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4. Hija del Demonio.

[Recomendaría leer este one-shot  después del capítulo "Q" de Coraza; pero podéis leerlo antes a decisión vuestra (habla del pasado de Leia, que también se trata en el capítulo Q, así que no es un spoiler como tal pero al mismo tiempo sí).]

[El nene de la foto es una mezcla de Leia y Sergio, aunque no llega a parecerse del todo a ninguno de los dos y ahsgdfkajdfkj. El vídeo simplemente me encantó. Y por cierto, está sin corregir, siento cualquier error]

–¡Hija del demonio! ¡No corras!

Sentía mis pulmones arder. Mis piernas me dolían, y la garganta me pedía que dejara de correr a gritos. Pero no podía hacerlo. Miré detrás de mí. Un grupo de cuatro chicos y dos chicas me perseguían. Seguí corriendo.

Estábamos detrás del edificio del colegio. Allí nunca pasaban los profesores de guardia, que se concentraban en el patio. Me había quedado escondida en una esquina leyendo, pensando que allí no me buscarían; pero me equivocaba. Llegaron en mi búsqueda, rompieron mi libro y lo tiraron a un charco. Entonces fueron a por mí. En un despiste en el que reían, conseguí escaparme. Ahora corría como alma que lleva el Diablo.

Quizá sí que me llevara. 

Salté agarrándome a una de las rejas de las ventanas. Trepé con presteza, dejándolos atrás.

–¡No huyas, idiota!

–¡Baja aquí, marimacho!

–Tu papá Satanás no te salvará si te caes desde ahí arriba...

–O quizás sí... ¿Lo comprobamos?

Sonrió con malicia. Se agachó para coger una piedra y me la lanzó. 

El puto tenía buena puntería. Dio con fuerza en mi espalda.

Apreté la mandíbula aguantando un grito de dolor, no queriendo darles esa satisfacción. Miré hacia arriba, ya estaba en lo alto de la ventana.

Lanzaron más piedras. Algunas rebotaron contra las rejas. Otras, contra mi cuerpo.

Era una locura, pero tenía que huir. 

Me agarré fuerte con los brazos en lo más alto y me doblé sobre mí misma para poner los pies allí donde ponía mis manos, en la reja horizontal más alta.

Me solté poniéndome de pie, empujando mi peso contra la pared. Me coqué con ella, haciendo que mi nariz empezara a sangrar. Alargué las manos, pero no llegaba al piso de arriba. Me puse de puntillas.

Mi mano se enganchó en la reja superior al mismo tiempo que mis pies perdían el equilibrio.

–¿Pero qué hace? ¡Está loca!

–Leia, baja aquí... No te haremos daño.

–Venga, princesa. Baja.

–¡Puta loca, te estamos llamando, baja ya!

Me impulsé con la otra mano para volver a quedar de cara a la pared. Tiré con fuerza hasta conseguir sujetarme con ambas manos. Mis músculos estaban tan tirantes que dolía, temía que se fueran a romper y me dejaran caer como una cuerda que se deshace ante el esfuerzo.

Me impulsé para subir. Mis pies se resbalaban por la plana pared. Conseguí sujetarme al cuadrante superior.

Una nueva piedra golpeó entre mis homóplatos.

–¡He dicho que bajes!

–¡Si no bajas ahora mañana será peor! ¡No puedes huir para siempre!

Seguí subiendo. Estaba a punto de llegar a colocar mis pies sobre el alféizar.

–¿Quieres que vayamos a por tu amada Valeria? –preguntó con retintín.

Mi corazón se aceleró, golpeando mi pecho con fuerza. Tragué saliva.

Miré bajo mi, calculando el camino para volver a bajar.

Entonces recordé que Valeria no había ido a clase. Seguí subiendo.

–Como quieras. Vámonos, chicos.

Se alejaron. Yo presentía que estaban escondidos, esperándome, así que continué mi subida.

Conseguí subir a la azotea del edificio. Me tumbé recuperando el aliento. Los pulmones me ardían, y mis músculos amenazaban con romperse. El sudor recorría cada centímetro de mi cuerpo. No podía más.

