crees que estás a salvo cuando el último de los aldeanos se va para ocuparse de sus asuntos diarios. Excepto que cuando te inclinas para recoger las plumas más largas y hermosas, te encuentras con el dobladillo de un vestido de plumas y el olor a humo e incienso.
—Niña. —Te enderezas lentamente, sin atreverte a mirarla directamente. Uno de sus brazos se mueve, alcanzándote hasta que sientes que una de sus garras puntiagudas se clava en la parte inferior de tu barbilla. Ella presiona tu carne suave hasta que te rindes, y miras hacia arriba solo para encontrar a la divinidad mirándote.
—¿Estabas buscando robarme? —Su voz es suave, su tono gentil, y te sientes avergonzada y aterrorizada al mismo tiempo.
—No, Madre Miranda —respondes en voz baja, un mero susurro entre las dos. Sus ojos claros brillan en la oscuridad invasora y te resulta imposible escapar de su mirada.
—Mis plumas son preciosas para mí. ¿Creías que eras digna de ellas? ¿Digna de mí? —Tus propios ojos se agrandan ante su pregunta y en tu prisa por negar su acusación: no eres digna de ella, nadie podría aspirar a ser digno de la divinidad, tus palabras te fallan. Ella se eleva sobre ti, tan cerca que puedes sentir cada respiración en tu piel, y te congelas como lo haría un animal frente a su cazador.
—¿Qué voy a hacer contigo? —Te estudia, en silencio, buscando algo que no puedes nombrar. Tu corazón late salvajemente en tu pecho mientras no te atreves a moverte. Ella tararea, solo una vez, y arrastra su garra a través de tu piel, provocando un susurro ahogado de dolor desde lo más profundo de tu garganta. Observas cómo se lleva el dedo a la boca, saborea la única gota de sangre que te ha quitado solo para que sus ojos se iluminen. Las comisuras de sus labios se mueven hacia arriba muy levemente, y dice:
—Hmm, hay alguien que apreciaría mucho tu compañía. —Ella te suelta de su agarre entonces, y en tu sorpresa, casi tropiezas. Te tranquilizas justo a tiempo para vislumbrar su rostro que ha vuelto a una expresión perfectamente neutral. Ahora está más lejos de ti, pero no recuerdas haberla visto moverse.
—Ve al castillo. Y compórtate. Eres un regalo, después de todo. —Quieres suplicarle. Ofrecerte a ella en el servicio eterno. Lo que sea, para evitar el destino que te espera en el castillo. Pero antes de que puedas abrir la boca, ella ya se ha ido y en su lugar, una pluma solitaria que se desplaza lentamente hacia abajo, llegando a descansar sobre la nieve blanca y prístina. No sabes por qué la dejó; si está destinado a ser una lección, o una bendición, o algo más que no entiendes. Aun así te tambaleas hacia ella con piernas temblorosas, la tomas entre tus dedos temblorosos y miras hacia el castillo que se eleva en la distancia. La palabra de Madre Miranda es ley. Desafiarla solo trae la muerte a aquellos que se atreven, y a todos los que alguna vez amaron. Cierras los ojos, murmuras una oración en voz baja y comienzas a caminar.
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Lady Dimitrescu fue la primera en tenerte.
Llegas al castillo temblando. No llevas nada más que tu ropa raída, un vestido sencillo que no hace nada contra el frío penetrante. Entre tus dedos rígidos y congelados, todavía acunas la pluma, rezando para que te proteja de las criaturas que esperan detrás de la pesada puerta. Tocas una, dos, tres veces. La puerta eventualmente se abre por sí sola y cuando te apresuras a entrar, te recibe calidez, lujo y poco más.
Te lleva a entrar en el salón principal para que vengan a saludarte. Tres enjambres separados de moscas que se convierten en tres mujeres separadas, rodeándote como tiburones hambrientos con sus armas desenvainadas y mostrando sus dientes. Una de ellas te empuja al suelo con una risa aguda, lamiéndose los labios mientras se acerca.
—¡Espera! Miren. —La mujer que está arriba de ti hace una pausa, y sus ojos bajan más, ampliándose al ver la pluma a la que te aferras como si fuera tu salvavidas.
—¿Un regalo? ¿Para mamá?
—Pero la Madre Miranda no ha enviado-...
—Cállate. Llevémosla a la sala de ópera.
—No eres divertida, Bela. —Te agarran de los brazos y te ponen de pie, sin volver a mirarte. Lo que sigue tiene que ser una de las experiencias más desagradables de tu vida. Las mujeres vuelan por los pasillos, hacen vueltas que te dejan mareada, mientras carcajean y aúllan de alegría como animales salvajes. Cuando finalmente, finalmente, se detienen, te dejan caer y caes de rodillas, tratando con todas sus fuerzas de no vomitar.
—¿Qué significa esto, hijas? —Tu mente todavía no se ha puesto al día con tu cuerpo, por lo que no reconoces la voz por lo que es y te olvidas de tener miedo.
—Un regalo. De la Madre Miranda. —Sientes que te levantan por la nuca, más y más alto hasta que tus pies cuelgan en el aire y te inmovilizan un par de ojos dorados y brillantes.
—¿Un regalo? Madre mía, qué considerado. Ha pasado tanto tiempo... —Los labios rojo rubí se abrieron en una amplia sonrisa, a partes iguales hermosa y terrible, y en ese mismo momento, tu miedo regresa a ti.
—Hueles delicioso. —Tu mundo se oscurece después de eso y no intentas luchar contra él.
