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♥Visita de medianoche♥

Entré en su cuarto, en silencio. La luz de la luna bañaba aquel cuerpo que yacía respirando tranquilo sobre la cama, y los dedos del joven caían arqueados sobre la sábana que le cubría hasta la cintura. Me deslicé hasta él sin hacer el menor ruido y aparté un mechón castaño de pelo que le acariciaba el rostro joven y bello. Me deleité observando su piel, suave como la de una mujer, y las mejillas sonrojadas por el ambiente de aquella calurosa noche de verano. Poco a poco recorrí con los dedos aquellos labios finos y sentí su aliento. Un impulso me llevó a acercar mi boca a la suya, pero apenas dejé que se rozaran. En seguida, mis ojos se dejaron llevar por instinto hasta su cuello: tan pálido, suave, delicado... perfecto para mí. Posé los labios sobre la piel y me entretuve acariciándola y besándola hasta que mi apetito dijo basta y los afilados colmillos asomaron para clavarse en el gaznate del joven. Noté que lo había despertado un ligero espasmo, pero debía de estar confundido, pues no dijo nada.

Gocé de su dulce sangre caliente hasta que descubrí unos dedos apretándome el hombro. No podía seguir, no escuchando aquellos sollozos. De nuevo, me sentí culpable. No debí haberlo hecho, pero cuando estaba hambriento ni siquiera el más profundo sentimiento de culpabilidad podía detenerme. Lamí una última gota de sangre que salía de la herida y miré al joven, mientras me relamía los colmillos. Jamás olvidaré aquellos ojos: Azules, profundos, inocentes y encharcados en lágrimas. Me culpaban sin culparme. En mi larga vida seré capaz de entender lo que querían decirme.

Hubo un largo rato de silencio mientras nuestras miradas se cruzaban. Yo no sabía cómo disculparme y él, con toda seguridad, no entendía qué estaba pasando. ¿Cómo podía imaginarse lo que yo era en realidad? Había puesto toda su confianza en mí, días atrás, cuando nuestras miradas se toparon por primera vez en aquel pequeño pub de un barrio poco concurrido y pobre, y ahora yo le estaba mostrando la clase de monstruo que era. Lo peor de todo era que deseaba con toda mi alma enmendar mi error, pero estaba convencido de que era una tarea imposible, después de lo que había hecho.

Entonces, sentí sus cálidas manos sobre mi rostro. ¿Acaso era un ángel concediendo el perdón a un demonio? Aquellos ojos me perturbaban hasta el punto de hacer que todo mi cuerpo temblara. Me envolvió con los brazos y posé la cabeza sobre su pecho, dejando que la paz invadiera mi ser. Él había comprendido mi sufrimiento, sí. No sé cómo ni por qué, pero me entendía. Me sentí perdonado en ese mismo instante, pero mi alma, si es que tenía alguna, no estaba tranquila.

Levanté la vista y volví a mirarle a los ojos. Su expresión, ya más calmada, me inundó de dudas. Me estaba pidiendo algo, pero ¿qué? Sus dedos se perdieron entre mis cabellos, desvió los ojos hacia mis labios y las mejillas adquirieron un tono más rojizo. Sentí como su respiración se profundizaba cada vez más y entendí lo que me pedía. Jamás hubiera imaginado que aquel chico tan inocente y delicado deseara siquiera ser tocado por una bestia como yo.

Llevé la mano a su rostro, haciendo que volviera a mirarme, y le acaricié la boca con el pulgar hasta que mis labios se posaron sobre los suyos. Él respondió bien, no me había equivocado. Mi lengua se abrió paso entre sus labios hasta encontrarse con la de él. Lo agarré de los hombros y profundicé el beso. Él me sujetaba de la camisa con fuerza, apretando su cuerpo desnudo contra el mío, dejando claro que tampoco quería dejarme ir. Le aparté con delicadeza y me levanté de la cama para desprenderme de la molesta ropa. A medida que desabrochaba los botones de la camisa, notaba sus ojos clavados en mí, algo avergonzados pero sedientos de placer.

