5. Mi paleta de colores.
Primer día de quinto de primaria. Llené mi mochila de materiales: libros, libretas y un montón de lápices y ceras de colores. Me la colgué al hombro y salí en busca de mi padre.
–¡Preeeparada!
Lo abracé. Él sonrió. Abrió la puerta.
–Adelante, princesita.
Me llevó en coche hasta la escuela. Al llegar, salió del coche conmigo.
–Cielo, tengo que volver a mi casa, pero volveré a verte en cuanto pueda, ¿vale?
Asentí con la cabeza.
–Hasta pronto, papá.
Lo abracé con fuerza. Entré a la escuela.
–¡Hola, Urbano!
–¡Aaaazuuu!
Chocamos el puño. Urba es mi amigo desde que entramos en Infantil con tres años. Ahora tenemos diez.
–Moisés, Cayetano –saludé al tiempo que golpeaba sus puños–, ¿qué tal?
Paseaba por el patio de la escuela, buscando a mis amigos. Me había quedado sentada apartada para terminar un dibujo que había comenzado en clase. Ellos lo entenderían: no debía perder mis momentos de inspiración. Dicen que de mayor seré una buena artista, y que ellos podrán fanfarronear de ser los amigos de una famosa.
Vi a un grupo de pequeñines. No me sonaban de nada, así que seguramente serían de primero de primaria; ya que en Infantil tienen un patio distinto.
Sonreí. Me parecían muy collejos. Teniendo entre tres y cuatro años menos que yo, eran mucho más pequeños. Criaturitas tiernas e inocentes.
Vi que un chico, el más alto, estaba abrazando a una muchacha por la espalda.
–Qué adorables.
Entonces, para mi sorpresa, uno de los otros muchachos golpeó a la pequeña en la barriga. Abrí mucho los ojos. Me alejé para poder ver el rostro de la chica. Necesitaba saber si estaban jugando, pues era muy consciente de que a aquellas pequeñas fieras les encantaba jugar a peleas.
Los ojos de la chica reflejaban temor. Me fascinaron por un momento, pues eran negros como la noche. Sacudí la cabeza para salir de mi estupefacción. Me acerqué a ellos con paso decidido.
–¡Eh, vosotros! ¿Qué creéis que hacéis?
–¿Y a ti qué te pasa, enana?
–¿Enana? Tengo diez años, y como no soltéis a esa chica y la dejéis en paz os vais a enterar de lo que vale un peine. ¿Queréis que llame a mis amigos?
Los pequeñajos se miraron entre sí. En seguida comprendieron que no era buena idea meterse con un grupo de quinto, así que soltaron a la chica y se fueron corriendo.
Me acerqué a ella, que miraba al suelo, quieta como una estatua. Parecía estar esperando el próximo golpe.
–¿Estás bien?
Asintió débilmente con la cabeza. Me agaché frente a ella para poder mirarla directamente a los ojos, ya que seguía observando el suelo. Es lo que suele hacer mi mamá. Dice que el contacto ocular es muy importante, y más con los niños pequeños.
–¿Segura?
Volvió a asentir.
–¿Por qué te pegaban?
No contestó. Me levanté. Miré a mi al rededor, descubriendo que los pequeños la observaban con hastío. Cogí su mano. Ella me miró aterrorizada. La solté.
–Ven conmigo. Esos chicos se asustarán cuando te vean con chicos mayores y te dejarán. ¿Quieres?
Asintió con viveza, mirándome a los ojos. Yo observé los suyos aprovechando la cercanía, ahora que, al mirarme, les daba de lleno la luz del sol. Sí que eran negros. Completamente negros. No conseguía distinguir el iris.
La guíe por el patio hasta que vislumbré a mi grupo y me acerqué a ellos.
–Mira, ellos son Urbano, Moisés, Cayetano y Savannah. –Me giré hacia ella, al darme cuenta de que no sabía cómo presentarla– ¿Cómo te llamas?
La pequeña me miró temerosa. Pareció acordarse de algo y miró camiseta. Señaló uno de los personajes dibujados en ella. Fruncí el ceño.
–¿Qué ocurre con tu camiseta?
–Esa es la princesa Leía... ¿No? –preguntó Urbano.
La chica asintió y se señaló con ambos pulgares.
–¿Te llamas Leia? –pregunté.
Volvió a asentir.
–Vaya... Sí que es tímida –comenté.
–Es normal, es muy pequeñita y nos verá como gigantes –contestó Savannah–. Bueno, menos a ti. –Sonrió– ¿Por qué la has traído si no la conoces?
