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Monstruo [Iñigo Martínez & Unai Simón]

Había vuelto a caer, lo sabía, porque había dejado de sentir. Su cuerpo bloqueaba cualquier sensación, cualquier estímulo, y era completamente incapaz de sentir felicidad, cariño... la mayoría de las veces tampoco era capaz de sentir si quiera la tristeza.

Lloraba a todas horas, sin motivo, o con demasiados. Los ojos le escocían tanto que apenas podía ver, y la garganta se le había roto de ahogar tantos sollozos, de callar todos los gritos que quería sacar, solo porque no se infectaran dentro.

No tenía ganas de nada, ni siquiera de todo aquello que tanto le gustaba, no disfrutaba de nada de lo que hacía, y los días pasaban por pasar.

Un día más, un día menos.

Se había apartado de todos, no dejaba que nadie lo viera realmente, no quería que toda esa gente que quería, tuviera que enfrentarse a manos desnudas con el monstruo en el que sentía que se había convertido.

Tenía el estómago siempre revuelto, con ganas de vomitar constantemente.

Su propio cuerpo se rebelaba contra él.

Su mente lo boicoteaba.

Discutía con todos, porque "ya no eres como antes", "no tenemos la misma confianza", "me decepcionas".

Qué iba a hacer, si se decepcionaba también a sí mismo, si era el primero que se tachaba de inútil, si no tenía fuerzas ni ganas para rebatir los argumentos de nadie.

Solo los dejaba hablar.

Los dejaba hablar con la cabeza gacha y la boca seca, con las lágrimas aflorándole en los ojos y el pulso temblando.

Sentía que se ahogaba.

Se ahogaba y no podía hacer nada.

Se había quedado solo en el vestuario y las paredes se le caían encima. El entrenamiento había conseguido distraerlo lo justo, pero sabía que eso no duraría, que tenía que trabajar en sus sombras, porque ya lo había dicho muchas veces; las piernas no funcionaban si no lo hacía la cabeza.

Se levantó y las piernas le fallaron, necesitó un momento para respirar, para que todo a su alrededor se colocara en su sitio.

Caminó despacio, arrastrando los pies, hasta el lavabo. Abrió el grifo y dejó correr el agua para que saliera bien fría, la cogió con las manos y se la llevó a la cara un par de veces.

El frío lo hizo volver a su realidad.

Los pasos que entraron al vestuario, también.

—¡Iñi!— saludó Unai —me he dejado los guantes— explicó llegando hasta su taquilla para cogerlos.

Al girarse, se encontró de lleno con la mirada del defensa en el espejo. Una mirada hinchada y enrojecida que suplicaba ayuda tras una firme fachada.

—¿Qué ha pasado?— preguntó acercándose y apoyando la mano en la cintura del chico, que tuvo un momento de colapso al no saber si quería o no ese contacto.

Iñigo no contestó, no era capaz de emitir ningún sonido, no era capaz de hilar un vínculo entre las ideas de su mente.

Se giró hacia Unai y los ojos le temblaron, el portero lo sujetó entonces completamente; no se fiaba de la estabilidad que pudiera tener el chico en aquel momento.

Mientras Unai le ayudaba a llegar al banco más cercano, él bajó la mirada avergonzado; odiaba que lo vieran así de débil y expuesto.

Cuando el portero se sentó a su lado en el banco, sus ojos se posaron en las manos del de Vizcaya, completamente amoratadas en los nudillos, todavía con heridas que sangraban.

—Iñi... — murmuró pasando los dedos con cuidado por los de él, que se estremeció al sentir el contacto, al sentir el dolor punzante de las heridas pese al cuidado que estaba teniendo el otro chico.

—Déjame ayudarte— le pidió Unai mientras se levantaba para abrir el botiquín.

Volvió con algodón, gasas, vendas y desinfectantes suficientes como para un ejército entero.

Iñigo hubiera hecho un chiste sobre lo exagerado que era, haciendo alusión a su procedencia, pero en aquel momento no tenía las fuerzas suficientes.

El portero se sentó en el suelo, frente a él, y tomó la primera de sus manos con todo el cuidado que le fue posible.

Limpió cada herida, previendo cuándo iba a escocerle al chico y soplando levemente para aliviar la sensación. Cubrió los moratones con pomada, y vendó ambas manos para que ni se abrieran las heridas, ni nadie tuviera ocasión de hacer demasiadas preguntas incómodas.