A mis doce años, subir un edificio con la única ayuda de tus propios músculos no es tarea fácil.

Además, como ellos suelen decir, soy mujer y soy enana: soy débil. Seguro que a ellos no les hubiera costado nada trepar hasta aquí.

Es mi refugio seguro. Ellos no se atreven a subir. Saben que está prohibido.

De todas formas, no les culpo por perseguirme. Tienen razón. Todo el mundo lo haría. Soy una persona detestable. Entiendo que me odien.

Me asomé al borde de la azotea, mirando hacia el suelo, imaginando el Infierno que había debajo de él. ¿Sería verdad que Satanás es mi padre? Quizá podría encontrar algo de clemencia en él...

Me santigüé en seguida tras tener ese pensamiento. Apreté la cruz sobre mi pecho y miré hacia el cielo. Junté mis manos.

Padre nuestro que estás en los cielos –musité en voz baja–, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en los Cielos. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén. Gracias por ayudarme a escapar, Señor. Sé que no hubiera sido capaz de subir hasta aquí sin su ayuda. Gracias por hacerme fuerte y protegerme. Por favor, proteja también a Valeria, no quiero que la molesten por mi culpa.

Separé mis manos con un suspiro. Miré al suelo a mis pies. Vi una cucaracha, que se retorcía bocabajo. Me agaché y la ayudé a ponerse de pie para que pudiera ir a buscar comida. Hay que ayudar a las criaturas del Señor.

Me senté en el suelo, con el rostro entre las manos. Este es mi último año en el colegio, pero sé que el año que viene en el instituto será igual o peor. 

Dos lágrimas recorrieron mi rostro. En cuanto me di cuenta, empecé a golpearme la cabeza y las piernas.

¡No llores, idiota! ¡No seas débil!

 Me levanté frustrada. Sentía que me asfixiaba. No podía respirar. Mis pulmones parecían haber olvidado cómo recoger oxígeno.

Golpeé la pared asustada, sin saber qué hacer para conseguir respirar. No podía acudir a nadie que me ayudara, y sentía que me estaba ahogando. Golpeé con fuerza.

Sentí cómo una bocanada de aire entraba en mi interior. Me sentía aliviada. 

Miré mis puños con sorpresa, que estaban magullados.

Volví a golpear con fuerza, notando cómo cada vez la asfixia en mi interior se hacía menor. Golpee mi hombro contra el muro, sintiendo la fuerza, la rabia. En cierto modo también me merecía todo ese dolor. Todo lo que me pasa es sólo culpa mía.

Al tiempo, derrotada, me dejé caer arrastrándome contra la pared.

Me miré las manos. Sangraban.

Un sudor frío recorrió mi espalda. ¿Cómo explicaría aquello a la profesora?

Miré mi reloj. Aún quedaba tiempo. Poco, pero quedaba.

Había recordado un lugar que podría ser la solución de mis problemas.

 Me levanté. Me asomé al exterior calculando la distancia. Caminé hasta la otra punta de el edificio, corrí y salté. Caí en el tejado de la casa posterior a la escuela, rodando por él, magullándome más. Disfrutaba las heridas. Sentía que mis demonios salían por ellas al exterior, dejándome respirar. 

Me agarré de pura suerte al borde del tejado antes de caer por él. Miré hacia abajo. En la calle había un contenedor de basura. Me acerqué y salté sobre él. Desde allí fue más fácil llegar al suelo.

Corrí. El tiempo corría en mi contra. 

Llegué a la pequeña tiendecita en la esquina. Es un lugar lleno de belleza, para mí, aunque pueda haber gente a quien le de miedo. Está lleno de colores rojos y negros, y de calaveras. Entré. La música de Extremoduro resonaba en mis oídos. Pasé por delante de un espejo y me miré en él. Error.