–Unos niños se estaban metiendo con ella. No es la mejor manera de empezar el colegio.
–¡Ay, pobre! –exclamó Savannah.
Fue a abrazarla, pero ella se alejó.
–¿A qué te gusta jugar, peque? –le preguntó Cayetano poniéndose a su altura.
Ella se encogió de hombros. Nos observaba atentamente. Señaló la libreta que sostenía en mi mano.
–¿Quieres verla?
Asintió. Se la dejé sin quitarle ojo de encima, con miedo de que la rompiera. Ella se sentó en el suelo de piernas cruzadas y la abrió con delicadeza. Observó los dibujos con atención. Cada vez que pasaba una página lo hacía como si tuviera miedo a estropearla, como si fuera de porcelana. Se detenía tanto en cada una que casi me parecía que las estuviera analizando. Mis amigos y yo la observábamos con curiosidad. Era la primera vez que veíamos a un crío tan pequeño deteniéndose a mirar una libreta en lugar de correr dando gritos de aquí para allá.
Me asombré cuando dos lágrimas recorrieron su rostro. Me agaché ante ella para limpiárselas.
–Hey... ¿Qué te pasa?
La pequeña señaló la página que estaba mirando. Había dibujado un retrato mío llorando, ya que quería practicar ese sentimiento y mis amigos me solían decir de broma que era una llorona.
–Ay, es tan sensible como tú –dijo Urbano.
–Has encontrado tu yo en pequeña –comentó Moisés con una sonrisa.
La pequeña se apartó la libreta del regazo. Se puso de pie para acercarse a mí, que me había arrodillado a su lado. Tocó mis mejillas como si las limpiara. Estaba claro que me había reconocido en el retrato.
–Tranquila. Estoy bien, pequeña.
Ella elevó levemente su comisura derecha y sus pulgares.
–¿Por qué no hablas? –le preguntó Urbano.
–Es tímida –contestó Cayetano por ella, no queriendo que la molestara.
–No es tímida. Está tímida –respondí usando uno de los consejos de mi madre–. Cuando nos conozca mejor y se sienta con ganas de hablar, nos hablará. Ella es capaz de hacerlo.
Me sonrió.
–Es Leia... No Leía –susurró.
Su voz me resultó algo grave para una niña tan pequeña, pero era bonita, acogedora.
–Puedes venir con nosotros cuando quieras, ¿vale?
–Gracias –musitó.
Cogió de nuevo mi libreta y siguió hojeándola. Yo me encogí de hombros y hablé con mis amigos el resto del recreo, quedándonos cerca de donde la pequeña estaba sentada.
Algunos días después, paseaba con mis amigos por el patio hablando de la última película de Marvel cuando la vimos de lejos. Estaba rodeada de aquellos muchachos de nuevo. Uno de ellos le quitó el libro que tenía entre las manos. Leia comenzó a llorar. Daba saltos intentando cogerlo, pero el otro era mucho más alto. Los otros chicos la golpeaban. Parecía llevarse un golpe por cada lágrima.
Nos apresuramos a acercarnos a ellos.
–¡Leia! –la llamé.
Todos se giraron hacia nosotros. Los muchachos miraron a mis amigos y tragaron saliva.
Urbano se acercó al más alto. Le arrebató el libro de las manos.
–Ven a jugar con nosotros, Leia –le dijo a la muchacha.
Ella asintió. Corrió hacia mí y se escondió tras mi espalda.
–No volváis a tocarla. ¿Queda claro? –los amenacé– Es nuestra amiga.
–Sí, y como volváis a pegarle os devolveremos todos los golpes –añadió Moisés golpeando un puño contra la palma de su mano.
–Uno... por... uno –agregó Cayetano imitando sus gestos.
–Y por si aún os quedan ganas, os daremos cien más –continuó Savannah.
–Vámonos, chicos –les dije dando la espalda a los mocosos.
Cogí la mano de Leia, quien esta vez no la alejó Estaba temblando. Nos alejamos de los muchachos para sentarnos en un rincón más tranquilo.
–¿Estás bien? –le pregunté.
Asintió con la cabeza.
–¿Te duele?
Hizo un gesto con la mano para decir que un poco.
–¿Quieres agua? Mi madre dice que el agua lo cura todo –sugirió Cayetano.
Volvió a asentir. La acompañamos hasta la fuente. Ella nos miró al llegar. Al ver que no hacíamos nada, se puso de puntillas al lado de la fuente, para que viéramos que no llegaba.