—Les dices que te has tropezado entrenando, que has apoyado mal las manos al caer y te has hecho daño— murmuró Unai, sabiendo que no era ni mucho menos lo que había pasado.

Sabía que el autor de aquel destrozo era el propio Iñigo, y por experiencia, sabía que recriminarle nada no solo iba a ser inútil, sino que probablemente resultara incluso contraproducente.

Ya hablaría con él en otro momento.

Iñigo había conseguido dejar de temblar para cuando volvió a sentarse a su lado.

—Háblame Iñi— le pidió en un susurro —de lo que sea, me da igual, pero necesito que me hables—.

El defensa levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de él. Los miró en silencio por unos segundos y tragó saliva.

—Gracias, Unai.

×

Aquel día, Iñigo Martínez estaba harto de todo.

De todos.

Había discutido con Luis Enrique por el próximo once titular, con Eric García por la gestión de la defensa, que le parecía un auténtico coladero, y con Asensio por algo que ni siquiera recordaba.

Nadie quería ponerse en su camino aquella tarde.

—No sé cómo lo aguantas— le dijo Oyarzábal a Unai mientras ambos se terminaban de preparar para salir al entrenamiento.

—Hablas de él como si fuera un villano— se quejó el portero —y no es un villano, Mikel, es solo un chico—.

—Un chico con muy mala sangre.

Unai sonrió de lado bajando la vista al suelo.

El centrocampista lo miró bufando —no voy a entender nunca por qué te gusta—.

—A veces es un gilipollas— admitió —pero lo quiero, Mikel, no lo puedo evitar— se encogió de hombros —Iñi no es malo, solo... solo necesita ayuda, está roto—.

—¿Y por qué tienes que ser tú quien lo arregle?

—Mikel— lo miró a los ojos —ya vale, ¿quieres?—.

Oyarzábal levantó las manos en señal de rendición.

Aquel día, por lo que fuera, Dani Olmo tampoco tenía buena tarde.

El portero lo descubrió cuando se chocó con él al salir del vestuario.

—¡Joder Unai!— se quejó —mira por dónde vas, coño—.

—Va Dani, tampoco es para tanto— sonrió el vasco tendiéndole la mano.

El catalán la rechazó con un gesto evidentemente despectivo.

—A lo que estás, joder, que luego pasa lo que pasa— siguió Olmo.

Unai empezaba a molestarse.

—Si me tienes que decir algo, Dani, dímelo a las claras.

El rubio se rio irónico —no tengo nada que decirte, Unai, solo que estés a lo que estás, porque luego, lo tenemos que lamentar todos, eh, como pasó contra Croacia—.

Al portero se le arrugó algo dentro del pecho y se le cerró la garganta.

No oír una respuesta le hinchó el ego al catalán, que se creció todavía más, acercándose al portero mientras trataba de provocarlo para que explotara.

Unai no explotó, porque lo hicieron por él.

Iñigo se metió entre ellos de un golpe seco, encarándose con Dani.

—No lo toques— murmuró mirándolo a los ojos.

Su mirada, en ese momento llena de rabia, se clavó como una daga en los ojos de Dani Olmo, que, a fin y a cuentas, en aquella discusión, no era más que un chaval venido a más que acabó deshinchándose como un globo ante la inminente seguridad de Iñigo.

—Va, Iñi, no te pongas así— pidió el catalán.

—No me llames así— dijo sin retirarle la mirada —y lárgate, ¿no tienes nada que hacer?—.

El chico, efectivamente acabó yéndose sin tardar, murmurando una disculpa rápida, y escabulléndose entre todo el círculo de jugadores que se había formado a su alrededor. Círculo que se disolvió también cuando el central pasó la vista por ellos.

—Gracias— murmuró Unai una vez se quedaron solos.

Iñigo asintió sin decir nada y se dio la vuelta para irse a bucear de nuevo en esa maraña suya de pensamientos.

—¿No te gusta que te llamen Iñi?— preguntó el portero antes de que se fuera.

El defensa se giró para mirarlo a los ojos —no me gusta que él me llame así—.

×

Unai había terminado de entrenar más tarde que sus compañeros; el próximo partido era muy importante de cara a la competición, y quería asegurarse de que la llegada de balón del equipo contrario no fuese un problema.