Como de costumbre, me horroricé al ver mi figura. Llevaba unos pantalones cortos por las rodillas de color azul, una camiseta de Star Wars gris y deportivas. Mi cabello negro por encima de los hombros, sucio y despeinado tenía cierto aspecto salvaje que me daba aún más aspecto de niño que mis ropas. Para contrarrestar, estaba mi dulce y tierno rostro de niña que me hace parecer tan débil como soy. Y ahí, en el centro, mirándome atentamente, estaban aquellos que me daban escalofríos: mis ojos negros como la noche que me relacionan con el Demonio. Los odio.

Giré la cabeza con fuerza, apartándome de la espantosa visión. 

Observé los estantes, buscando lo que quería: unos guantes negros cortados por los dedos. 

–¿Cuánto es?

–Cincuenta.

–¿Los tiene más baratos?

–Los tengo de tela para niños.

–Me vale.

Los sacó y me los tendió.

–Diez euros. ¿No deberías estar en la escuela, chaval?

–Estoy en el recreo. Nos dejan salir.

Asintió sin hacer más preguntas. Saqué mi cartera, dejé el dinero, cogí los guantes y me fui.

Siempre llevo dinero encima. A veces, ellos quieren dinero. Si no se lo doy los golpes se hacen mucho peores que de costumbre. Mejor prevenir que curar.

Volví corriendo a la escuela, con los guantes ocultando mis heridas. El sudor bañaba mi rostro. Miré mi reloj. Quedaba un minuto.

Respiré hondo, me sujeté a las rejas. La parte buena de que no hagan guardias por la parte posterior del colegio es que siempre puedo pasar por allí. Subí lo más rápido que pude. Estando en lo alto, sonó la sirena. Salté al otro lado y corrí para colocarme en la fila.



Horas después, salí del colegio. Me quedé entre las sombras para asegurarme de que los niños de mi clase me sacaban un buen trecho, y de que mi hermano se alejaba con su grupo de amigos. Cuando estuve sola, salí de mi escondrijo y caminé por la calle. Saqué mis auriculares de la mochila y me los coloqué, escuchando rap.

Me encanta escuchar música. Me ayuda a aislarme del mundo.

Vi a Amelia cargada con dos bolsas, dispuesta a cruzar la calla.

Corrí hacia ella.

–¡Espera, Am!

La mujer se giró. Me sonrió.

–Y aquí está mi pequeña salvadora. Nunca fallas.

Le sonreí. Cogí una de sus bolsas.

–No puedo permitir que te rompas la espalda.

Ella sonrió y me revolvió el cabello. Ese es mi momento favorito del día.

–¿Cómo te ha ido hoy en el cole? –me preguntó ella mientras cruzábamos la calle.

–No demasiado mal.

–¿Hoy también se metieron contigo?

–Sí. Pero no tanto. Conseguí escapar.

–¿Le has dicho algo a los profesores?

–No...

–Deberías hacerlo.

–No servirá de nada, Am. Pasarían de mí.

–¿Y a tus padres?

–No quiero preocuparles.

–Deberías decírselo, Leia.

–Te lo digo a ti.

–Pero yo no puedo hacer nada por ti.

–Ellos tampoco.

–Bueno... En unos meses llegaran las vacaciones y el año que viene pasarás al instituto. Quizá allí hagas nuevos amigos.

–¿Por qué no?

Miré hacia otro lado, sin contestar. Ella se detuvo para mirarme. Acarició mi mejilla.

–Leia, eres una jovencita maravillosa, ¿vale? Cualquiera sería muy afortunado de ser tu amigo.

–Bueno...

–Confía en mí. Soy viejita, he conocido a mucha gente, y sé reconocer a una persona que vale la pena cuando la veo.

Le sonreí agradecida, con una sonrisa torcida de medio lado. Mi sonrisa se rompió hace tanto tiempo que no recuerdo haber sonreído con ambas comisuras nunca. Es como si sólo el lado derecho de mis labios quisiera sonreír, como si el izquierdo se  negara a mentir.

–¿Quieres venir a escuchar el tocadiscos?

–Hoy Luke está en casa de unos amigos y mis padres llegarán tarde...

–¿Eso es un sí?

–Eso es un por supuesto.

Ella sonrió y acarició mi cabello con cuidado de no tirar de mis enredos. Me revuelco tanto por el suelo intentando evitar los golpes que siempre lo llevo destrozado.