Su altura era apropiada para las fuentes de Infantil, pero no para las de Primaria. Era muy pequeña para su edad. Tal y como yo.
Urbano se acercó a ella. La levantó con cuidado. La pequeña bebió con ganas de la fuente.
Cuando volvió a bajarla, le sonrió levantando los pulgares como agradecimiento. Nos reímos por lo tierna que se veía con su sonrisa mellada. Ella nos miró dudosa y se alejó un paso hacia atrás.
–Tranquila, pequeña. No nos reímos de ti. Es que tu gesto era muy adorable. –La imité– ¿Ves? Es muy mono.
Ella se rió. Una niña mayor estaba haciendo lo mismo que ella.
–¿Por qué se meten contigo? –le preguntó Cayetano.
–Dicen que soy la hija del Diablo...–contestó ella mirando el suelo.
Nos miramos extrañados.
–¿Por qué?
Leia lo miró sorprendida. Si un niño mayor no entendía la razón... Quizá sus compañeros se equivocaran.
–Por mis ojos.
–¿Qué les pasa? –preguntó Moisés.
–Son negros.
–¿Y? –inquirió Urbano frunciendo el ceño.
Volvimos a mirarnos sin entender nada. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra?
–Dicen que los tengo negros porque soy la hija del Demonio.
–¿Por qué?
Ella se encogió de hombros levantando las palmas de las manos.
–A mí me parecen unos ojos muy bonitos –comentó Savannah.
Leia sonrió vergonzosa y escondió el rostro tras sus manos. Nos reímos.
–¿La puedo adoptar? –preguntó la chica– Es una cosita adorable, jo.
Ella apartó lentamente sus manos.
–¿No me odiáis?
–¿Por qué íbamos a hacerlo? –pregunté.
Se encogió de hombros.
–Te digan lo que te digan esos niños... Es mentira –le dijo Urbano–. Sólo quieren meterse contigo. Te tendrán envidia.
–¿Por qué?
Él observó el cuento que aún tenía entre sus manos.
–Bueno... No todos los niños son capaces de leer historias de piratas ellos solos. ¿No te dan miedo?
Ella negó con la cabeza alegre e imitó un gruñido. Era una pequeña adorable, con el cabello negro revuelto y las ropas demasiado grandes. Su tez era muy morena y sus ojos negros denotaban un rasgo de inteligencia.
–Además, el color de tus ojos no te relaciona con el del demonio –añadió Cayetano.
–¿No?
–No. A ver... Si fueran rojos, vale. ¿Pero negros? No.
–El pelo de Azu es rojo.
–Naranja –corregí–. Pero aunque fuera rojo, no tendría nada que ver con el Demonio, Leia. El Demonio está ocupado en sus propios asuntos como para tener hijos y dejarlos por ahí repartidos en el mundo.
Yo no creía en seres divinos o mitológicos, pero me pareció la mejor manera de que la chica dejara de pensar en aquello.
–¡Hola! –grité al llegar a casa.
–¡Hola, cielo! La comida está en la mesa, yo ahora voy.
Dejé la mochila en la entrada y me dirigí a almorzar. Mi madre entró en la cocina. Besó mi mejilla antes de sentarse ante mí.
–¿Cómo te ha ido?
–Bien. Pero quería comentarte algo.
Ella frunció el ceño.
–¿Qué pasa?
–Hace como un mes o así conocí a una chica. Tiene seis años. Los niños de su clase se meten con ella. Les dijimos que la dejaran, pero no han dejado de hacerlo. Le dicen que es la hija del Diablo, que es tonta, le pegan... Incluso rompieron algunas páginas de su libro. No sé qué hacer, mami.
–¿Has avisado a los profesores?
Negué con la cabeza.
–Ella no quiere que lo haga.
–¿Conoces a sus padres?
Volví a negar.
–Debiste haberme avisado antes.
–¿Por qué?
–Eso se llama acoso escolar, Azuleima. Y por lo que tú me cuentas, el suyo ya está muy avanzado. Es peligroso.
–¿Por qué?
–Verás, cuando una persona sufre mucho psicológicamente, sobretodo siendo tan pequeña... Bueno, digamos que hay algo en su interior que se rompe. Y hay veces que no se puede reparar.
–¿Por eso están los niños tristes que van a tu consulta?
–Sí, cielo.
–No quiero que Leia termine así.
–¿Sus padres van a recogerla?
–No.
–¿Sabes dónde vive?
