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El fin del invierno

   Un joven de cabello oscuro y ojos ámbar se sentía protegido y seguro entre esas telas rojizas de seda que lo envolvían.

   El calor de la persona que le abrazaba, junto con los latidos de su corazón, se habían convertido en su hogar.

   Elevó su mirada, viendo al dueño de esas mangas, un azabache de ojos rojos como el sol en su punto más crucial al atardecer. Éste llevó su mano hacia su pálida mejilla, sonrió al instante, se sentía tan feliz de tenerlo a su lado.

   —Está nevando... Justo como el día que nos conocimos ¿Lo recuerdas?—La voz de su amado detonó un recuerdo, uno que guardaría por siempre en su corazón.

  
   En una tarde de verano, justo cuando el sol estaba en su punto más crucial, alguien llamó a la puerta de su casa tradicional.

   Sus pasos resonaban por la madera, el lugar era tan tranquilo que podían escucharse claramente.

   La puerta se abrió, dejando ver una escena surreal: Un chico de piel blanca como la nieve, cabello oscuro y ojos color ámbar yacia en el exterior.

   —Yo... No tengo a dónde ir...—mencionó con timidez, sin saber cómo reaccionaria el opuesto, pero para su alivio, una suave sonrisa se formó y extendió su mano, dando la bienvenida a su casa.

   El de ojos ámbar asintió, ampliando un poco más su sonrisa.

   —Era tan bello tu cabello cubierto de nueve y tu piel aún más pálida por el frío, justo tan hermoso como luces ahora.

   —...—Se mantuvo en silencio, procesando aquellas tiernas palabras, fue ahí donde su sonrisa desapareció.

   —Si algún día... Mi piel ya no fuera pálida, si mi cabello ya no fuera así... ¿Me seguirías queriendo? ¿Seguirías a mi lado?

   El ojirojo llevó su mano hacia el oscuro cabello sin borrar su sonrisa y asintió.

   —Por supuesto que sí...—Aquellas palabras le devolvieron la alegría, haciéndole esbozar una sonrisa.

   Fue en una tarde de verano, cuando después de ver a su amado caer al suelo, recibió la noticia del médico.

"Necesita está medicina, de lo contrario sus días están contados"

   No sabía qué hacer. Su pequeño hogar era muy humilde, del trabajo de su amado como peluquero y del suyo vendiendo las flores que cultivaba en su jardín, apenas podía alcanzarles para vivir. Esa medicina estaba fuera de su alcance.

   Decidió noche y día trabajar, cultivar más flores en su pequeño jardín, tomar trabajos de costura,  pasaba noches enteras haciendo postres para vender, lo que fuera para ayudar a su amado al que solo podía ver agonizar en su futón.

   Sus esfuerzos fueron increíbles, sin embargo no eran suficientes, su mayor ingreso eran sus flores pero éstas no alcanzaban para la medicina.

   Uno de esos días de desesperación, fue con su amado,  quien, entre respiraciones difíciles, tomó sus manos, heridas y demacradas por las espinas de las rosas, por la aguja al cocer, por cortes al cocinar. Las llevó a sus labios y depositó un beso.

   —Tus manos son tan hermosas...—Fue lo que le dijo con una suave sonrisa. Aquello solo humedeció sus ojos ámbar.

   —Si estas manos algún día desaparecieran... Si algún día yo dejara de ser lo que soy ahora... ¿Me seguirías queriendo? ¿Te quedarias junto a mí?

   —Por supuesto que sí...—Llevó su temblorosa mano hasta su rostro demacrado por la falta de sueño, apartando sus lágrimas.

   Aquello le hizo saber que debía segur trabajando, debía salvar a la persona que lo salvó a él.

   La nieve era tan blanca, tan bella pero tan helada que no podía evitar que su pequeño cuerpo temblara. Se sentía tan vulnerable, tan diminuto que en cualquier momento cedería ante el frío, cerrando sus tiernos ojos para nunca más abrirlos.

   No tenía sentido correr, pues no tenía a dónde ir. No valía la pena ladrar, pues nadie lo iba a escuchar. No valía la pena esforzarse, pues nadie lo quería.

   Se echó sobre le nieve fría, esperando si tragico destino, morir en completa soledad cual rosa en un sótano.

   Sus pequeños ojos cristalinos se cerraron, mientras su diminuta lengua salía de su boca, presa del agotamiento de vagar sin un destino.

   Fue entonces cuando sintió un par de manos tomarle con delicadeza, no abrió sus ojos, tenía miedo de lo que vería, pero al sentir la gran calidez proveniente de una suave tela, le fue imposible mantenerlos cerrados.

   Ahí lo vio por primera vez, sus ojos rojos como la puesta de sol en su punto más crucial, el cabello oscuro como la noche misma y una dulce sonrisa.

   —¿Qué haces aquí en medio del frío, pequeño? Te llevaré a casa.

   Fue en ese momento que su pequeño corazón volvió a latir, sabiendo que ahora tendría a alguien que se preocuparía por él, no debía estar más en soledad.

   Sus lágrimas no paraban de caer. Su límite de vida era hasta el invierno, justo cuando la nieve consume todo a su paso. Aquella figura blanca con la que hizo el trato se lo dejó muy claro.

"Podrás desposar a tu amor como un humano. Tu vida será feliz pero muy corta"

   Debía seguir trabajando, debía dejarlo con vida antes de marcharse, debía salvarlo.

   El otoño pasó, y el invierno se presentó.

   Aquel jardín que mantenía a flote su pequeña familia, pereció ante la época. Las personas ya no necesitaban más costura, trabajos extra.

   Sus ojos veían inundandos de lagrimas como su amor estaba a punto de marcharse.

   Corrió hasta el jardín, la nieve caía sobre su cabello. La que yacia en el suelo se teñía de carmín ante la sangre que salía de sus heridas manos.

   Su tiempo se había acabado, y cuando por fin pudo tener el dinero para aquella costosa medicina, ya era tarde, ahora necesitaba de una operación diez veces más costosa que aquella medicina.

   Ya no podía hacer nada por su amor, debía irse y dejarlo morir.

   De la blanca nieve se levantó una figura de igual color, mirando al ojiambar con una mirada del mismo color.

    —El tiempo terminó.

   Lloraba y suplicaba más tiempo, pero no se podía hacer nada.

   —¡Él dijo que aunque yo no estuviera, aunque la nieve ya no cayera en mi cabello, estaría a mi lado!

   La figura solo le veía compasiva, pero pronto se dió cuenta que no estaban solos.

   Unas mangas rojas rodearon al chico inconsolable, aquellas mangas llegas de calor que eran y siempre serían su hogar.

   —Por supuesto que me quedaré. Prometí siempre estar a tu lado y lo voy a cumplir... Yo nunca olvidé los ojos oscuros de ese cachorro que me miraron con tanto miedo en esa noche de invierno... Ese día prometí que nunca te dejaría...

   Sus ojos cristalinos llenos de lágrimas brillaron una vez más. Llevó sus manos ahora sanas a las que lo rodeaban y sonrió.

   El tiempo se acabó, pero la promesa se cumplió. Después de ese día, nada ni nadie los volvió a separar.

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