¿Te apetece ir a comer? [Jan Oblak & Saúl Ñíguez]
—No sé dónde estás, Saúl, pero desde luego, aquí no.
Koke miraba al chico con una ceja levantada, esperando una explicación que ni llegaba ni llegaría, a cómo era posible que después de tanto tiempo sin verse por la cesión del centrocampista al Chelsea, estuviera tan ausente en su primera visita a la ciudad deportiva desde su marcha.
El más joven salió de la maraña de pensamientos en la que andaba metido para mirar al madrileño.
—No es nada, solo hacía mucho que no venía.
Y confió, en que esa explicación fuera suficiente para justificar las lágrimas que empezaban a agolparse en sus ojos, en caso de que alguna decidiera emprender su huida a lo largo de su mejilla.
Realmente no mentía, era el tiempo, lo que lo hacía sentirse tan sensible, tan susceptible al entorno; todos aquellos campos y edificios traían a su mente recuerdos que por suerte o por desgracia habían acabado cogiendo polvo en un rincón de su mente. Echaba de menos el equipo, el Atleti lo había sido todo para él, su primer pensamiento por la mañana y el último antes de acostarse. "Saúl es coraje y corazón, es el Atleti" decían algunos, y él no era quien para contradecirlos, cuando realmente sabía que llevaban razón, que su corazón había nacido colchonero, y moriría siéndolo. Pero sabía, que el rojo y el blanco le habían hecho también mucho daño –más de forma indirecta que directa– que desde aquel agosto de 2019, no habían sido los mismos colores, se habían apagado y resquebrajado, casi como lo había hecho él.
Sin Fernando nada era lo mismo.
Ni siquiera él lo era.
Y es que quién le iba a decir, que en el momento en el que Fernando decidió decir adiós a su etapa en el fútbol, se despediría también de todo lo que dejaba en el campo.
Incluido de él.
Nunca había entendido, cómo era posible que una amistad de tantos años hubiera podido acabar así, más, cuando no había sido solo una amistad.
Todo en la ciudad deportiva le recordaba a él, desde los colores que habían defendido juntos a muerte, hasta los vestuarios en los que, si alguien hubiera prestado atención, hubiera podido encontrarlos, comiéndose a besos entre entreno y entreno.
Saúl no había superado nada de aquello, y volver a Madrid no había hecho más que recordárselo.
—Tendrás que volver a acostumbrarte, o cuando vuelvas tendrás que hacer el periodo de adaptación con los alevines— rio Koke, en una de esas bromas que no lo son tanto.
—Son muchos recuerdos— se quejó el chico —además, esos niños juegan mejor que tú, Capitán— golpeó amistosamente la espalda del atlético.
Fue entonces cuando el móvil del madrileño sonó, saltando en su bolsillo con una llamada. Cuatro palabras cruzadas, un asentimiento pensativo y una despedida en el aire.
—Tengo que ir a ver al míster— se disculpó Koke —¿te parece si te quedas por aquí y luego vamos juntos a comer?—.
—Procuraré no perderme— suspiró Saúl con falso dramatismo, haciendo alusión a la supuesta falta de costumbre mentada por su compañero —creo que mis más de diez años aquí me servirán para algo— rio encaminándose con paso desenfadado al lado contrario al que caminaba el Capitán.
Pasó junto a uno de los campos en los que entrenaban los canteranos más jóvenes, niños desbordantes de ilusión que o todavía no sabían nada de la vida, o sabían demasiado. Saúl pidió en un susurro que fueran solo los niños, y no los juveniles quienes tuvieran entrenamiento, no quería ver a Fernando. Pero sabía que se engañaba, y lo sabía porque él se había hartado de entrenar con los juveniles del Atleti desde que era un chaval. Sus pies caminaban solos, sin dejarlo pensar ni reaccionar, todo estaba igual que siempre.
Él estaba igual que siempre.
Igual de guapo, de sonriente.
Con la camiseta del equipo ajustándole los músculos y el brazo completamente tatuado.
Fernando Torres daba indicaciones a esos jóvenes que, como él un día había hecho, soñaban con llegar al primer equipo.
Y aunque Saúl estuvo tentado a salir corriendo, abrazar al entrenador del juvenil, y volver a besarlo como si no hubiese pasado el tiempo, consiguió mantener los pies fijos donde se encontraba, sin dar un paso en falso, sin arriesgar.
Porque, aunque él no quisiese asumirlo, esa etapa de su vida había pasado hacía ya mucho.
—No has conseguido olvidarte de él, ¿verdad?— habló una voz a su espalda, y Saúl sonrió de lado.
—Hola Jan— lo saludó.
—No sabía que venías.
—Ha sido un poco improvisado— se encogió de hombros y devolvió la mirada a Fernando —lo he echado tanto de menos...—.
Jan Oblak era ese tipo de persona que nunca notabas, pero que siempre estaba ahí, como el culmen de la discreción, dándose cuenta de todo.
—Dos mil diecinueve fue un año complicado— respondió el portero con ese acento tan marcado suyo.
