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La muerte y el enamorado

   Estaba atrapado en un sueño, un sueño donde lo único que puede hacer es pensar en sus amores, en los que fueron, en los que no, y en el que habitaba el presente.

   La casa llena de tradición japonesa antigua, rebosaba de calma. En la calle todo era silencio. El aire era tranquilo, emitiendo un silbido casi imperceptible.

   El ambiente era tan reconfortante que no quería despertar de su sueño jamás. Al dormir era como regresar a su hogar, al que había vivido toda su vida y en el que iba a morir.

   Pero un feroz viento llegó sin razón alguna, tan feroz que la ventana se abrió ante su paso. Una densa neblina comenzó a invadir el tradicional hogar, sin embargo no venía sola. Una figura, blanca como la nieve fría, entró en el hogar cual espíritu.

   El sueño de aquel enamorado hombre se rompe, su sueño ha sido interrumpido. Entre la confusión de la somnolencia ve a la figura, ésta posee un cabello blanco, tal como su persona amada.

   Al instante sonrió.

   —¿Cómo has entrado, mi vida? Todas las puertas están cerradas, las ventanas también—. Su tono era tan suave, reflejo de sus sentimientos hacia la persona que creía ver.

   La figura blanca avanzó aún más, dejando ver algo muy diferente a lo que creía.

   —No soy tu persona amada. Me han enviado por ti. Soy la muerte misma—. Para corroborar sus palabras, la figura se dejó ver, haciendo obvias las diferencias. La figura era totalmente blanca, a excepción de algunas figuras negras marcadas en su dorso al descubierto. Su cabello era mucho más largo que el de su persona amada, y su rostro mostraba una seriedad que contrastaba completamente con su amado.

  Fue justo ahí que cayó en cuenta de lo que realmente ocurría; su tiempo había terminado, debía volver con sus ancestros para ya nunca más regresar.

   —¡Espera! Por favor, tú, que eres la muerte, que tienes el poder de detener mi corazón... Te suplico, déjame vivir un día más.

   La figura blanca veía benevolente a ese hombre de cabello azabache y ojos rojos como el fuego, suplicar por unos momentos más de vitalidad, pero eso no dependía de él.

   —No te puedo dar un día, solo tienes una hora. Es todo lo que puedo hacer por ti...—Finalizada su sentencia, desapareció, tan rápido como llegó.

   El azabache se levantó de su cama, como si hubiera espinas en ella. Fue corriendo hasta su armario, tomando lo primero que pudo encontrar: un kimono de rojo color.

   Sus hábiles dedos se pasaban entre la seda con desesperación. Tenía solo una hora de vida, no más, así que lo único que anhelaba antes de marcharse era una cosa.

   Salió de su casa tan rápido que incluso las aves que reposaba serenas en un árbol emprendieron el vuelo, aves de rojizo color.

   Se dirigió hasta la casa donde su amor vivía, la cual no quedaba nada cerca. Sus pasos apresurados hacían un gran eco por la solitaria calle, incluso algunas luces de las viviendas se encendieron ante su paso.

   Cruzó el pueblo y llegó hasta el área solitaria donde habitaba su amado. Una casa simple, no tan tradicional como la suya o como las que había dejado atrás. Había una luz encendida en el piso superior.

   Como si las aves le alertaran al joven dentro de la casa que alguien había llegado, se acercó a la ventana.

   —¿Qué haces aquí? Es muy tarde...

   —Por favor, déjame entrar, déjame estar contigo...

   El joven de rosados ojos se mostró sorprendido y un poco nervioso.

   —No puedo abrirte ahora. Mi abuelo está despierto, mis hermanos duermen en la habitación de al lado...

   —Por favor... Esta será la última vez que venga. La muerte me está rondando, quiero que tus ojos sean lo último que vea antes de que la oscuridad se apodere de mí.

   Su amado en la ventana se mostraba confundido ante tales palabras incoherentes, sin embargo, las palabras temerosas del azabache, y su sinceridad en ellas le hicieron asentir.

   —Te lanzaré mi sabana, para que puedas subir hasta aquí... En caso de que no sea suficiente agregaré mi bufanda.

   El chico de cabellos blancos se dirigió al interior, solo para salir momentos después con una sábana en manos. La lanzó y ató el otro extremo a su ventana.

   La sábana, tan suave como la seda de su vestimenta, llegó al azabache. Intentando no perder más tiempo comenzó a escalar por aquella blanca cuerda improvisada.

   Mientras más avanzaba, más cerca podía ver a su amado que le esperaba con preocupación en la cima. Sus dedos ya podían tocar el marco de la ventana, estaba tan cerca de su persona más amada...

   Entonces...

   La cuerda de seda se rompe, haciendo que no solo sus dedos regresaran por donde vinieron, también él.

   Todo fue tan rápido, pero ante sus ojos fue una eternidad. En su caía vio como ahí, en la tierra fría que acabaría con su vida, estaba esa figura tan blanca, esperando su tragico final.

"Vamos enamorado, la hora ya está cumplida"

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