Me quedé pensando.
–Sí. Una vez la acompañé. Siempre vuelve detrás del grupo de su hermano, pero aquel día estaba muy asustada. Me sujetó de la mano y no quería soltarme. No me dijo por qué. Ella casi nunca habla.
–¿Tiene un hermano mayor?
–Sí, tiene ocho años.
–¿Podrías guiarme hasta su casa?
Asentí. Conocía esa mirada de determinación en los ojos de mi madre. Aquello era importante.
Comí en silencio para darme más prisa.
Horas después, estábamos de camino a la casa de la pequeña de ojos negros.
Mamá llamó a la puerta. Yo esperé jugando con mis manos nerviosa. Sabía que Leia no quería que dijéramos nada. Yo sabía que era lo mejor para ella, pero no sabía si se enfadaría conmigo.
Abrió un hombre esmirriado. Pareció desconcertado al vernos allí.
–¿Esta es la casa de Leia? –preguntó su madre.
–Eh... Sí. Es mi hija. ¿Ha hecho algo malo?
–No, pero me gustaría hablar con ustedes... Si pueden.
La pequeña se asomó al escuchar su nombre. Cuando me vio corrió hacia mí y tiró de mi mano hacia dentro. Su padre sonrió.
–Creo que se conocen.
–Es mi amiga –dije.
–¿No eres un poquito mayor?
–Tengo diez años.
Su hermano se asomó también.
–Hola.
–Hola, Luke –saludé.
Era popular dos cursos por debajo del mío, así que lo conocía bien.
–Bueno, pasen, pasen.
Entramos. Mi madre cerró la puerta detrás de sí. Era una situación incómoda para todos. Salvo para Leia, que tiraba de mi mano encantada, y para Luke, que nos miraba curioso.
–Uy, qué descortés. Discúlpeme. Soy Ángela, Ángela Duarte.
–Y yo Azuleima Adelmón.
La pequeña se señaló con los pulgares y mostró su camiseta, que esta vez contenía una imagen del rostro de la princesa Leia en grande. Sonreí.
–Sí, peque, tú eres Leia –contesté revolviéndole el pelo.
–Galán Macías –respondió ella orgullosa por sabérselo.
–¿Y Leia Galán Macías ha hecho algo que les haya molestado?
–Tutéame, por favor. No, ella no ha hecho nada. Pero creemos que sí se lo han hecho.
El padre entornó los ojos. Miró a su pequeña, que jugaba con los flecos de su camiseta a deformar el dibujo en ella.
Abrieron la puerta detrás de nosotras. Una señora abrió la puerta. Nos miró extrañada.
–¿Qué ocurre?
–Esta señora y su hija han venido a comentarnos algo sobre Leia. Pasad, pasad. El salón está por aquí.
Nos sentamos en un sofá, en frente de ellos. Mi madre y yo mirábamos maravilladas al rededor de nosotras. Todo estaba lleno de naves y figuritas. Además, los decorados y las pinturas de las paredes daban la impresión de estar dentro de una nave.
Luke entró en la habitación llevando de la mano a su hermana. No quería perderse nada, ni tampoco dejar a la pequeña sola.
–Disculpen mis modos de llegar aquí sin avisar, pero he encontrado oportuno avisarles cuanto antes. Mi hija, Azu, ha llegado hoy a casa diciendo que ha visto varias veces cómo golpeaban e insultaban a su hija en el patio del colegio. Parece algo grave.
Los dos adultos palidecieron, buscando con la mirada a la pequeña y cogiéndose de la mano inconscientemente. Luke miró a su hermana sorprendido. Leia, por su parte, corrió hacia mí y me golpeó con sus puñitos.
Su hermano se lanzó detrás de ella. La sujetó levantándola para que dejara de pegarme. Yo vi en su rostro la angustia que la agobiaba por no poder moverse.
–Hey, déjala.
Luke la soltó. La pequeña estaba llorando.
–Todo irá a mejor, Leia... No van a hacerte más daño. Te lo aseguro.
Ella trepó a mi regazo. Se acercó a mi oído para susurrar:
–No lo entiendes. Se meterán con Valeri.
Fruncí el ceño.
–¿Quién es Valeri?
–Es... nuestra mejor amiga –contestó Luke. Llamó a su hermana tocando su espalda– Leia, ¿por qué no me dijiste nada? Te hubiera protegido. Lo siento por no darme cuenta...
–Cielo, ¿estás bien? –le preguntó su padre.