Te despiertas con la sensación de descansar sobre suaves nubes, disfrutando del calor que te rodea y la sensación de una tela tan suave que se siente como agua en tu piel. Un suspiro de placer se abre camino a través de tus labios y mientras te mueves, con los ojos aún cerrados, sientes algo frío descansando contra tus costillas. Despertada por la curiosidad, abres los ojos para comprobar, solo para que la sangre se te congele en las venas. En un instante, todo vuelve a ti. Madre Miranda, el castillo, las hijas, Lady Dimitrescu-...
—Por fin estás despierta. —Todo tu cuerpo se congela mientras ella habla y tu cabeza da vueltas. Allí está sentada, en una silla frente a un enorme tocador, sosteniéndote la mirada a través del espejo. Al vislumbrar tu propio reflejo, te mueves para inspeccionarte a ti misma. Alguien te ha quitado el vestido y te ha puesto algo nuevo, un camisón que te sienta tan bien como si hubiera sido hecho pensando en ti. Es de un rojo intenso, confeccionado con las sedas más finas, un corte lateral para exponer la longitud de la pierna y un escote tan bajo que muestra el valle entre los senos. Entre ellos cuelga la pluma, unida a una fina cadena dorada, que brilla en innumerables tonos de verde intenso y púrpura vibrante.
—Es invierno —dice la dama, mientras te observa de pies a cabeza, nada en su rostro revela cómo se siente.
—¿Sabes lo que eso significa? —Sacudes la cabeza mientras acercas las rodillas al cuerpo, aterrorizada por el destino que te espera.
—Es mi temporada —habla y se levanta de su asiento, acercándose a ti con un giro en sus movimientos y fuego en sus ojos. Se detiene una vez que está frente a ti, alcanzando el cielo como una torre, haciéndote temblar de miedo ante ella.
—Ha llegado el invierno y fuiste enviada para traer la adoración.
Ella desciende sobre ti entonces, como una tormenta furiosa, violenta e implacable. Te inmoviliza en la cama, frota su nariz a lo largo de tu garganta, arrastra su lengua por tu estómago. Te toma, se convierte en tu primera vez de innumerables aspectos mientras acaricia tus pechos, te frota entre las piernas antes de saborearte con su boca hasta que arqueas la espalda, sudorosa, exhausta, delirante. Y justo cuando empiezas a ver estrellas, ella hunde sus colmillos en la delicada piel de tu cuello, atracándose mientras tu éxtasis espesa y endulza tu sangre. Cuando termina, te deja en la cama, permitiéndote caer en un sueño profundo y reparador.
La adoración, en el Castillo Dimitrescu, es algo primordial y visceral. Es la dama que toma lo que desea, ya sea de tu sangre o de tu cuerpo, cada vez que los antojos se vuelven demasiado fuertes para negarlos. Te mantienen en sus aposentos personales, encadenada a su cama a menos que ella quiera que la sirvas en otro lugar. No vuelves a ver a sus hijas ni a las criadas que te atienden mientras descansas. La dama no es amable y deja sus marcas por todo el cuerpo excepto por las que no se desvanecen por sí solas. Esas, las reserva solo para tu cuello, tus mejillas, tu cuero cabelludo.
—Yo llegué primero —te dice una noche tranquila con sus dedos profundamente dentro de ti y sus dientes mordiendo tiernamente tu labio—. Yo llegué primero, así que el sabor fresco es mío para disfrutarlo. Es mi deber sagrado y mi privilegio sagrado. —Gritas de placer cuando ella empuja sus dedos dentro de ti una y otra vez, su otra mano inclina tu cabeza hacia un lado, exponiendo tu cuello y manteniéndolo en su lugar.
—Los demás te tendrán a su tiempo, pero la sangre virgen está reservada solo para mi beso.
Pasan los días, luego las semanas. Cada noche ella te atiende como un reloj, atrapándote en un ciclo eterno de sueño, lujuria y olvido después de que ella termina contigo. Hace mucho que perdiste el miedo; no sabes lo que planea hacer contigo, pero nunca bebe más de lo que puedes soportar perder, nunca va demasiado lejos al dejar sus marcas en tu cuerpo. Miras tu reflejo en el espejo un día, inspeccionando cada marca de mordedura que está grabada en tu cuello, cada línea que ella dibujó en tu piel con sus garras. Dejarán cicatrices, las sirvientas se aseguraron de eso y, aunque deberías estar aterrorizada, enojada y lamentando tu piel impecable, no puedes evitar ver una extraña y retorcida sensación de belleza en el lienzo en el que te has convertido. Significa algo. No sabes qué y no te atreves a preguntar, pero la dama hace difícil pensar en otra cosa que no sean sus dedos, sus labios, su figura divina. Madre Miranda te envió a adorar y adorar, lo harás. Es tu propósito y la dama es muy fácil de adorar. Pasas las noches en su cama y los días a su lado. Ella te viste con hermosos vestidos y joyas caras. Estás a sus órdenes y cada uno de sus deseos es tu deseo, ya sea que te quedes quieta durante horas interminables mientras ella te inmortaliza en un lienzo propio o si descansas en una silla mientras ella se sienta frente a un piano, sus dedos largos y expertos deslizándose sobre las teclas con la facilidad de quien tiene toda la eternidad para refinar su habilidad.