Amelia es la única persona que confía de verdad en mí. No sé ni yo cómo lo hace. Debe ser una persona con mucha fe.

Yo la quiero como si fuera mi propia abuela. Es la única persona en la que confío. Ella nunca haría daño a nadie, es buena de corazón.

Caminamos hacia su casa. La ayudé a guardar sus compras. Ella recalentó el potaje que había dejado hecho y llenó dos platos. Mientras tanto, yo puse la mesa. Me senté frente a ella.

–¿Y esos guantes? Son nuevos.

Asentí con la cabeza mientras devoraba la comida. Estaba hambrienta.

–Son bonitos. ¿Cuándo los has comprado?

–Esta mañana.

Cogí un pedazo de pan, lo mojé en el caldo y me lo llevé a la boca. Amelia es una cocinera espectacular.

–¿Y eso?

Otra de las grandes habilidades de Am, es saber cuándo le estoy ocultando algo. No sé cómo lo hace. Me conoce mejor que mi madre.

Me retiré los guantes, mostrándole las heridas.

–No quería que la profe me preguntara.

–¿Cómo te has hecho eso, pequeña?

–Golpeando una pared.

–Debes tener más cuidado.

–Es que no podía respirar, y me asusté. Empecé a golpear de puro miedo y conseguí respirar de nuevo.

–Eso es un ataque de ansiedad. La próxima vez, siéntate, respira hondo y piensa en algo bonito. Se te pasará.

Asentí, aunque no estaba muy segura de ser capaz de hacerlo. Además, la satisfacción de liberarme dejándome llevar por mis instintos, descargando mis fuerzas con cada golpe, había sido muy satisfactoria.

La mujer se levantó, tomó un trozo de algodón que mojó en alcohol y me limpió con cuidado y cariño las heridas. La miré sorprendida. Nadie había hecho antes eso por mí.

–¿Sabes, Am?

–Dime.

–Espero que en el instituto conozca a alguien como tú. Eres la persona más simpática que conozco.

Ella sonrió revolviendo mi cabello. Besó mi mejilla.

–Seguro que haces muchos amigos, pequeña. Tú también eres la persona más simpática que conozco.

–Pero soy muy tímida. Y no le caigo bien a la gente de mi edad.

–Yo también era tímida a tu edad.

–¿Ah, sí?

–Sí. Pero con el tiempo aprendes a hablar con los demás y se te pasa el miedo. Tranquila. Les caerás bien.

–¿Puedo preguntarte algo, Amelia?

–Claro que sí.

–Pero debes guardarme el secreto.

–Adelante. Soy una tumba.

–En el colegio me dicen que soy la hija del Diablo. –Saqué la cruz de madera que guardaba bajo mi camiseta– Pero si lo fuera esto me quemaría, ¿verdad?

–No lo sé. Soy atea.

–¿Qué significa eso?

–Que no creo en que Dios exista.

La miré sorprendida. ¿Cómo podía decir eso tan tranquila? Él podría escucharla. 

Ahora que lo pensaba, nunca había escuchado a mis padres decir que creyeran en Él. Luke no llevaba ninguna cruz. Mis padres decían que nos daban la libertad de creer en lo que quisiéramos. ¿Serían ateos?

–¿Por qué no? 

–¿Y por qué sí?

Me quedé unos segundos sin saber qué responder.

–Porque alguien debió crear el mundo.

–¿Por qué alguien y no "algo"? ¿Conoces la teoría del Big Bang?

–Sí. Pero ¿cómo iba a aparecer esa explosión por sí sola? Algo debía haber antes, ¿no? No pudo surgir sola.

–Puede que sí puede que no, pequeña. Ninguno de nosotros estaba presente para verlo, no lo podemos saber. ¿A ti te gusta pensar que Dios existe?

–Sí... –Miré mi cruz, que sostenía con cariño entre mis manos– Me hace sentirme protegida.

–Entonces, cree en Él. –Besó mi frente– ¿Quieres que pongamos el tocadiscos?

