10. El lamento de un demonio.
Se asoma a la puerta, observando los rostros para ver si encuentra alguno familiar. Se queda perplejo cuando la reconoce. No, no puede ser ella. ¿Por qué tenía que ser ella? Aunque pensándolo bien... Quizá debía ser ella.
Pasa entre las filas de mesas y los grupos de alumnos, acercándose a la mujer sentada en el fondo de la clase. Se le hace raro verla así, tanto que duda que sea ella. Tiene una camiseta roja sobre sus pantalones negros, ni un solo piercing u objeto punzante; pero lo más importante: está sonriendo y hablando con varias personas. Si no fuera por esos profundos ojos negros y ese rostro tan poco cambiado, no la reconocería.
Aún así, le da miedo acercarse más. La última vez que lo hizo, recibió una paliza que casi lo manda directo al hospital. Respira hondo. Continúa caminando tratando no pensar demasiado en lo que va a hacer, hasta que se posiciona delante de ella.
–Perdonad... ¿Leia?
La mujer levanta la mirada hacia él, examinándolo. En cuanto lo reconoce, su rostro se oscurece, su sonrisa se apaga y sus ojos se vuelven amenazadores.
–¿Qué coño haces tú aquí? ¿Por qué coño te atreves a hablarme?
–Leia... Necesito hablar contigo.
–¿Y por qué crees que yo quiero hacerlo?
–Por favor... Es importante.
–No tienes vergüenza si te atreves a venir a pedirme un favor después de todo lo que me hiciste, Ismael.
–Leia, no seas borde –la reprende Nico–. Escúchale.
–¿Qué parte de que no se lo merece no has entendido?
–¿Quién eres tú para juzgar quién se merece o no algo?
–Nico, a veces eres tan gilipollas que resultas pesado.
–No te metas con Nic, Leia... –le pide Marco.
Ella bufa.
–Está bien, está bien. Te escucharé. Escucharé al mayor de mis demonios, al chico que ocupó toda su infancia en hacer la mía imposible, en acosarme, insultarme, golpearme y poner a todo el mundo en contra. Sólo para que veas que no estoy a tu nivel, que yo sí sé escuchar a los demás. Y después, te mandaré a la mierda.
Se levanta de su asiento.
–Eh... Mejor no lo escuches –rectifica Nico al entender quién es.
–Vete a la mierda, Nico. Hago lo que me da la puta gana. ¿Queda claro? Ok.
–Y volvió la Leia borde... –reclama Silvia con hastío– Estábamos muy a gusto con sus demonios en su pasado, chaval.
Le manda una mirada envenenada. Ismael traga saliva.
–Con eso me vale –le dice a Leia, sin atreverse a mirarla a los ojos.
Se separan un poco del grupo. Leia se sienta en una mesa, mirándolo atentamente. Vuelve a tener todos los músculos tensos, agarrotados. El rostro serio en una mueca impasible. Intenta no temblar, que no se vea el miedo en sus ojos. Porque eso es todo lo que siente: miedo. El mismo miedo que sentía cuando trataba desesperadamente llegar a la azotea del colegio mientras Ismael y los otros muchachos le tiraban piedras. El mismo miedo audaz y voraz que se comía su alma por dentro día a día.
–Desembucha.
–Verás... Sé que no tienes ningún motivo para ayudarme. Pero de veras que te necesito... Tengo una hija. Una hija pequeña, adorable. Pero... Es muy tímida. Y no me cuenta nada. Tengo miedo... Miedo de que le ocurra lo mismo que te pasó a ti.
Leia siente como si una puñalada se clavara en su corazón. Su instinto le pide que corra hacia esa niña, a protegerla, a conseguir que no sufra todo lo que ella pasó.
Pero el rostro que tiene en frente la detiene. El rostro de todas sus pesadillas.
–Pues llévala al Psicólogo.
–Ese es el problema, Leia... No tengo dinero. Por eso he venido aquí, para ver si encontraba algún rostro conocido entre los estudiantes de Psicología, alguien que quisiera ayudarme por caridad... –Suspira– Los psicólogos son muy caros, Leia. ¡Sesenta euros a la hora! ¿En qué pensáis? Y no creo que un desconocido quiera ayudarme pudiendo sacarme tanta pasta.