—¿Sigues pensando en él?
—Como tú en Fernando, pero yo no me lo encuentro en la ciudad deportiva.
—Ventajas de vivir al otro lado del charco, Jan.
Ambos quedaron en silencio por unos segundos, sin perder de vista el entrenamiento del equipo juvenil.
—Se os veía bien— dijo el portero refiriéndose a Torres y él.
—No sé qué pasó.
—A Fernando le dolían demasiado los vínculos con el Atleti, Saúl, no fue culpa tuya, necesitaba alejarse, cerrar esa herida que era no volver a jugar con estos colores.
—Lo de Diego tampoco fue culpa tuya.
A Jan se le encogió el corazón, no quería hablar de él. Diego Godín lo había sido todo para él, que ya estaba acostumbrado a la soledad de la vida del portero. El eterno capitán, el mejor defensa que había visto en su vida. Se sentía infinitamente más cómodo cuando sabía que el área estaba marcada por el uruguayo.
Y con cada gol, las habituales celebraciones solitarias del portero, habían acabado convirtiéndose en abrazos acompañados, en las que por adelantada que estuviera la defensa, Diego volvía, corriendo como nadie, hasta el área, para encontrarse con Jan, que hundía la cabeza en el hueco entre su cuello y su hombro, y deseaba que aquel momento no acabara nunca.
Tal vez fuera porque el portero no tuviera ese espíritu colchonero tan dentro, como lo podían tener Fernando, Saúl o Koke, pero llegó un punto en el que sus ansias de ganar, de que el equipo marcara, tenían detrás únicamente el anhelo de poder sentirse más cerca de él, de Diego, que tal vez nunca llegara a saber nada, y es lo más probable, porque Jan se esforzó en mantenerse callado, en ahogar todos sus sentimientos por miedo a romper ese algo, esa amistad tan bonita que los unía.
—Jan— lo llamó Saúl cogiéndolo de la mano y tirando de ella —vuelve—.
El portero cerró los ojos con fuerza y al volver a abrirlos miró al chico —lo siento—.
—No es nada.
Saúl había sido el único que había sabido mirar más allá en la amistad entre Jan y Diego, el único que había sabido sumergirse en la mirada del esloveno para entender qué diablos pasaba por su mente. Ya lo dicen, el ladrón piensa que todos son de su condición, y en aquel momento, Saúl estaba enamorado hasta las trancas.
Ninguno de los dos había dado importancia a que seguían cogidos de la mano, únicamente por los dedos, pero manteniendo ese vínculo que parecía anclarlos a ambos a tierra.
El Sol llegaba a su punto más alto con el mediodía, y el pelo y la barba de Jan parecían brillar más pelirrojos que nunca, o eso pensaba Saúl, que lo miraba con atención, deteniéndose a apreciar los detalles de sus rasgos, ahora que lo tenía cerca.
—¿Te apetece que vayamos a comer?— preguntó el de Elche, hablando sin pensar, movido por el impulso.
Jan sonrió de lado bajando la vista, pasándose la mano por la nuca.
—Tengo que ir primero al vestuario— se miró la ropa de entrenamiento —me cambio y nos vamos—.
—Te acompaño.
Aquella intervención de Saúl podría haber sonado como un comentario normal, entre amigos, de no haber sido por el tinte mordido de sus palabras, dichas con las ideas descolocadas y la boca seca.
A Oblak no se le había pasado ni uno solo de esos detalles.
Caminaron hasta los vestuarios del primer equipo, casi en silencio.
Ambos barajaban en su mente todas las ideas posibles, a velocidad de vértigo.
Ambos habían conseguido olvidarse por un rato de Diego y Fernando.
Jan hacía cálculos, aquel martes el primer equipo solo había tenido entrenamiento de porteros, y viendo la hora, lo más probable era que los demás ya se hubieran ido, que en el vestuario solo quedaran sus cosas.
Le temblaron las manos.
Saúl trataba de hacer sus respiraciones más profundas, de calmar el nudo de su estómago, que lejos de referir nervios, lo empujaba a ceder a sus impulsos, a las decenas de pensamientos que le inundaban la cabeza, a la de cosas que sabía se podían hacer en un vestuario.
Se quitó la sudadera antes de ahogarse con su propio calor.
Cruzaron la puerta del vestuario, y ese fue el único tiempo que hizo falta para que Jan empujara a Saúl contra las taquillas, presionando su cuerpo sobre él mientras lo miraba a los ojos con el corazón desbocado. El moreno sonrió con sorna y cruzó las manos en la nuca del portero, apretándose más contra él mientras le miraba los labios.
Fue el centrocampista quien besó primero al esloveno, mordiendo sus labios y jugando con su muy nombrada paciencia nórdica, que en aquel momento empezaba a desmoronarse.
—¿No íbamos a ir a comer?— preguntó el moreno divertido.
—Oh Saúl...— rio Jan, con el brillo del deseo centelleándole en la mirada —claro que vamos a comer, pero esto te pasa por no especificar qué tipo de comida te apetece—.
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