Gerard [Gerard Piqué]
Gerard siente que su propio cuerpo se ha convertido en una bomba a presión que explotará en cualquier momento, previsiblemente, más pronto que tarde.
De pie en la habitación, porque no es capaz de quedarse sentado, pero incapaz también de salir de ahí, de no marearse con la idea de perder la seguridad que le aportan sus cuatro paredes. Piensa, o por lo menos, su mente lo hace por él, a muchas más revoluciones por minuto de las que puede soportar, y que además de la sensación de volverse loco, le dejan un peso en el estómago que le provoca fuertes náuseas, una tras otra, hasta el punto de que llegue a cuestionarse si tal vez, ceder a ellas, y dejar que todo salga, saque también de su cuerpo toda la ansiedad, los miedos, el pánico que no lo deja dormir, que habitualmente, tampoco le deja vivir.
Su móvil vuelve a vibrar sobre la mesita de noche; es Sergio.
Lee el nombre del contacto, brillante en la pantalla, y comienza a temblar de nuevo. Cierra los ojos con fuerza e intenta que su respiración se calme, aunque sabe que el esfuerzo es completamente en vano, porque nunca le ha funcionado, y no cree que eso vaya a cambiar ahora.
El móvil deja de vibrar. No porque Sergio deje de insistir, sino porque es un poco complicado que el propio dispositivo reciba la llamada estando en el suelo, hecho añicos. Gerard ha terminado lanzándolo contra una pared. Y sabe que no está bien, sabe que debería ser capaz de contener su rabia, de gestionar todas y cada una de las emociones que lo sacuden. Pero también sabe que aunque debería serlo, no es capaz.
El golpe del móvil en la pared, y el posterior que indica que ha caído al suelo, dejan la estancia de nuevo en completo silencio, silencio que para Gerard es en ese momento el mayor de los alivios; ya tiene bastante con que su mente grite dentro de él.
Pero la llamada vuelve a traer a Sergio a su mente, Sergio, su Sergio, y eso vuelve a darle ganas de llorar, porque sabe que el central no tiene la culpa, no tiene la culpa de que él nunca haya sabido gestionar su interior, de que las emociones lo hayan dominado, miedos, en su mayoría, disfrazados, en un macabro carnaval de ego desmesurado e indiferencia.
Sergio le quiere. Le adora con toda su alma.
Pero tal vez, Gerard no se quiera a sí mismo tanto como quiere hacer ver.
Gerard tiene miedo de dejarse ver, dejarse conocer. Porque siente, cada día con más claridad, que a nadie le gustaría lo que tiene dentro, y que sus relaciones ya son complicadas como son, como para añadir ese nivel de dificultad. Por eso suele preferir que piensen que es un cabrón, un gilipollas, un megalómano que no ve más allá de sí mismo.
Lo prefiere porque es la imagen que ha elegido dar, la que puede tener controlada, la que a nadie le sorprende y en la que nadie quiere indagar. Es el plan perfecto, sin errores que puedan condenarle, sin fisuras.
Hasta que la fisura de su propio plan, es él mismo.
Él mismo, cuando Sergio deja de conformarse con los aviones Barcelona-París, cuando quiere algo más que un par de te quieros escapados del cariño de tantos años, de tantas idas y venidas, quiere más, que algo de sexo desordenado en cualquier parte.
Sergio quiere casarse, quiere compartir un chalet con jardín y piscina, quiere tener hijos, quiere estar con él para siempre, quiere que compartan toda su vida.
Sergio quiere todo aquello que a Gerard le aterroriza.
Y ante todo eso, Gerard solo sabe huír.
Huír donde sea, como sea. No parar, no tener tiempo de pensar en su pánico al asentamiento, a la seriedad, a la responsabilidad, a todas esas cosas que siempre le han dicho que no son para él, y que después de tanto tiempo, ha acabado creyendo.