Asentí. Llevé mi plato vacío al fregadero.

–¿No te sientes sola pensando que Él no existe, Amelia?

–¿Sola?

–Sí. Cuando yo me siento sola pienso que Él está a mi lado y se me pasa.

–Verás, pequeña. No es lo mismo sentirse sola que estar sola. Llega un momento en la vida en el que te quieres tanto que eres la mejor compañía que puedes tener, y no necesitas estar con nadie para no sentirte sola. Y, de todas formas, si quiero estar con alguien más sólo tengo que llamar a mi familia o a mis amigos, ¿entiendes?

Asentí con la cabeza, dispuesta a dejar la conversación para entregarme al disfrute de la buena música y las galletas.

–Oye, Am, tú... ¿En qué trabajas?

–Ahora estoy jubilada. Antes, era Psicóloga.

Es tarde y me pesan los párpados. Buenas noches, Diario. Te escribiré mañana.



Las niñas que se sientan detrás de mí en clase se entretenían en tirarme del cabello. Por suerte, he aprendido ha aguantar tanto las lágrimas de frustración como las de dolor; así que conseguí soportar con el rostro alzado hasta que llegó el recreo.

Entonces, metí mis tijeras en el bolsillo de mi pantalón y corrí hacia el cuarto de baño.

Cerré la puerta, aprovechando que aún no había llegado nadie. Respiré hondo. Me miré en el espejo evitando cruzar la mirada conmigo misma y empecé a cortar mechones. Si lo dejaba lo suficientemente corto no podrían tirar de él.

Salí del servicio mirando a ambos lados, como un preso que intenta huir de su celda. El camino parecía estar a salvo. Me acerqué a las escaleras que dirigían a la azotea.

–¿A dónde vas, muchacho?

Me giré. 

No contesté. No me salía la voz.

–¡Venga, al patio! Sabes que está prohibido estar aquí dentro.

Asentí y corrí hacia el exterior, no queriendo enfrentarme a una regañina.

No entiendo por qué todo el mundo cree que soy un muchacho. ¿Tan raro es que una chica se vista con las ropas de su hermano y se corte el pelo? Sé que aún no tengo pecho pero...

Salí al patio, al no tener más remedio.

Caminé por las sombras, intentando buscar un lugar seguro. Por desgracia, mi anterior refugio (el tejado de la caseta donde guardaban los utensilios de Educación Física) estaba cercado y vigilado con tal de que no pudiera subir. Intentaría ir a la parte trasera del colegio para saltar al otro lado de la reja. Si me daba prisa, quizás mis captores no estuvieran aún allí.

Miré con pena el libro que estaba leyendo ayer, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Estaba totalmente estropeado, tirado en el suelo.

–¡Está allí! 

Un sudor frío recorrió mi columna. Salté hacia las rejas, agarrándome a ellas. Los músculos me temblaban, extenuados por el esfuerzo del día anterior.

Uno de los chicos me sujetó de la camiseta y tiró de ella, haciéndome caer al suelo.

Sentí el resentimiento en mi espalda dolorida por las pedradas de mi huida a la azotea.

–¿Y ahora qué harás, mono? Tanto trepar y siendo tan morena... ¡Ahora entiendo por qué nunca hablas! Eres un ser inferior, un simio, no pasó el proceso de evolución.

Sus compañeros se rieron. Yo aparté la mirada tragando saliva. Quizá tuviera razón.

Me obligaron a levantarme, algo que nunca les resulta difícil dada mi delgadez y mi altura. Siempre he odiado ser tan poca cosa. He intentado comer a toneladas para poder engordar y que les resulte más difícil levantarme como una muñeca, pero no sirve para nada: nunca engordo. Debe ser una maldición del Diablo o algo.

Uno de los chicos más fuertes me abrazó por detrás, sujetándome de los brazos. Me retorcí intentando escapar, sin ningún resultado. ¿Por qué seré tan débil?

–¿Unas últimas palabras? 

No levanté la mirada del suelo.

–Si no fuera porque cuando te pegamos con la suficiente fuerza gritas como un cerdo creería que eres muda.