Asintió con la cabeza.
–Iremos a hablar con su profesora mañana –comunicó su madre–. Muchísimas gracias por avisarnos.
Leia empezó a patalear y negar con la cabeza.
–Leia, Leia, tranquila... –le pedí. Estaba golpeando mis rodillas al estar sentada sobre mí– Hey, me estás haciendo daño. –Paró– Tu profesora te ayudará. No van a hacerle daño a Valeri.
–Quizá tendríamos que cambiarla de colegio...
–¡No! –gritó ella.
La miramos sorprendidos. ¿Qué la retenía? Ella se abrazó a mi cuello.
–Quiero jugar con Azu y sus amigos en el recreo.
–Pero Leia... Tú tendrías que jugar con niños de tu edad –contestó su padre.
–No, no, no, no, no, no, ¡no!
–Quizá podríais cambiarla de clase y ver si va mejor –comentó mi madre–. Avisar a los profesores para que tengan más cuidado. Si Leia se siente mejor sabiendo que Azu o su hermano están cerca, no deberían quitarle eso.
–Mamá es psicóloga –comenté al pensar que mi madre parecía creerse una sabelotodo.
–Bueno, si crees que es lo mejor... No sabemos qué hacer, la verdad, todo esto nos ha pillado muy de sopetón –contestó su padre.
–Leia, cielo... Ven –la llamó su madre.
Ella se acercó. La mujer la subió a sus piernas. La abrazó. Leia comenzó a revolverse.
Su madre la soltó con un suspiro.
Miré a la mía.
–Creo que sé lo que le pasa.
–¿El qué?
–Esos chicos la abrazaban para tenerla sujeta y pegarle.
Mi madre asintió lentamente.
–Necesita desensibilización sistemática.
–Perdone, ¿qué es eso?
–Su hija tiene asociado el estímulo "abrazo" con la respuesta "huir", ya que ha asociado los abrazos con los golpes. Necesita romper con esa asociación.
–¿Y eso cómo se hace?
–Yendo al psicólogo.
–Leia no hablará con un psicólogo –contestó Luke con desdén. No estoy segura de si conocía la palabra "psicólogo"–. Leia no habla con nadie. ¡Ni siquiera nos lo había dicho a nosotros!
–Leia, cielo, ¿puedes venir? –La pequeña se acercó. Mamá la miró a los ojos, agachándose para quedar a su altura. Acarició su manita con delicadeza– ¿Sabes quién soy? –Negó con la cabeza– Soy la mamá de Azu. ¿Sabes quién es Azu? –Asintió y me señaló– Háblame, ¿quién es?
–Mi amiga.
–¿Por qué es tu amiga?
–Me salvó.
–¿De quién?
–Los niños.
–¿Qué niños?
–Los malos.
–¿Por qué son malos?
–Me hacen pupa.
Mamá levantó la mirada hacia Luke, que la observaba asombrado.
–¿Usted es bruja?
–No. Sólo mírala a los ojos con dulzura y háblale bajito.
Leia tiró de la manga de mi madre frenética. Se había dado cuenta de que era una adulta que la escuchaba.
–Harán pupa a Val.
–No lo harán.
–¡Síiii!
Siguió tirando de ella.
–No, cielo. Tu profesora los vigilará. Azu y Luke también. Y si tú ves que le hacen algo nos lo avisas y nosotros lo solucionaremos, ¿de acuerdo?
–¿Me lo prometes?
–Sí.
Me miró.
–Lo siento por pegarte.
–No pasa nada, pequeña.
Estaba en mi habitación, escuchando El canto del loco mientras pintaba. Algo tiró de mi camiseta. Me giré.
–Oh, hola, Leia.
La pequeña estaba haciendo terapia con mi madre. Al parecer, respondía mejor en mi casa que en su despacho.
–Hemos terminado. ¿Quieres jugar?
Sí, probablemente fuera por eso.
–Estoy dibujando.
–¿Puedo?
La miré acariciándome la barbilla. Saqué un papel grande y algunos periódicos. Cubrí con los periódicos parte del suelo y coloqué el papel encima. Le tendí algunos pinceles gastados.
–Aquí tienes.
Comenzó a dibujar alegre. Yo volví a mi cuadro.
–¿Sabes? Tu madre me ha dicho que debo hablar de mis sentimientos con los demás.
–¿Y cómo te sientes?
–Feliz. Estoy con mi mejor amiga. Pero no lo decía por eso.
–¿Entonces?
–Te quiero–contestó con sencillez.