Ella no es amable contigo, no regala palabras de elogio o aprecio. Lo que le gusta, lo muestra con sus acciones. La dama te exige que la entretengas y cuando tu voz es una decepción, los rasguños que dejan sus uñas son especialmente profundos. Cuando te ordena bailar y se deleita con tus movimientos fluidos y gráciles, se pasa una noche entera con la lengua entre tus piernas. Ella sabe lo que te gusta y a lo que más reaccionas, y usa tus preferencias como castigo e incentivo. Eres un juguete para ella, un juguete para ser usado y disfrutado en su tiempo libre, y te lleva un tiempo sospechosamente corto acostumbrarte. Una vez que lo haces, te acomodas en un buen ritmo que nunca te ha hecho cuestionar tu propósito o tu futuro a favor de disfrutar de los placeres del mundo que están a tu alcance.
Cuando el hielo comienza a descongelarse y el frío toque del invierno abandona la tierra, ha llegado el momento de que sigas adelante.
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Lady Beneviento fue la segunda en tenerte.
No vuelves a ver a Lady Dimitrescu después de la última noche que pasan juntas. El último mordisco que deja es más profundo que los anteriores y la marca es de un rojo furioso brillante, justo en el costado de tu cuello, que se muestra para que el mundo la vea. Las doncellas del castillo te vistieron con un hermoso vestido color lavanda pálido que es más modesto que cualquier otro que hayas usado en los últimos meses. A diferencia de tu viaje al castillo, no se espera que camines sola. Un carruaje te está esperando y, cuando lo abordas, le das una última mirada al castillo antes de dejarlo atrás.
El viaje en sí es corto y sin incidentes. El conductor evita el pueblo, favoreciendo una variedad de caminos accidentados que son difíciles de transitar. No te importa mucho. La primavera es su propio tipo de belleza, por lo que respira el aire fresco y admira las flores amarillas que se abren a lo largo del camino por el que viaja. De vez en cuando crees que ves algo escondido en la niebla, pero pronto descartas el pensamiento. Los fantasmas no son reales y, a pesar de la tranquilidad que se ha apoderado de tus huesos durante tu estancia en el castillo, lo que te espera es una incógnita y no puedes ocultar tu nerviosismo.
—Hemos llegado, señora. —El hombre no ofrece su ayuda cuando intentas bajar del carruaje, alegando que no es su lugar ponerte una mano encima. Se marcha tan pronto como tocas el suelo con los pies, dejándote caminar el resto del camino por tu cuenta. No te importa mucho y una vez que sales del ascensor que conduce a la Casa Beneviento, te olvidas de todo. La vista frente a ti es casi mágica.
Ubicada justo en el borde del acantilado, se encuentra una hermosa y antigua mansión. Justo al pasar ruge una cascada gigante que rocía tu cara con pequeñas gotas a medida que te acercas a la mansión. Y alrededor hay más flores. Notas una pequeña sonrisa en tus labios. Algo acerca de este lugar, algo que no puedes nombrar, esparce una profunda sensación de comodidad y serenidad en tus huesos. Disfrutas de él al igual que disfrutas de la belleza de este lugar, sintiendo una extraña sensación de alegría en cada paso que das. Una vez que llegas a la puerta, levantas la mano para tocar solo para ver cómo se abre antes de que puedas tocar la madera.
—¡Ey! ¡Escuché sobre ti! ¡Dijeron que vendrías para la adoración de primavera! —Escuchas la voz sin ver a una persona y miras a tu alrededor.
—¡Aquí abajo, tonta! —No parpadeas cuando tus ojos encuentran a la dueña de la voz. Una pequeña muñeca, vestida con un vestido de novia, te mira fijamente. No es algo que esperabas, aunque en comparación con la titan bebedora de sangre y las mujeres insectos carnívoras, una muñeca parlante es casi sorprendentemente ordinaria.
—¡Bueno, vamos! Donna te ha estado esperando, ¿sabes? —Tragas saliva y entras en la mansión. Su interior combina a la perfección con el exterior; una especie de belleza de cuento de hadas con colores vibrantes, un toque de vida en todo lo que miras. La muñeca interrumpe tus cavilaciones, tira de tu vestido y te arrastra cuando no te mueves lo suficientemente rápido para su gusto. Te lleva a través de una puerta, más allá del vestíbulo a una sala de estar. No la notas hasta que habla.
—Bienvenida. —Se sienta en un rincón, en una silla que da a una de las ventanas. El sol brilla a través del cristal, bañándola en una luz dorada etérea. No puedes ver su rostro, está de espaldas a ti, pero incluso su voz es baja, suave y lo suficientemente gentil como para calmar la poca agitación que queda.
—No hemos tenido una doncella en décadas. —Lo poco que puedes ver desde donde estás, la piel de su cuello que no está cubierta por su vestido negro se ve juvenil e intacta por el tiempo. Ni una pizca de gris tiñe su rico cabello negro azabache que está recogido sobre su cabeza en un moño apropiado pero casual. Hay una pausa entre cada palabra que dice, como si no estuviera acostumbrada a hablar, pero no tienes problemas para esperarla.
—¡Ha sido abuuurriiidooo! —la muñeca interviene mientras corre a tu alrededor y sube a Lady Beneviento para sentarse en su regazo. La acción hace que la dama se ponga de pie con Angie en sus brazos, aunque todavía tiene que darse la vuelta.
—Ha llegado la primavera —susurra la dama mientras gira, revelándose poco a poco, el sol detrás de ella le otorga la ilusión de un halo.
—Ha llegado la primavera y fuiste enviada a adorar. —Ella te mira fijamente, mechones de cabello oscuro brillante enmarcando su rostro, mechones que son tan negros como sus ojos, contrastando con su piel pálida y sus labios sin color. Su tez es fría pero hay una calidez dentro de ella que brilla más que el sol. La respiración se te queda atrapada en la garganta mientras miras fijamente y cuando inclinas la cabeza en reverencia, deseas que algo de ese calor se convierta en tuyo.
La adoración, en la Casa Beneviento, es cosa tranquila y dichosa. La dama y su muñeca son contrapartes perfectas en todos los sentidos. Angie es enérgica y ruidosa, una fuente interminable de energía infantil, mientras que Lady Beneviento es tranquila y silenciosa, la escarcha persistente del sol abrasador de Angie. Angie te arrastra afuera para que te ensucies las manos en los jardines, te muestra cómo cuidar las flores amarillas que le gustan a la dama y, cuando está de un humor particularmente travieso, te reta a balancearte en la barandilla al lado de la cascada hasta que estés completamente empapada.
La señora te enseña a coser y, una vez que eres aceptable, te hace confeccionar diminutos vestidos para las muñecas que crea o, cuando Angie protesta lo suficiente, para la propia Angie. Rara vez te habla, pero no te importa el silencio. Con cada día que pasa, más y más flores amarillas comienzan a florecer y cada día que te despiertas, el aire huele un poco más dulce y el sol brilla un poco más. Te tiene en un estado de ánimo alegre, en lo alto de todo lo que te rodea, tu corazón tan lleno de amor y felicidad que pasas horas enteras bailando solo en el centro de la habitación, con música que solo tú puedes escuchar. Una vez, solo una vez, la dama se une a ti y cuando gira en tus brazos, con el cabello suelto y volando a su alrededor, está tan llena de color y vida que no puedes evitarlo. Te detienes, cerca, demasiado cerca de ella,
Todas las noches después de eso, las pasas en su cama. No es nada como las noches en el castillo; la dama te desviste y te hace acostarte con ella, sus brazos alrededor de tu estómago mientras te tira contra su pecho. Algunas noches, ella coloca su mano sobre tu hombro desnudo y te da la vuelta para inclinarte para besarte. Sus labios son más suaves que los del único otro par que has conocido, y se toma su tiempo. Ella no toma, no como lo hizo el invierno, sino que lentamente saca tu vida de tu boca, haciéndola suya. Al día siguiente, te hace sentar en el borde de su cama con ella arrodillada frente a ti, aguja e hilo en sus suaves manos.
—Llevas la marca del invierno y también debes llevar la mía —dice mientras introduce la aguja debajo de tu piel, dejando puntos perfectamente uniformes alrededor de la circunferencia de la parte superior de tu muslo. Su toque te hace temblar, pero te quedas quieta incluso cuando el dolor y el anhelo se vuelven casi insoportables. Cuando termina y ambas piernas muestran numerosas filas de puntadas expertas, se demora un momento, respirando contra tu piel.
—Te irás pronto —murmura, y por un segundo, los colores a tu alrededor se atenúan y cada sombra parece el doble de oscura.
—Ojalá no tuvieras que hacerlo. —Te acercas, más valiente de lo que jamás pensaste que serías, y tomas su mejilla con tu mano. Ella mira hacia arriba, te observa a través de sus hermosos ojos grandes y tú sonríes.
—Te verías hermosa, congelada en el tiempo como todas mis muñecas —reflexiona la dama, nostálgica y melancólica—, pero la primavera es transitoria. Sólo la divinidad es eterna. —Hace una pausa cuando se pone de pie, lo que hace que tu mano caiga como si rechazara tu toque.
—No fui elegida para ser divina.
El resto de tu estadía es un poco más sombrío después de eso, y cuando el calor del sol se vuelve sofocante y la última escarcha se derrite, ha llegado, una vez más, el momento de seguir adelante.
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Lord Heisenberg fue el tercero en tenerte.
El camino a la fábrica atraviesa el pueblo y no se puede hacer nada al respecto. Es con gran pesar que dejas atrás la mansión en la colina. Al igual que Lady Dimitrescu, Lady Beneviento no había venido a despedirte. En su lugar, Angie te acompañó al ascensor, su aura jovial ausente de su cuerpo de madera. Quizás tenía algo que ver con las flores. Se veían solo la mitad de coloridas que cuando las plantaste.
—La dama le ha pedido que viaje dentro del carruaje esta vez, señorita. —Haces lo que dice el conductor y te abanicas la cara con los niveles casi ridículos de calor que amenazan con asfixiarte en este espacio cerrado. Tu pueblo no es precisamente conocido por sus veranos calurosos y, si las personas que ves a través de la ventana son algo por lo que pasar, no estás solo en tu sufrimiento.
Solo empeora cuando llegas a la fábrica. Fue construido en un gran campo abierto hace generaciones sin montañas ni árboles altos que arrojaran sombras frescas. El carruaje te lleva hasta la entrada y cuando entras en la fábrica propiamente dicha, el vestido naranja quemado de Lady Beneviento hecho especialmente para ti se te pega a la piel. El sudor corre por tu cuello y piernas, haciendo que tus puntos piquen terriblemente.
No estás segura de adónde ir. Las puertas estaban abiertas pero, aparte de chatarra y óxido, no hay nada en la primera habitación a la que entras. Esperabas que la temperatura fuera más fresca en el interior, pero en todo caso, es aún peor. No sabes nada sobre la fábrica o dónde se encuentra su fundición y no parece importar. El calor está en todas partes de cualquier manera.
—Así que tú eres la chica, ¿eh? —Saltas ante la voz áspera que de repente suena detrás de ti. Un hombre se apoya en una de las puertas, con los ojos oscurecidos por unas gafas de sol oscuras. En su cabeza, usa un sombrero que se ve bien cuidado a pesar de los pedazos de hilo que cuelgan de su borde, y en su hombro descansa un enorme martillo que podría aplastarte en segundos.
—La maldita perra realmente piensa que no tengo nada mejor que hacer que entretener sus estúpidos rituales, ¿eh? —La ira irradia de él en oleadas y, a medida que se acerca, el aire se vuelve más y más caliente hasta que está justo frente a ti y sientes que te estás quemando viva. Se saca de la boca la delgada púa de metal que ha estado masticando antes de abalanzarse sobre ti.
—Bueno, adelante entonces. Has lo que haces. Adórame —dice burlonamente, y cuando te quedas quieta y en silencio, sin saber qué se supone que debes hacer, levanta la pierna y te patea en el estómago. El impacto no duele, pero expulsa todo el aire de tus pulmones mientras tropiezas hacia atrás, justo en un agujero en el piso que no viste antes. Te caes, y todo lo que te sigue es la risa viciosa de Lord Heisenberg.
La adoración, en la Fábrica Heisenberg, es una cosa viciosa y odiosa. A diferencia de las damas antes que él, Lord Heisenberg no quiere tener nada que ver contigo. A él no parece importarle si vives o mueres, ya que te abandonó en las entrañas de su fábrica en la primera oportunidad. La única misericordia, y la única misericordia que puedes esperar punto, es que él no está buscando matarte activamente. Eso, sin embargo, no excluye infligirte todo tipo de dolor para su diversión personal. No parece haber ninguna rima o razón para las pruebas por las que te hace pasar; a veces, sus construcciones de metal te persiguen, otras te arrojan a un pozo con trozos afilados de metal para navegar y, ocasionalmente, te encierra en una habitación con uno de sus lycans.
En cuestión de semanas, la fábrica te ha dejado más marcas que la dama del castillo en meses. Cada vez que te desmayas por el dolor, te despiertas con un frasco de medicina a tu lado en tu celda. Detiene el sangrado y vuelve a crecer lo que se ha perdido, aunque nunca, nunca, elimina las cicatrices. Ya estás acostumbrada a ellas, y pasas todas las mañanas estudiando tu estómago y la espalda para catalogar cada nueva marca. Son diferentes a los de Lady Dimitrescu, más salvajes, más descuidados, con bordes ásperos que apenas se asemejan a los cortes y mordiscos precisos de la dama.
Pasan dos meses hasta que vuelves a ver a Lord Heisenberg. Te despierta abriendo la puerta de tu celda de una patada, el fuerte sonido de metal contra metal te despierta de tu sueño en un instante. No te habla mientras te agarra del brazo y te arrastra a través de varios pasillos hasta que te empuja a una habitación que nunca antes habías visto. Es mucho más agradable que el resto de la fábrica con paredes blancas, una tina, un fregadero y hasta un espejo de tamaño natural. En medio de la habitación hay una mesa y sobre ella yace el vestido de Lady Beneviento, limpio y sin daños. Te lo quitó el día que llegaste, y en su lugar te suministró trapos irregulares.
—No puedo posponerlo más. Límpiate, ponte el vestido y luego pasa por esa puerta. Y date prisa. —Haces lo que dice. Muy pronto, tu cabello está empapado pero limpio, y el suave terciopelo del vestido una vez más abraza tus curvas. Caminas hacia la puerta que el señor señaló y llamas con cuidado.
—¡Date prisa! —te ladra desde el otro lado, así que obedeces. Lo que yace al otro lado debe ser su dormitorio personal; hay un banco de trabajo cubierto con una variedad de materiales, y otra mesa con varios objetos a medio terminar pero cerca del lado más alejado de la pared, hay una cama y sobre ella, el señor mismo.
—Han pasado años desde la última vez que tuve que aguantar esta mierda, pero supongo que la vieja bruja está empezando a sentirse débil, ¿eh? —pregunta, claramente sin esperar que hables.
—Debería matarte. Pero ella enviaría otra. No hay forma de salir de este puto espectáculo de mierda. —Él te mira y luego te hace señas con impaciencia para que te acerques.
—Una marca y algo de mi esencia. No creas que voy a disfrutar esto. Solo estoy cumpliendo con mi deber de hereje impío —gruñe el Jerarca mientras se levanta y se afloja el cinturón, sacudiendo la cabeza en una señal obvia para que te subas a la cama.
—Ha llegado el verano y exige tu puta adoración. —Él te toma sin el abandono lujurioso que mostró Lady Dimitrescu. Tampoco te guía suave y lentamente, saboreando cada momento sin aliento como lo hizo Lady Beneviento. En cambio, te acepta como si fuera su trabajo. Es rudo y no particularmente cuidadoso y te muerdes el interior de la mejilla cuando el dolor amenaza con traspasar tus labios. Te obligas a permanecer inquietantemente silenciosa y te alegras tanto como él una vez que gruñe y se retira después de terminar.
—Quieta. La maldita marca. —Bajas el vestido para que la parte inferior de tu cuerpo quede cubierta mientras desabrochas los cordones de tu vestido. Tu cabeza pertenece al invierno, tus piernas a la primavera y tu espalda al verano. Eventualmente regresa, pero sea lo que sea que planee hacer, no lo hace de inmediato.
—¿Siquiera intentaste protestar? ¿Para salir de esta mierda? —No crees que él quiere una respuesta, así que no le das una. No sabrías qué decir de todos modos. Recuerdas vagamente haber tenido miedo una vez, cuando acababas de llegar al castillo. Pero a medida que pasó el tiempo, la sensación de ansiedad o terror abandonó tu mente y tu cuerpo, para nunca volver, ya que los señores y las damas te llenaron de otras emociones.