Seguí sin contestar, tratando de golpear a mi captor.

–¿Recuerdas lo que te dije ayer? Que si escapas hoy sería peor... Tú lo has querido.

Me golpeó en la barriga. Sus compañeros se lo tomaron como el pase abierto para golpearme. Pronto los puñetazos en el torso y las patadas en las espinillas llovieron sobre mí.

–Oye, chicos, ¿no tenéis curiosidad de saber si es verdad que no es un muchacho? Lesbiana o muchacho, ¿tú qué dices, Leia?

Intenté apartarme, siendo retenida por el abrazo de mi captor. Sentía que no podía respirar. Uno de mis frecuentes ataques de ansiedad. Pero ahora no podía pararme a pensar en algo bonito como Amelia me había aconsejado.

El chico colocó sus asquerosas manos en mi pecho. Hizo una mueca de decepción. Solté un gruñido.

–No, yo diría que es un chico.

–Mi prima todavía no tiene pechos, mamá dice que cada chica se desarrolla a un ritmo diferente.

–Bueno, entonces habrá que comprobarlo mejor. 

Vi sus intenciones en cuanto bajó sus manos hacia mi pantalón. Levanté las piernas del suelo aprovechando el agarre de mi captor y comencé a soltar patadas a diestro y siniestro. Él se alejó. Yo no me detuve.

–Oh, venga, Leia, vi como dejabas que te manoseara aquel niño mayor hace dos años. Eres una puta, te habrá visto todo el mundo desnuda, ¿qué importa unos pocos más?

Me retorcí. Sabía que no servía de nada decir que yo no me había dejado, que no quería que me tocara, me había obligado. Mi captor me soltó. Caí de culo al suelo. Él me obligó a tumbarme sujetando mis brazos. Otro de sus colegas hizo lo propio con mis piernas, atándome al suelo. Sentí la ansiedad recorrer mi cuerpo. Odio sentirme encerrada.

Sabía la regla de oro: no debía gritar pidiendo socorro si no quería que fueran a por Valeri. Aún así, abrí la boca dispuesta a pedir ayuda. Un tercero se dio cuenta a tiempo para colocar su mano sobre mi boca, prohibiéndome gritar.

El charlatán bajó mis pantalones.

–Está claro: marimacho. Lesbiana. Hija del Diablo.

–Habrá que purificarla.

–Sí... Se merece un castigo.

Aprovecharon los charcos que aún quedaban para echarme barro por encima, según ellos, "agua santa caída de los cielos": tonterías absurdas que usan para humillarme. Después, comenzaron a pegar pequeños puntapiés por todo mi cuerpo. 

Entonces notaron algo duro en mi bolsillo. Lo sacaron con curiosidad. Eran las tijeras.

–Leia, sabes que le harías un favor al mundo suicidándote... ¿Eso pensabas hacer? Por favor, dime que no hemos retrasado ese hermoso cometido.

Continué mirando al cielo sin responder. Mentalmente, pedía ayuda a Dios para que me soltaran. No tenía fuerzas para escaparme por mí misma, necesitaba Su ayuda.

–Enseñémosle cómo se hace.

Hizo un pequeño corte en mi antebrazo, a la altura perfecta para que se ocultara tras una de mis pulseras.



Salí del colegio. Alguien corrió a abrazarme por la espalda. 

La golpee separándome y me giré para hacerle frente, preparando los puños.

–Lo siento –se disculpó Val–. A veces olvido que odias los abrazos.

Me relajé. Continué mirándola.

–Papá ha venido a recogerme en coche. Me ha dicho que te busque, que comemos en tu casa; así que te llevamos.

Asentí con la cabeza. La seguí bordeando los cuerpos acumulados esperando a su recogida y llegué al coche de Ramiro.

–Hola, Leia, cuánto tiempo.

Saludé con la mano. Entré en el coche, sentándome en el centro, con Luke a un lado y Val al otro. Sofía estaba sentada en el asiento del copiloto.

–¿Nuevo corte de pelo? –preguntó su madre.

Asentí con la cabeza.

–¿Cómo os ha ido hoy en el cole, niñas? –preguntó Ramiro.

–¡Muy bien! –contestó Valeria– En clase de ciencias hemos hecho un experimento muy chulo. ¿A que sí, Leia?

Asentí con la cabeza.

Llegamos a casa. Mi madre se me quedó mirando con el gesto fruncido.

–Vaya, creía que eras Luke. Él todavía no ha llegado del instituto, pero lo recordaba algo más alto –bromeó mi madre–. ¿Y ese corte de pelo?

Me encogí de hombros.

–¿Te lo has cortado tú?

–Sí. Tenía calor.

–¿Quieres que vayamos a la peluquería mañana para que te lo arreglen? Así lo tendrás más parejo. Puedes ver fotografías de peinados cortos a ver cuál te gusta más. ¿Te parece?

Asentí.



Es verano. Eso significaba que quedan pocos meses para entrar en el instituto.

No quiero que me vuelvan a golpear, ni que me insulten o me humillen.

He leído un nuevo libro. Eso me ha dado una idea.

El miedo.

El miedo es la fuente más poderosa para controlar a tus enemigos.

Si me temen, no se me acercaran. Si no se me acercan, no me dañarán.

Voy a dejar de ser débil.

¿Quieren que sea la Hija del Diablo? Bien, lo seré. Lo usaré a mi favor. Sí, ser la Hija del Diablo me daría poder, me protegería, los alejaría de mí. Eso es. Dios debió darme estos ojos porque sabría que podría usarlos para alejar a los demás de mí, si sabía cómo usarlos. Eso es. Ya siento el poder. Ya siento cómo ese aura me protege. No volverán a dañarme.

El primer paso ya está superado, pedí a mis padres entrar en un club de boxeo. Luke les dijo que había visto uno no demasiado cerca de casa y, como tenemos dinero, me han dejado apuntarme. Papá dice que hacer deporte sería muy bueno para mi salud. No volveré a ser débil.

El segundo está en marcha. Tengo ahorros, ya que nunca gasto dinero por si los chicos me lo pedían. Eso ya se acabó.



Esta tarde fui a la misma tienda donde compré mis queridos guantes. He renovado gran parte de mi armario, gracias a mis ahorros. Sólo ropa negra roja y llena de calaveras. También he comprado una cadena que colgar en mis pantalones y algunas pulseras chulas. Me acerqué al vendedor con todo. Lo observé.

–¿Tiene algo como eso? –pregunté señalando su piercing.

Él me observó.

–Tendrías que tener permiso de tus padres para hacerte uno.

–Oh.

–Pero tengo algo parecido.

Sacó una cajetilla con piercing falsos.

–No necesitas tener un agujero. Sólo los colocas donde quieras y se quedan sujetos haciendo presión. –Cogió uno y se lo colocó en la oreja para que lo viera– ¿Ves? No necesitas agujerearte y puedes ponértelos y quitártelos cuando quieras.

–Deme dos.



–Hola, puta.

–Hola, Lei.

Sé que parecerá feo que llame así a mi mejor y única amiga. Pero no, no lo es.

A mí todo el mundo me llamaba "puta". Entonces, decidí cambiarle el significado para que no me hiciera tanto daño. Decidí que "puta" además de servir para designar a alguien te cae mal (porque no creo que siga significando "prostituta", quiero decir, ¿por qué ibas a insultar a alguien llamándolo "prostituta" si es un trabajo como cualquier otro?) y a alguien promiscuo (cosa que tampoco entiendo por qué tiene que ser mala, si el sexo trae vida) también es una expresión para darle más fuerza a tu discurso y un adjetivo con el que llamar a alguien que es genial.

Así que sí, Valeri es puta. Porque es una chica genial. Como yo.

Eso último no me lo creo, querido diario. Pero intento hacerlo. Si los demás se creen que me creo genial, me tendrán aún más miedo. La seguridad infunde respeto, ¿lo sabías?

Igual que mantenerse alejada, de brazos cruzados, observando a todo el mundo con odio. Crea una especie de aura a mi al rededor que me hace sentirme protegida. Es genial.