Sonreí.
–Yo también te quiero, enana.
Nuevo día tras la terapia con mi madre. Leia siempre subía a mi dormitorio para buscarme en cuanto terminaban.
Yo estaba sentada en mi cama, estudiando. Ella se subió a los pies de esta.
–¿Quieres jugar?
La miré.
–¿Te gustaban las historias de piratas, no?
Ella asintió.
–¿Quieres escuchar una?
Asintió sonriendo.
–Dímelo.
–Sí. Por favor.
Me levanté. Cogí unos papeles de mi escritorio y volví a sentarme.
–Ven aquí –le dije extendiendo los brazos.
Ella se sentó entre mis piernas, acurrucándose contra mi pecho. Pasé una mano por su espalda mientras comenzaba a leer. Ella disfrutó escuchando una historia de piratas cuya protagonista era ella misma.
La dejé para irme al servicio. Cuando volví, ella se había quedado dormida. Sonreí. Continué estudiando sentada al lado de ella, jugando con su cabello.
Tiempo más tarde, mi padre abrió la puerta del cuarto. Pegué un salto en la cama.
–¡Papá!
La pequeña se despertó. Nos miró. Mi padre me levantaba en el aire para abrazarme.
–Hola, princesita.
Ella se rió.
–Te ha llamado princesita.
–Sí, ¿y qué? Me gusta.
–¿Por qué?
–No sé, papá siempre me ha llamado así.
–Vale, princesita.
–No, sólo papá me llama así.
–¡Princeeesiiitaaaa!
Me reí.
–Vale, vale, como quieras.
Estaba sentada en mi cama, con Leia frente a mí. Hacía tiempo que había dejado de ir a terapia; pero seguía viniendo una o dos veces a la semana para vernos. Ahora que yo estaba en el instituto, no podíamos vernos de otra manera.
Ella contaba con la misma edad que yo cuando la conocí: diez hermosos añitos. Yo cumpliría catorce en unos meses.
–¿Sabes, Azu?
–¿Qué?
–Mi tito se ha echado novia.
–Qué bien.
–Estaba pensando algo.
–¿El qué?
–Cuando tengas novio será un chico con suerte.
Me reí. La chica frunció el ceño. Estaba tumbada bocabajo, moviendo las piernas en el aire.
–¡A mí me gustan las chicas, Leia!
–¿Las chicas? ¿Cómo?
–Pues eso. Que cuando tenga novia será una chica con suerte.
–Oh... Pues sí, sí que lo será. –Me reí– ¿Y cómo lo sabes?
–Bueno... ¿Te acuerdas de Savannah?
–Sí.
–Está... Uffff...
Ella se rió.
–¡Azu!
–¿Qué?
–Pareces uno de los chicos mayores.
Me reí.
–¡Pero es cierto!
–Bueno.
–¿Qué?
–Tú eres más guapa.
–No lo soy.
–Que síiiiii.
Me reí de nuevo. Ahora que no era tan tímida, tenía un sentido de la sinceridad ilimitado. No tenía tapujos.
–¿Sabes? Hay una chica en la clase. Me gusta. Me gusta mucho.
–¿Es más guapa que Savannah?
–Un poco, sí.
–¿Y que tú?
–Yo creo que sí.
–Entonces tiene que ser preciosa.
Me reí.
–No soy tan guapa.
Ella se encogió de hombros.
–A mí me lo parece. ¿Y tú a ella le gustas?
–Pues no lo sé.
–Pregúntale.
–No es tan fácil.
–¿Por qué?
–Porque... Ay, pues porque no, Leia.
–Oye, Azu.
–Dime.
–Los niños de mi clase solían decir que soy muy fea. ¿Tú crees que soy fea?
–No. Eres una niñita hermosa.
–¿Segura?
–Muy segura.
–¿De verdad?
–Sí.
–¿Y mis ojos?
–Son bonitos también.
–¿Por qué tienes el pelo tan corto, Azu?
–Me lo corté cuando era más peque que tú porque siempre se me llenaba de pintura.
–Creo que quiero cortármelo.
–¿Por qué?
–También me gusta pintar. Y hace calor. Y quiero ser como tú.
Sonreí.
–No seas tonta. Tú ya eres perfecta así. Si quieres cortarte el pelo, hazlo porque tú tienes ganas, no porque yo lo lleve así.
–¿Tú quieres ser artista de mayor, Azu?
–Sí. ¿Y tú?
–¿Te digo un secreto? Psicóloga, como tu madre.