Volví a sentarme a su lado y le acaricié el rostro. Deslicé la mano por su cuello, bajando hasta los hombros. Acerqué la boca a su torso y lo recorrí con los labios mientras sentía los inquietantes latidos de su corazón cada vez más desesperados. A pesar de que estaba disfrutando tanto como él o incluso más, me sentía obligado a hacerlo, no podía decepcionarle, debía lograr que se sintiera mejor de lo que se había sentido nunca.

Continué recorriendo aquel hermoso cuerpo con besos, bajando cada vez más, haciendo que se estremeciera de placer, hasta llegar a su sexo. Soltó un corto gemido cuando lo acaricié con los labios. Su respiración se hacía cada vez más profunda y, avergonzado, intentó detenerme cuando introduje el miembro en mi boca. Se llevó una mano al rostro, intentando evadir tanto placer con los dedos entre los dientes, mientras que con la otra mano seguía apartándome sin éxito. Yo sabía que le gustaba y no pensaba detenerme, así que llevé una mano a su miembro y me empapé los dedos con el fluido. Después de forzar su pierna contra mi espalda acaricié su entrada, preparándola para que la penetración fuera lo más agradable posible. Introduje un dedo lentamente y sentí como todos los músculos de su cuerpo se estremecían. Volví a mirarlo a la cara para ver una lágrima deslizarse por su mejilla, pero yo sabía que lo estaba disfrutando. Continué lamiendo el miembro, mientras jugueteaba con mis dedos sobre su piel, hasta que su cuerpo estuvo preparado. Acerqué la boca a su oído dejando que sintiera mi aliento y, sin dejar de acariciarle, le avisé de que iba a empezar.

Él accedió.

Le separé las piernas y empecé a introducir el miembro con suavidad. Como respuesta, irguió la espalda y soltó un gemido que me estremeció. Sabía que le dolía, pero también sabía que en breve empezaría a sentir un placer contra el que no podría luchar. Acerqué mis labios a los suyos y, antes de continuar el empuje, le pedí que aguantara un poco. Él me miró con los ojos llenos de lágrimas y asintió. Me rodeó el cuerpo con los brazos y de un solo empujón introduje el miembro por completo, sintiendo una gran presión y un placer indescriptible. Sus brazos me ataban con fuerza y apretó los dientes intentando enmudecer el grito. Lo peor había pasado; ahora tan solo quedaba el placer.

Empecé a empujar lenta y profundamente. No había nada que me pareciera más excitante que sus gemidos, y él no hacía más que intentar ocultarlos. Volvió a morderse un dedo. En seguida, le sujeté las manos y las llevé sobre su cabeza, agarrándolas con fuerza. Los gemidos eran cada vez más notables y la respiración, más profunda. Aquello era la mejor música para mis oídos; jamás había sentido un deleite mayor y sabía que él tampoco.

Me entretuve escuchando, sintiendo sus músculos contraerse por el placer recibido y, cuando quise darme cuenta, mis movimientos habían acelerado y se habían hecho más fuertes, convirtiendo la canción de mi amante en una melodía aún más excitante. Forcejeó, intentando liberar las manos apresadas. Los gemidos eran cada vez más agudos y las lágrimas no cesaban de empapar sus rosadas mejillas.

«Sólo un poco más», pensé.

Sentí una presión en el sexo que me hizo gemir hasta el punto de ahogar su voz y apoyé la frente sobre su pecho empapado de sudor, para después aflojar el agarre. Luego, deslicé las manos por sus brazos temblorosos.

Una vez logré reponerme, empecé a lamerle el torso empapado. Era exquisito, pero su mano me apartó de él, con delicadeza. Lo miré a los ojos y temí ver desprecio en ellos, mas no mostraban otra cosa que vergüenza.

El rostro que observaba ahora era como el de un niño intentando ocultar una travesura. Eres tan adorable mi pequeño Regulus.

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