–¿Y por qué crees que tienes más posibilidades conmigo que con cualquier desconocido?
–Por favor, Leia. No te lo estoy pidiendo por mí, te lo pido por ella. No pienses en que es mi hija, piensa en que es una niñita indefensa, como lo fuiste tú... La veo muy rara, pero no sé qué le pasa, y los maestros no me dicen nada. Por favor...
–Pídele dinero a alguien.
–Estoy endeudado hasta las trancas. No tengo relación con mis padres. La madre de Sara la dejó en mi casa y se largó, no sé ni dónde está, se desentendió de ella en cuanto nació. Y gasté tanto dinero en drogas y juegos, y posteriormente en el psicólogo para desengancharme, que no me queda nada. Trabajo de carpintero y tengo lo justo para darle de comer, Leia.
–¿Sabes qué es lo peor de todo?
–¿Qué?
–Que te lo mereces. Te mereces todo lo que te pase. Pero tu hija no. Ya tiene bastante tortura con que tú seas su padre.
–¿La ayudarás?
–No soy psicóloga profesional, Ismael. Aún no he acabado la carrera, y aunque me esté especializando en psicología clínica infantil, no tengo ninguna experiencia.
–Aún así eres lo mejor que tengo. Por favor.
–Antes necesito que me respondas a una pregunta.
–¿Cuál?
–¿Por qué? Quiero decir... ¿Por qué yo? ¿Por qué me odiabais? Porque sí, sé que normalmente el acoso escolar no tiene ningún motivo y es casi aleatorio, pero lo que me hacíais a mí era exagerado... Deberíais odiarme realmente. Y sí, sé que ha pasado mucho tiempo, pero realmente me gustaría saber qué hice tan mal como para tener que pagarlo durante veinte años.
–¿Veinte? –pregunta él en un hilo de voz.
–No recuerdo ni un sólo día que no haya estado marcado por lo que me hicísteis.
Ismael vislumbra por unos segundos el alma rota de la chica tras sus ojos. Agacha la cabeza tragando saliva. Teme que su hija termine así. Y se siente culpable, culpable porque sabe que lo que le hizo a Leia fue horrible. Ahora lo sabe. Ahora que se imagina a su propia hija, la persona a la que más ama en el mundo, pasando por lo mismo.
–No te lo merecías –reconoce–. No te lo merecías. Sólo... Eras débil. Eras tímida, nunca te protegías y no había nadie que se preocupara por ti, un blanco fácil, nada más. No te lo merecías. Mi padre era alcohólico y solía pagar sus frustraciones económicas conmigo. Yo conseguía sentir el poder, el control sobre mi vida que no tenía en ningún otro momento, por medio de mover a todos contra ti. Pero eso no me justifica. Y de veras que lo siento. No te lo merecías, Leia. Sólo tuviste mala suerte. Y lo siento.
Levanta la mirada para verla. Ella parece destrozada, desconcertada. Leia siente su garganta sujeta por un puño lleno de alfileres. No consigue asimilar la información, no consigue aceptarlo.
–¿Tú sabes... la cantidad de días que he pasado intentando comprender qué hice para recibir tanto odio? –pregunta incrédula– ¿Tú sabes la cantidad de días que he pasado sola porque creía que todo el mundo me odiaría? –continúa elevando la voz– ¡¿Tú sabes la cantidad de veces que he pensado morirme?! ¡¿Nada?! Toda mi vida la he pasado en el Infierno... ¡¿Y no hice nada?!
Todos los estudiantes se vuelven a mirarlos, pero ellos se mantienen ajenos al resto.
Ismael agacha la cabeza tragando saliva. Lo entiende. Entiende que se merece que lo odie de por vida. Entiende que es culpable, que le amargó la vida. Pero ya no puede hacer nada para echar el tiempo atrás.
–Yo... De veras que lo siento. Y entiendo que no quieras ayudarme. No volveré a molestarte.