–¿Porque mi madre es psicóloga?
–No, porque me gusta ser psicóloga. Quiero ayudar a otros niños, como ella me ayudó a mí.
–Me alegro, enana.
–¿Te digo otro secreto?
–Dime.
–Eres mi paleta de colores.
–¿Qué significa eso?
–Bueno... Antes mi vida era negra y gris, miedo y tristeza. Tu madre me explicó que la vida tiene muchos más colores que esos: alegría, amor, sorpresa... Sólo que hay que aprender a verlos. Tú eres mi paleta de colores. Porque me sacaste del negro y gris.
Sonreí alegre.
–Sólo hice lo que cualquiera hubiera hecho, Lei.
–Pero nadie más lo hizo. Gracias, princesita.
–Y dale. Que sólo mi padre me dice princesita. Mira que te lo tengo dicho.
–Es que creo que he entendido algo.
–¿El qué?
–Que los cuentos Disney se equivocan. Las princesas no esperan que un príncipe las salve en su torreón. Ellas solas lo solucionan todo.
–Pero tú dices que yo te salvé a ti... Y los príncipes Disney se casan con las doncellas que se casan –la chinché–. Entonces... ¿Nos vamos a casar?
–¡Blaaaaagh! ¡No, qué asco!
–¡Nos vamos a casar!
Comencé a hacerle cosquillas, ella se revolvió en la cama riéndose.
–¡Noooo! ¡Vete con la chica de tu clase! ¡Aaaaaaah!
–Mamá, tengo un problema.
–¿Qué ocurre?
–Me gusta una chica.
–¿Desde cuando eso es un problema?
–Bueno... Ella tiene doce años. Yo voy a cumplir dieciséis. Creo que eso sí es un problema.
–¿Cómo conoces...? Espera. ¿Leia?
–Sí.
–Bueno, eso sí es un problema. Pero si realmente le gustas, tendrás que esperar.
–Pero mamá, por mucho que espere ella seguirá siendo más pequeña que yo.
–Sí, pero no es lo mismo tener doce y dieciséis años que dieciocho y veintidós.
–Joe, ¿tanto tengo que esperar?
–Sí no quieres que te denuncien por pederasta... Sí.
–Entonces le pediré salir cuando ella cumpla dieciocho y yo tenga veintiuno y medio.
Mamá sonrió.
–Si para entonces te sigue gustando... Por supuesto.
–Mamá, tengo otro problema.
–¿Cuál?
–Creo que a Valeria, su mejor amiga, le gusta Leia. Y como se la ligue antes sólo porque es más pequeña que yo te juro que la mato.
Mi madre se rió.
–Cariño, si Leia se enamora de otra persona y no termináis juntas, entonces sabrás que simplemente no estabais hechas la una para la otra, que aún no has conocido a tu personita, y ya está. ¿Está bien?
–Bueno... Vale. Pero si sale con ella me pondré muy triste. Y me echaré a llorar. Y crearé un mar de lágrimas. Y Valeri se ahogará. Así que Leia vendrá a consolarse entre mis brazos. ¡Muajajajá!
–Azu... Sé que la quieres muchísimo, y Leia es una chica magnífica; pero... No sé. Creo que deberías intentar olvidarla. Salir con otras chicas. Ya sabes: intentar verla como una niña pequeña, ella es muy chiquitilla para ti.
–Ya lo sé, Urbano... Creeme que lo he intentado. ¿Por qué te crees que salí con Ainhoa? Pero... Pfff. No puedo. Es que la veo y me saca una sonrisa.
–Como a mí mi hermana pequeña –dijo Cayetano–. Eso no tiene por qué ser amor romántico, Az.
–Pero siento punzadas de celos de sus amigas.
–Y eso es tóxico –apuntó Savannah.
–¡Es que ellas sí tienen su edad! ¡No es justo! Y ahora que se lleva bien con casi todo el mundo... Pfff.
–¿Preferirías que estuviera sola como cuando la conocimos? –inquirió Moisés.
–¡No! ¡Por supuesto que no! –Suspiré– Sólo... Tengo miedo de que, ahora que tiene tantos amigos de su edad, se aleje de mí.
–Azu, Leia te aprecia –contestó Savannah–. Eso no va a pasar.
–¿Y si ocurre?
–Entonces no te merece.
–¿Y si se enamora de otra persona?
–Entonces no está hecha para ti y deberías apoyarla, estar feliz por ella y buscarte a otra persona –apuntó Moisés.