—Ella solo te hace decir, 'que se jodan los señores, haz lo que dicen ', solo para que esa perra te chupe el alma después de un año de miseria. —Tu entorno está lleno de su furia y cuando cierras los ojos, extiendes la mano y la tomas, la inhalas, dejas que se asiente en lo más profundo de tu estómago, justo entre la lujuria que hay en tu cabeza y la alegría que hay en tus piernas.
—Jodidamente trágico. Deberías haberte suicidado cuando aún tenías la oportunidad. —No dice nada más después de eso. Un dolor abrasador estalla en tu espalda y gritas de agonía. Es demasiado, demasiado para ti y tus ojos se cierran y tus luces se apagan.
No mucho después, cuando el cielo se oscurece y las nubes están pesadas y llenas de lluvia, ha llegado tu hora de seguir adelante y sales de la fábrica con un gran símbolo de herradura grabado en la piel de tu espalda.
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Lord Moreau fue el cuarto en tenerte.
No hay ningún carruaje esperándote después de haber sido empujada a través de las puertas de la fábrica que inmediatamente se cerraron detrás de ti. El agua cae del cielo y los vientos son cualquier cosa menos suaves; el otoño está a solo una estación del invierno y se nota en el frío repentino y la lluvia torrencial. Esperas un rato, sin saber cuánto tiempo exactamente, hasta que aparezca un carruaje que nunca llega. Estás empapado hasta los huesos, el pelo se te pega a la piel y el vestido verde grisáceo que te tiró Lord Heisenberg no ayuda mucho a combatir el frío. Esperas a que se ponga el sol, antes de resignarte a que no habrá carruaje. Así que empiezas a caminar.
El viaje es miserable. Cuando llegas al pueblo, tienes más agua que cuerpo y los puntos están cubiertos de barro, lo que empeora la picazón aún más de lo que creías posible. Nunca te atreverías a tocar la obra de Lady Beneviento, pero la tentación es fuerte. Navegar por el pueblo es fácil y tienes pocos problemas para seguir las señales que te llevan hacia el embalse, pero una vez allí, estás atascads. No hay nada más que agua hasta donde alcanza la vista y ningún Lord a la vista. Lo llamas, una vez, en un intento desesperado por evitar una noche bajo la lluvia fría e intensa. No hay respuesta, por lo que te diriges al molino de viento más cercano, buscando refugio en su interior. Aunque toma su tiempo, eventualmente llega el sueño y te desmayas.
—Oooh nooo, oh nonono, regalo de mamá, regalo de mamá y se me olvidó... —Un murmullo frenético te despierta de tu sueño. Te estremeces y te sientes perezosa, pero los brazos que te llevan te sujetan con fuerza, incluso si la forma de andar de la persona que te lleva es torcida e inestable.
—Humanos, qué necesitan los humanos... calor. Alimento. Oh madre va a estar tan furiosa... —Reúnes tus fuerzas y parpadeas, haciendo una mueca cuando una gota de lluvia cae justo en tu ojo izquierdo. El movimiento alerta a quien te lleva y, sorprendido, casi te deja caer.
—¡Estas despierta! Perdón por olvidarte, nadie me lo dijo y pensé que eran solo rumores. No le dirás a mamá, ¿verdad? —Mueves débilmente la cabeza. No sabes de lo que está hablando y estás cansada, hambrienta y con mucho frío-... —Bien, bien. Gracias. Gracias. Ya casi llegamos, y me sobró un poco de comida humana del marinero que vino a través de-... —Te desconectas de sus divagaciones y pronto te duermes una vez más.
Esta vez, cuando recuperas la conciencia, estás caliente. Estás enterrada debajo de una montaña de mantas y un olor delicioso flota en el aire. Intentas mirar a tu alrededor, pero en el momento en que abres los ojos, un agudo estallido de dolor florece en tu cráneo, haciéndote silbar de incomodidad.
—Oh, bien, todavía estás viva. Me preocupaba... mamá no... —Algo se empuja contra tus labios y los separas automáticamente. El agua fresca corre por tu garganta y bebes con avidez.
—Tengo comida. Vamos, come. —La comida es sorprendentemente buena; cálido y abundante, exactamente lo que necesitas. Es ahora cuando finalmente puedes ver bien a quien te está hablando. Lo reconoces inmediatamente, no por su apariencia sino por su reputación. Su cuerpo está deformado y está encorvado, su rostro grotesco cerca del suelo mientras arrastra los pies por la pequeña choza en la que parece vivir. La decoración es escasa y todo parece bastante sin amor, como si no pasara mucho tiempo en este lugar.
—Eres la Doncella, ¿verdad? ¿La doncella de la cosecha? —Tú asientes. Nunca te han mencionado como tal antes, nunca nadie te aclaró exactamente qué es lo que estás haciendo o con qué fin. Reconstruiste parte de eso, a partir de la poca información que cada uno de los Jerarcas compartió contigo, pero antes de ahora ninguno compartió un nombre.
—Oh. Sí. Bien. Madre- ¿ella está bien? No ha habido una cosecha en... Ni siquiera puedo recordarlo. —Todo lo que tiene para ofrecer es un encogimiento de hombros impotente que Lord Moreau acepta sin más sondeos. Si bien parece saber más que tú, da la impresión de que lo mantienen en la oscuridad más que los otros Jerarcas. Recuerdas su tartamudeo nervioso, sus preguntas ansiosas sobre la Madre Miranda y te preguntas si simplemente está acostumbrado.