Gerard empieza tres proyectos nuevos, llega a acuerdos y busca socios, come todos los días en ese sitio de sushi caro que tanto le gusta, aunque ya le aburra, solo porque ese es su sitio para cerrar tratos y firmar contratos, y es a lo que se dedica, sin parar, como el tiburón de los negocios que dicen que es, y que él no sabe si creerse.
No pasa por casa, no responde las llamadas personales, no lee los mensajes. Está ocupado, o eso se dice a sí mismo, para obligarse a tener una excusa.
Pero todo para cuando los últimos rayos de sol se extinguen y el silencio y la oscuridad se apoderan del mundo. Habitualmente, ese es el momento favorito de Gerard; cuando puede asomarse a la ventana y no ver a nadie, que nadie le vea, oír silencio, puro, roto solo de vez en cuando por el retumbar de algún coche que persigue la luna.
Es su momento de pensar.
Y por eso mismo, ahora no le viene bien.
Las primeras ideas, los primeros planes de huída empiezan a dibujarse en su mente. Alcohol, noche, un antro oscuro, otro cuerpo sobre él, que aunque no sea capaz de hacer que se olvide del torbellino de ideas que no le deja dormir, será suficiente para que Sergio se aparte de él, dolido por la traición, una vez más.
Pero no quiere que a Sergio le duela.
Son muchos los nombres que aparecen en su cabeza; antiguos compañeros, viejos amigos, viejos amores, todos ellos dispuestos a meterse en su cama. Gerard sabe que puede conseguir prácticamente a cualquiera, que es la solución fácil, hacer un par de llamadas, coger un avión a la otra punta del mundo o hacer un par de manzanas en coche, dejar que pase, dejar que jueguen con él, con su cuerpo, aunque probablemente él no lo vaya a disfrutar.
No lo disfrutará, porque la imagen de Sergio seguirá arañando las paredes de su mente, reacia a salir de ahí, aunque sus manos acaricien una piel que no es la suya, que no está llena de líneas de tinta que dibujar con las puntas de los dedos. Aunque bese unos labios que no sepan a él, aunque los ojos que tenga delante no brillen húmedos cuando todo acabe.
Gerard sabe que no va a ser capaz de olvidarse de Sergio.
Pero quiere que Sergio se olvide de él.
Porque sabe, siempre ha sabido, que es mejor que duela ahora, que piense que es un gilipollas y un imbécil que piensa con los pantalones, a que mañana, se ahogue con el mar de dolor, miedo e inseguridad, que es Gerard.
Eso le dolería más.
Y Gerard no quiere que a Sergio le duela.
Toma la decisión, pensando que el central andaluz todavía está a tiempo de buscar a alguien, a alguien que no sea puro caos, para cumplir todos esos sueños que tiene, para tener su boda, su chalet con jardín y piscina, sus hijos, y compartir su vida.
Compartirla con alguien que de verdad sea bueno para él, que no vaya a arrastrarlo hasta la más profunda de las oscuridades.
Gerard sabe que Cesc ha venido a pasar unos días a Barcelona.
Coge las llaves y la cartera, cogería el móvil, pero de poco va a servirle hecho añicos.
En menos de diez minutos está plantado en la puerta de Cesc. Se peina con los dedos, cierra los ojos y respira hondo, necesita concentrarse para entrar en su personaje, porque eso es lo único en lo que se ha convertido tras tantos años de miedo, en un personaje que no le teme a nada, que solo se preocupa por sí mismo y que, en la mayoría de las ocasiones, se ríe de la vida.
A veces le gustaría ser así de verdad.
Toca el timbre, los ojos negros de Cesc no tardan en aparecer al otro lado de la puerta. Sonríe, sabe lo que quiere.
—¿Me has echado de menos?— pregunta Gerard con su habitual tono pedante, mientras coge a Cesc por la cintura con fuerza y lo atrae hasta él para besarlo.
La imagen de Sergio aparece en su mente.
Cierra la puerta y le quita la camiseta al chico.
Traga para deshacerse del nudo de su garganta.
Y lo hace, hace lo que tiene que hacer.
Porque aunque sabe que no es lo correcto, que no es lo mejor, es la única forma que tiene de proteger a Sergio.
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