Al entrar en el vestuario, esperaba encontrarlo vacío, pero tampoco se sorprendió al ver allí a Iñigo, de pie y todavía con la ropa de entrenamiento, tras haber estado esperando a que sus compañeros se marcharan para poder ducharse solo.

—¡Iñi! ¿Aún por aquí?— sonrió apoyando su mano en la cintura del chico.

El defensa se retiró de su contacto con un muy contenido pero aun así audible quejido de dolor.

—¿Iñi?— Unai lo sujetó por el brazo al no entender qué sucedía, pero tuvo que soltarlo al darse cuenta de que al chico parecía dolerle también el lugar donde se apoyaba ahora su mano.

El portero lo miró confundido, mientras Iñigo utilizaba sus propios brazos para cubrirse. Se abrazaba a sí mismo como si fuera la única forma que tenía de protegerse.

—¿Qué te pasa, Iñigo?— susurró mirándolo, llevando sus manos a las muñecas del chico, para volver a colocarle los brazos a los lados del cuerpo y despejar su torso.

—Unai...— casi sonaba a súplica, con las lágrimas en los ojos y la voz temblorosa.

El portero lo miró a los ojos mientras le cogía la camiseta por el borde, levantándola para quitársela, y liberando un torso trabajado, completamente coloreado de tonos oscuros, morados, rojos y algún verde.

Grandes moratones cubrían el abdomen, el pecho y la parte superior de los brazos del chico, que retiraba la mirada, avergonzado de quedar completamente expuesto.

—Oh Iñi...— suspiró el portero, pasando los dedos con cuidado por los cardenales, encogiéndose un poco cada vez que al defensa se le entrecortaba la respiración por el dolor que le producía su roce —¿Qué te has hecho...?— murmuró.

Iñigo no hubiera sabido explicarle por qué aquella era la única forma que encontraba para no pensar por un rato. La única manera de descargar toda su frustración sin dañar a nadie.

Aunque se dañara a sí mismo.

Unai se apartó un momento para mirarlo. Cuando volvió a acercarse a él, lo hizo con más cuidado todavía; besando cada una de las marcas del chico, acariciándolas con sus labios hasta que Iñigo se rompió del todo y dejó escapar el mar de lágrimas que lo había estado ahogando, y que el portero recogió en su hombro.

Como un salvavidas.

×

Había pasado una semana desde que Unai había descubierto el secreto de Iñigo.

Una semana desde que Iñigo se sentía tan avergonzado que no había sido capaz de mirar al portero a la cara. Había estado huyendo de él de todas las formas posibles, hablándole lo justo y necesario, y evitando a toda costa la conversación que de seguro, el chico quería tener con él. No quería hablar con nadie, no quería volver a sentirse así de expuesto, de débil.

Cómo iba a ser capaz de explicarle todo aquello a alguien si ni siquiera él mismo entendía qué le estaba pasando.

Bufó, no era la primera vez que le pasaba, tal vez... tal vez no estuviera hecho para aquello; para ser el centro de atención del huracán mediático que eran los deportes en general y el fútbol en particular.

Meterse en ese mundo de divagaciones y pensamientos erráticos le costó caro a Iñigo; no porque fuera a hacerse daño, cosa a lo que por suerte o por desgracia estaba acostumbrado, sino porque esa bajada de defensas lo forzó a encontrarse, cara a cara y sin poder escapar, de frente con Unai.

El portero lo miró, Iñigo odiaba ver la compasión brillando en los ojos de los demás.

—Iñi...— murmuró Unai mirándolo a los ojos, y al defensa se le clavó su propio nombre en lo más profundo del alma —tenemos... tenemos que hablar—.

El chico no contestó.

—Necesitas ayuda, Iñigo— a Unai le tembló la voz —no puedes seguir torturándote así—.

—Es mi problema, Simón— utilizaba el apellido del chico con la idea de que aquella conversación sonara más impersonal, más mundana, menos sobre él, y más sobre cualquier otra persona. No quería que el portero siguiera hablando, no cuando sabía que Unai era su única debilidad, el único que conseguía tirar abajo todas esas defensas.