–Pfff... Habláis con mi madre.
–Eso es porque tu madre suele tener razón –contestó el chico.
–Además... Azu, puede que Leia salga con otra gente; pero al final nunca sabes cómo acabaran las cosas. También tú te has enamorado de otras chicas, y a Leia la conociste antes. Sólo que en ese momento no la veías de esa manera.
–Ahí Savannah tiene razón –anotó Cayetano–. Pero, mientras ella sea demasiado pequeña, intentarla verla como entonces: como tu amiguita o tu hermanita pequeña. No te hagas daño, Azuleima.
–Déjala vivir su infancia y su adolescencia con una amiga que la hace feliz –aconsejó Urbano–. Después ya habrá tiempo suficiente para tener bollodramas.
–Leia...
–Dime.
–¿Cómo te sientes con tus dieciocho años recién cumplidos, enanita?
–No sé, ¿igual que ayer, quizás, tontita? ¿Se supone que debería sentirme diferente?
–No lo sé, yo lo supuse al ver que todo el mundo le daba tanto bombo a eso de cumplir dieciocho años. Pero yo aún me sigo sintiendo una cría.
Ella se rió. La miré sonriendo. Me encantaba escuchar su estruendosa risa, esa que dejaba ver sus dientes de marfil bajo sus ojos negros. Todo enmarcado por su hermoso rostro moreno lleno de lunares. Era una mujer bajita, sin formas: no era musculosa, ni tenía pecho, ni trasero, ni estaba gorda, ni tampoco delgada; pero a mí todo eso me daba igual. Me parecía hermosa. Me parece hermosa.
–Leia...
–Diiiimeeee.
Abrí la boca, pero no sabía exactamente qué tenía que decir. ¿Cómo le explicaba que ella llevaba deseando más que cumpliera la mayoría de edad que la propia chica?
La miré a los labios. Aquellos labios tentadores que llevaba evitando todos aquellos años.
Me acerqué lentamente a ella, que se quedó quieta, mirándome curiosa, sin entender. Acaricié su mejilla. Uní mis labios a los suyos.
Leia me miró sorprendida. Podía sentir cómo su pecho y su respiración se habían agitado con aquel simple roce. Las mías también.
–¿Azu... qué...?
Descubrí que seguía sin saber cómo explicarlo. Las palabras nunca fueron lo mío, siempre fui más de palabras.
Me acerqué más a ella y volví a besarla. Ella me correspondió con torpeza. Era consciente de que acababa de arrebatarle su primer beso.
Recordé las palabras que tanto había planeado decirle-
–¿Recuerdas que una vez me dijiste que yo era tu paleta de colores?
Asintió con la cabeza. Me miraba con el mismo asombro que lo hacía cuando tenía seis años y no entendía que me proponía ayudándola.
–Bueno... Pues yo creo que eres la musa de mis obras. Nunca he podido parar de pensar en ti... – Acaricié su mejilla mirándola a los ojos. Sonreí– ¿Alguna vez te has dado cuenta de que casi todos mis personajes tienen lunares y los ojos negros?
Besé su mejilla. La abracé. Ella temblaba. No sabía qué decir. Yo no sabía si la estaba cagando.
Leia tenía la misma mirada que tiene siempre que está procesando la información, no estaba todo perdido.
–Te quiero... –confesé– Y esta vez no te lo digo como amiga.
Ella se separó levemente de mí. Me devolvió el beso.
Se separó lo justo para mirarme a los ojos. Celeste contra negro. Sonrió.
Cruzó sus manos detrás de mi cuello, jugando con las puntas de mi pelo.
–Yo también te quiero, princesita.
[Os explico: este one-shot es un mundo alternativo en el que Azu vive en la ciudad de Leia y va a su colegio desde pequeña. Al estar en el colegio de Leia y no en el suyo en Sevilla, no le hacen bullying, ya que no en todos los colegios del mundo te hacen bullying por ser pelirroja. En lugar de eso, se hizo un buen grupo de amigos. En cambio, Leia sí esta en el mismo colegio que en el que estuvo de verdad, por lo que sí le hacen bullying. La diferencia, es que en la realidad no estaba Azu allí para hacer que Urbano, Cayetano y el resto se fijaran en ella y la ayudaran. Al cambiar desde tan pequeña, Leia no tendría apenas demonios (Azu no tiene ninguno, a parte de alguna cosilla más normal de lo que le ocurre en la realidad que pueda pasarle a todo el mundo), y su personalidad y aficiones serían totalmente distintas].
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