—Bien. Bueno, supongo que... El otoño ha llegado y requiere tu adoración. —Entonces se da la vuelta y te deja con tu recuperación.
La adoración, en el embalse de Lord Moreau, es algo sombrío y aleccionador. El señor parece eternamente desgarrado entre no hablar contigo y hablar y hablar sobre lo que sea que esté trabajando actualmente. Parece impulsado y desesperado tanto por tu atención como por tu reconocimiento. No hay nadie más en el embalse, y puedes ver de dónde viene su sensación de soledad. Así que pasas tus días a su lado, siempre al borde del agua, incluso cuando él se sumerge para nadar. No le gusta mucho la tierra y la mayor parte del tiempo esperas junto a la orilla, arreglando algas y conchas que él te da en varias formas y tamaños. Te pide que te unas a él una vez, pero le señalas los puntos. Algo oscuro pasa por su rostro entonces, pero se ha ido tan rápido como apareció y no vuelve a preguntar.
Sin embargo, algo cambia, y es su nueva tendencia a preguntar por los otros Jerarcas. Lo que hicieron, lo que te dijeron que hicieras, lo que te dieron de comer y de vestir y si hablaron de la Madre Miranda. Respondes lo mejor que puedes y con cada pedazos de información que compartes sobre los Jerarcas, él se vuelve más hosco y retraído. Un mes después de hacer la primera pregunta, desaparece durante tres días completos. Cuando regresa, es con una sorpresa.
—Donna te quitó las aletas pero yo traje medicina. Para que puedas nadar. —Lo dejas frotar la crema sobre tu piel y puntos, aunque tienes que luchar contra el impulso de decirle que mantenga sus dedos fuera del trabajo de Lady Beneviento. Una hora después, primero te sumerges en las aguas frías del embalse y mientras te estremeces inmediatamente, los puntos no pican.
Nunca has aprendido a nadar y el aprendizaje es un proceso gradual. El agua es desagradable y sucia, demasiado sucia para que puedas ver algo una vez que te sumerjas debajo de la superficie. Tu falta de experiencia hace poco para obstaculizar el entusiasmo de Lord Moreau.
—Mi esencia —grita mientras agacha la cabeza bajo el agua—, el agua lleva mi esencia y ahora tú también, ¡oh madre, estarás tan complacida! —La medicina, explica más tarde, sella las heridas dejadas por los demás evitando que sus marcas sean contaminadas por las suyas. Esa misma noche, abre la boca de par en par y deja que parte del lodo verde que lleva dentro de su cuerpo gotee sobre tus brazos. Luchas duro para no hacer un solo sonido, incluso cuando el ácido carcome tu piel, dejando líneas rojas furiosas que se deslizan por ambos brazos como las rayas rojas brillantes de un animal. Te pinchas la herida y siseas de dolor. El agua es, a pesar de su estado impuro, lo que alivia el dolor y cura gradualmente las quemaduras ácidas hasta que se vuelven de un tono plateado brillante.
A partir de ese día nadas con el señor todos los días. El alimento que comes es el pescado que pesca y la ropa que llevas adornada con escamas brillantes y perlas opacas. Eventualmente, ni siquiera la lluvia puede enfriarte más y los frecuentes resfriados que sufriste durante los primeros días de tu estadía son cosa del pasado. A diferencia de los otros Jerarcas, nunca parece muy claro lo que quiere de ti o lo que espera que hagas. Sin embargo, de alguna manera pareces haberlo descubierto y cuando la lluvia se convierte gradualmente en nieve y los bordes del embalse comienzan a congelarse, lo dejas atrás con una pequeña sonrisa en tu rostro.
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Madre Miranda fue la última en tenerte.
En lugar de un carruaje, ella te dio la bienvenida personalmente. Lord Moreau te envió con un gran festín y un vestido que manejó con más cuidado del que jamás le hayas visto exhibir antes. Echas un solo vistazo e inmediatamente sabes por qué. Es la cosa más exquisita que jamás hayas visto. Tan negro como el cielo nocturno, brilla en innumerables tonos de verde y azul dependiendo de dónde provenga la luz. Te sienta como una segunda piel, cae hasta el suelo y cubre todo tu cuerpo de pies a cabeza. Es a la vez modesto pero no, y las pocas plumas adheridas a la muñeca se parecen a la que llevas alrededor del cuello. Una vez que te das cuenta de lo que eso implica exactamente, tragas saliva y prometes dejar de pensar en ello.
Has pasado un año, las cuatro estaciones, adorando a los Jerarcas de esta tierra, cada uno de la forma que exigían. Nunca supiste cuál era tu propósito final, pero encontraste consuelo al pasar de un par de manos a otro, incluso si algunas eran más acogedoras que otras. Pero ahora el año ha terminado, la adoración está llegando a su fin. Ahora te quedas donde estabas al principio; sin dirección y sin guía. Recorres el camino desde el embalse hasta el pueblo en silencio, con la cabeza inclinada hacia abajo para asegurarte de que el vestido permanezca impecable.
No la esperas. No crees que nadie lo haría. A pesar de eso, ella se encuentra en medio de la carretera, a las afueras del pueblo, misteriosamente a salvo de la suave nevada que ha mojado tu vestido hace mucho tiempo. Te detienes en seco en el momento en que la ves antes de recordar quién eres y hacer una profunda reverencia. Ella no dice una sola palabra mientras, al igual que lo hizo hace exactamente un año, clava una de sus garras en tu barbilla y te obliga a mirar hacia arriba. Sea lo que sea que encuentre, parece ser suficiente.
—Ven —exige el Santísimo y tú obedeces. Ella te lleva lejos del pueblo, hacia las ruinas y hacia abajo debajo de la superficie. Las escaleras parecen interminables, pero cuanto más bajas, más cálido se vuelve y lo agradeces. Después de lo que parece una eternidad, la Madre Miranda llega a una puerta. Con un toque de su dedo, se abre, revelando un lugar que te deja sin aliento con asombro.
Las antorchas se alinean en las paredes, brillantes pero no lo suficientemente brillantes como para llegar hasta el techo que está envuelto en la oscuridad. La luz de una fuente desconocida se filtra a través de las vidrieras, pintando toda la zona de diferentes colores. El centro de la habitación, sin embargo, está ocupado por una enorme cama redonda. Sedas y mantas de varios colores cubren el colchón y cuelgan de sus bordes junto con un ejército de almohadas, todas colocadas con sumo cuidado, haciéndolas parecer acogedoras y perfectamente intactas.
—Adelante —dice la Madre Miranda y comienza a caminar hacia la cama. Una vez allí, se da la vuelta y, poco a poco, desliza sus manos por debajo de tu vestido. Tu corazón deja de latir cuando ella te toca y te sientes débil cuando su aliento roza tu hombro expuesto.
—Ha llegado la cosecha —te susurra al oído mientras sus manos liberan tu cuerpo del vestido, acariciando tu piel con una delicadeza que te derrite bajo su toque.
—La cosecha ha llegado y quiere para su adoración.
La adoración, en las Salas del Santísimo, es una cosa divina y omniabarcante. Ella toma tu mano una vez que termina de desvestirte y te empuja hacia la cama. Solo que ahora ves las innumerables piezas de joyería de valor incalculable que se encuentran esparcidas por todas las sábanas. Ella los coge, los zafiros, los rubíes y diamantes, las perlas, y te los pone mientras desliza sus dedos sobre las marcas que te han dejado los Jerarcas. Ella lame los mordiscos que recibiste de Dimitrescu, rastrea los puntos que recibiste de Beneviento, muerde la quemadura que recibiste de Heisenberg, clava sus uñas en las cicatrices que recibiste de Moreau. Ella te ama como ama las marcas, se inspira en la esencia que los Jerarcas sellaron debajo de tu piel y se alimenta. Ella te viste de riqueza y opulencia, te toca con deseo y misericordia, toma todas esas huellas ajenas y las reclama,
El tiempo no tiene sentido en este lugar en el que estás, ya que sus manos nunca dejan tu cuerpo, su lengua rara vez se aparta de tus labios. Ella es tu diosa, tu Santísimo, tu divinidad, y fuiste llamada a adorarla pero son sus manos las que traen la adoración, su boca la que trae el perdón, sus ojos los que te absuelven de todos tus pecados. Ella te limpia de la inmundicia que ha manchado tu simple existencia desde el día de tu nacimiento, extrae todo rastro de corrupción e inmundicia directamente de tu alma.
—El sacrificio ha llegado —ella respira contra tu cuello, su propio cuerpo desnudo presionado contra el tuyo, suave, etéreo y eterno—, y pide mi adoración. —Pierdes tu sentido de ti misma cuando ella enreda su vasija corporal con la tuya, se acuesta contigo como si fueras digna de ella, digna de su perfección sin fin. La pluma alrededor de tu cuello está atrapada entre ustedes dos mientras ella te acerca aún más, te ajusta contra ella como si estuvieras destinada a estar allí todo el tiempo como si hubieras sido creada con este momento, tu servidumbre a tu diosa, en mente. Ella te inhala y tú la exhalas mientras los latidos de tu corazón se vuelven uno, tus manos se vuelven sus manos, tus placeres se vuelven su placer, tu alegría, rabia y tristeza, todo lo que te han dado los Jerarcas, deja que tu alma indigna encuentre consuelo en su santidad en su lugar.
Apenas notas cuando tu piel se enfría, cuando la luz abandona tus ojos, cuando tu cuerpo, poco a poco, cae en un sueño profundo e intemporal. No te das cuenta cuando tu corazón se ralentiza, cuando tu respiración se detiene y tu alma parpadea como una llama moribunda. Todo lo que ves, todo lo que importa, ahora y por el resto de la eternidad es tu diosa y el sacrificio que has hecho para encontrar un pequeño fragmento de su divinidad para ti, para disfrutar de la sombra de su eterno resplandor.
Has pertenecido a todos ellos, una vez.
Lady Dimitrescu fue la primera en tenerte y te dio la lujuria, el deseo y el placer de encontrar las cosas buenas de la vida.
Lady Beneviento fue la segunda en tenerte y te dio paz y alegría, llenó tu corazón de los días apacibles que siguen al despertar del mundo.
Lord Heisenberg el tercero en tenerte y te dio furia y rabia, desafío incluso frente a un destino que estaba en su contra.
Lord Moreau fue el cuarto en tenerte y te dio tristeza y soledad, y la sombría aceptación de ambos.
La Madre Miranda te tuvo por última vez y te quitó, tomó el placer, la dicha, la ira y la soledad y, a su vez, te otorgó el regalo más grande de todos: la santidad y la inmortalidad dentro de la extensión infinita de su bendita alma.
Has pertenecido a todos ellos, una vez. Cada uno tomó lo que necesitaba, lo que ansiaba, antes de pasarte, dejando una marca para cada una de las estaciones, una ofrenda a la divinidad.
Llegó la cosecha y fuiste elegida para servir a tu diosa.
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