Sentía el aire golpeando mi rostro. La adrenalina. Subí la escarpada colina, como tantas veces  había hecho antes. Puede que no sea capaz de muchas cosas; pero soy capaz de hacer esto.

Aparqué la moto en la cima. Me senté en el borde del acantilado, mirando las estrellas. Suspiré.

–¿Sabes, Dios? Ya no tengo tan seguro que existas. Porque si existes, no me has ayudado en nada en toda mi vida, tengo una existencia horrible, y se supone que tienes que cuidarnos a todos por igual, porque somos tus hijos por muy horribles que seamos. Así que, si existes, me odias; si no existes sólo me odian los humanos, no también el creador del Universo y mi Padre. Prefiero pensar que no existes. De todas formas, si existes, no te debo nada, así que no puedes enfadarte por no creer en Ti. No has hecho nada por mí. Me has dado una vida que en realidad es una tortura... No sé si existes, pero si lo haces, no eres un Dios benévolo... Y sí lo eres, bueno, ¿qué te he hecho yo? Prefiero pensar que ni tú ni el Demonio existís... Que mis desgracias no son decisiones de criaturas divinas. –Arranqué la cruz de mi pecho y me quedé mirándola– ¿Sabes? Quizá por una vez pueda confiar en que yo por mí puedo hacer algo. Sí. Si tú no existes, YO he sobrevivido a toda esta mierda. YO SOLA. Sí. Soy fuerte. SOY FUERTE. Y no podrán conmigo. No. Que me hagan lo que quieran. Mala hierba nunca muere. No acabarán conmigo.

Tiré la cruz lejos, abajo en el barranco. Tomé una bocanada de aire y me tumbé bajo el cuadro de estrellas.



No pude evitarlo, terminé llorando en la entrada del instituto, sentada en el suelo con el rostro entre mis manos. Había escuchado a mis compañeros de clase hablar de mí. No podía más. Catorce años de tortura ya habían sido suficiente. Sus comentarios habían removido todos mis demonios.

No soy nada.

Alguien puso una mano en mi hombro. Levanté la cabeza alerta.

Era un hombre joven y bien vestido. Me miraba con una sonrisa amable.

–Algo me dice que necesitas olvidar, ¿no?

Asentí.

–Sígueme. Tengo algo perfecto para eso. ¿Tienes dinero?

Asentí, pero no me moví.

–Ven. –Me tendió la mano. Sonrió. Hacía mucho tiempo que nadie me sonreía– Tranquila, no voy a hacerte daño. Sígueme.

Cogí su mano. Me levanté.

Él me habló de cosas intrascendes para aminorar el camino. Yo permanecí callada, escuchándola. Eso consiguió acallar un poco a mis propios demonios.

Subimos a su casa. Él me tendió una cachimba.

–Puedes fumártela aquí. Te aliviará.

Me pidió el dinero. Él me observó mientras fumaba. Parecía pensativo.

–¿Sabes? Hay otra cosa que también ayuda mucho a olvidar. Hace surgir unas hormonas que te hacen sentirte más feliz.

Lo miré interesada. Estaba un tanto colocada, pero aún era relativamente consciente.

–Eres adolescente, supongo. Sabrás lo que es el sexo.

Le dirigí una mirada llena de recelo. 

–Tranquila. Yo sólo te lo propongo. No sé qué te habrán hecho, pero ¿sabes? Ahí,   –Señaló la cama que se veía al otro lado de una puerta– tú eres la jefa de todo. Si dices "para", se para. Si no quieres más, se detiene; si pides más se te da. No hay que tener miedo.

–¿Es cierto lo que dicen?

–¿El qué?

–Que es la mejor sensación del mundo.

–Algo así. Mira, la primera vez duele, no te voy a mentir. A partir de ahí, no puedes dejarlo: es estupendo. Es como si hicieras un viaje de ida y vuelta al mismo paraíso, un viaje donde todas tus preocupaciones y temores se alejan mientras dure el trayecto, un viaje que te aporta endorfinas cargadas de energías positivas y felicidad.

–Quiero hacerlo.

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