Tenía que salir de allí cuanto antes, no darse tiempo a pensar, no dejar a su cuerpo pedir ayuda a la desesperada. El cuerpo del portero le impedía el paso hacia uno de los lados del pasillo, Iñigo sabía que tendría que recurrir al otro sentido a la fuerza. Quiso moverse, pero cuando consiguió que sus piernas reaccionaran, Unai ya había atrapado su muñeca con la mano.

Nunca intentéis zafaros del agarre de un portero.

No lo vais a conseguir.

—Es tu problema, Iñi, y el de los que te queremos.

Iñigo tragó saliva con el corazón en la garganta, sentía que los fantasmas a su alrededor se coloreaban, que cogían consistencia con las palabras del chico. No era momento, no era momento de que su mente se pusiera a divagar en el portero, en cómo se le encogía el corazón cada vez que lo veía, y le hormigueaba la parte baja de la espalda con los nervios de pensar en él.

No podía dejarse llevar por lo que sentía por Unai, no podía arrastrarlo con él. Solo conseguiría hacerle daño.

—No necesito tu ayuda— dijo mecánicamente, con tono monótono y evidentemente sin sentir ni una sola de las palabras que estaba pronunciando.

—Iñigo por favor— pidió —no puedes seguir así, te estás destruyendo—.

El defensa no tenía ningún argumento sólido para responder a eso.

—¿Crees que no lo veo?— preguntó Unai —¿crees que no veo el caos que hay en tus ojos, Iñigo? ¿que no veo que estás completamente roto?— lo sujetaba por los hombros casi solo con un roce, para no hacerle daño.

—No lo entiendes, Unai, no funciona así— bufó —sé que necesito ayuda, pero esa ayuda, no va a ser la tuya­—.

Las palabras se le clavaron al portero hasta dejarlo sin respiración.

—No necesito que me salves ni que me arregles, no es tu problema, no tienes que hacerlo.

Unai se sentía desesperar —no tengo que hacerlo, Iñi, pero quiero ¿no lo entiendes? ¡haría cualquier cosa por ti, joder!— casi creyó ver que los ojos del chico temblaban por un segundo al oír eso.

"Justamente porque sé que harías cualquier cosa por mí, Unai, porque sé que sería capaz de arrastrarte conmigo. No entiendes que yo mismo tengo miedo del monstruo en el que me he convertido."

—Vete— pidió el defensa mirándolo a los ojos.

—No voy a irme, no voy a volver a dejarte solo para que acabes terminando contigo a golpes— dijo —no puedo vivir sin ti, Iñigo, ¿no lo entiendes?—.

No quería entenderlo, no quería entender que todo lo que estaba saliendo de la boca de Unai era la declaración que tanto tiempo llevaba buscando.

—No digas eso.

—Es la verdad, Iñi, te quiero, joder— una lágrima se deslizó por su mejilla y el defensa sintió que era el peor de los hombres sobre la tierra por tener allí, así, un alma tan pura como la de Unai —y no saber qué hacer para ayudarte me está matando—.

—Yo no te quiero— dijo de nuevo como un autómata.

—¡Pues no me quieras, coño! ¡No te lo he pedido!— sollozó el portero —¡Conviértete en el villano de mi historia! Eso es lo que quieres, ¿no? Que te vea como un monstruo y no como la persona destrozada que eres—.

Iñigo temblaba bajo el agarre de Unai. Había bajado la mirada al suelo y trataba de contener sus propias lágrimas sin conseguirlo. Sentía que la situación, que la vida en general, lo sobrepasaba, que debía de estar hecho de otra pasta, porque no podía más.

—No sabes nada— resolvió —no me conoces, no...— el defensa sentía que se rompía —no has visto mi lado oscuro, Unai, solo ves lo bueno...—.

—¿Crees que yo no lo tengo? ¿Crees que no tengo un lado oscuro? La única diferencia, Iñigo, es que tú has elegido alimentar a tus demonios, porque no te ha quedado otro remedio.

El chico se derrumbó sobre el portero, abrazándolo y llorando sobre su hombro. Unai trataba de darle seguridad, de absorber sus espasmos y hacerlo sentir en casa.

Terminar con su terror.

—Ya está, Iñigo, ya está— lo acunaba —no eres ningún villano, ningún monstruo, solo... solo eres un chico— le pasó la mano por la nuca —llevas demasiado tiempo sobreviviendo, Iñi, ha llegado el momento de que empieces a vivir—.

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