–No. Espera.–Él la mira– Te ayudaré. Tu hija tampoco se lo merece. –El profesor entra en el aula– Te veo a las tres en la puerta.
–¿Qué quería? –le pregunta Nico a la salida.
–Ve rara a su hija, cree que puede estar sufriendo bullying, pero no tiene dinero para un psicólogo.
–Tú aún no estás especializada, Leia.
–Lo sé. Pero soy mejor que nada.
–¿Y serás capaz de mantener la compostura con la hija del hombre que te hizo lo mismo?
–Eso espero. Ella es inocente.
–Suerte entonces.
–Gracias.
–Si quieres... Puedo intentarlo yo.
–Nico, tú ni siquiera estás estudiando Psicología Infantil. Tu campo es muy distinto. No te preocupes por mí, estaré bien.
Él asiente. Ve a Ismael en la puerta y se despide de ella.
–Hola, Isma –saluda.
–Hola. Em... ¿Cómo lo hacemos? ¿Vienes a mi casa las tardes que tengas tiempo o...?
–Hey. –Ambos se giran a ver a la rubia que se acerca a ellos con un casco en la mano– ¿Quién es?
–Ismael. El hombre que te he comentado por WhatsApp.
–Oh. –Lo mira– ¿Sabes lo irónico que es que haya deseado mil veces tenerte delante para golpearte y ahora tenga que controlarme?
–¿Qué...? ¿Por qué...?
–Por todas las secuelas que le quedan a Leia. Porque ella estuviera a punto de suicidarse y tú sigas tan tranquilo.
–Azu... Eso entra en la lista de cosas que no deberías decir –replica ella.
–Es que no me parece justo que tus padres no duerman bien por la culpa de no haberte escuchado y él sí.
–Créeme que yo hace mucho que no duermo bien... –Suspira– No con Sara así... –Mira a Leia– Me recuerda tanto a ti... Tan callada, tan buenecita...
–Es irónico que el karma decida que tengas una hija como yo.
–Lo es. De veras que siento todo lo que hice.
–¿Cuántos años tiene Sara?
–Seis.
Leia hace una mueca. Por su mente pasa aquel día en que la sujetaron para golpearla. Aquella tarde, al pasar al lado de los coches, tuvo la gran tentación de saltar delante de alguno para acabar con todo. Fue la primera vez que lo pensó.
–Quizá sea demasiado tarde... –murmura para sí.
–¿Por qué? –pregunta el padre asustado.
–La primera vez que quise suicidarme tenía seis años. Y bueno... Una vez que lo has pensado se vuelve para siempre una opción recurrente. Espero que ella no haya llegado a ese punto. Será mejor hablar con ella cuanto antes, a ver qué le pasa.
Ismael no puede seguir soportando la impotencia, la pena, el dolor, la amargura. El eterno terror de no saber qué le ocurre a su niña. Dos grandes lagrimones bajan por su rostro.
–Un puñetazo por cada lágrima, ¿no, tipo duro? –suelta Leia sin pensarlo.
–Lo siento...
–¿Crees que Ángela podrá echarme un cable? –pregunta a Azu.
–Claro que sí, a mamá le encanta ayudar.
–¿Quién? –pregunta Ismael.
–Su madre es psicóloga infantil. Vive en Andalucía, pero podré hablar con ella.
–Oh. ¿Y... Tú quién eres?
–Digamos que... Si tú eres lo peor que me ha pasado en la vida, ella es lo mejor.
–Así que... ¿Tú la ayudaste a superar todo aquello?
–Podría decirse que sí –contesta Azu.
–Gracias. –Ambas lo miran confusas– Sé que no os lo creeréis pero... De veras que me siento culpable. Siento haberle destrozado así la vida a alguien, aunque en aquel entonces fuese un niño que no entendía lo que hacía. Así que sí, gracias por haber arreglado mis errores. Y lo siento por cometerlos. Si pudiera viajar al pasado, no dejaría que nada de aquello hubiera pasado.
Este es un relato que escribí para un concurso, pero no acabó de convencerme, así que he hecho uno distinto. Aún así, os dejo este por aquí, para que podáis disfrutarlo ya que lo he escrito.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro