Stratoctónicus
[Para escuchar sugerentemente con Novermber rain]
La mira profundamente, y ella estática, esperando que su verdadero ser, su esencia, brotara en una erupción súbita ante sus ojos, tintineantes, ansiosos de verla de nuevo y quedar petrificado. No ocurre, sólo resiente los efectos de la droga, mirando cómo el fondo se mueve en ligeros círculos que regresan incesantes a ella.
Paul Carter siempre soñó con convertirse en una estrella de rock. Su padre, Sigmund Frederick Carter The second, audaz y prodigioso portador e intérprete de una fina y apresurada técnica en el piano, heredó el gusto por la clásica, la barroca. Teniendo en claro el destino de la dinastía Carter, inculcó a su hijo atarragamiento de Beethoven, Mozart, Chopin, Tchaikovsky, Bach. ¿Por qué no? También Liszt. Un poco de Rajmáninov por aquí, Haydn por allá. Listo, un pianista neoclásico.
Las lecciones eran un latigazo en lo más recóndito de las preferencias musicales. No tardó en comprar un baúl, de ésos clichísticos, de madera de pino viejo con bordes metálicos soldados, remachados. Una ganga que estaba a punto de desplomarse. Ahí guardó el infarto a su padre, escondiendo la llave de manera que no la encontrase por casualidad. Discos de bandas criticadas por los más puristas de la moral musical, aquéllos estigmatizados por la desaliñación de sus letras, satanizados hasta el colmo, de ésos que da gusto escuchar en un alma rebelde por naturaleza. The Beatles.
Sí, los más mojigatos preferían no voltear a ver a Dennis Preston contoneándose contra el micrófono, mostrando un cilindro de cartón como aparato reproductor por debajo del pantalón o a Izzy Darksoul desmembrando animales en el escenario. Era más fácil descalificar a una banda serena de rock inglés que se catapulta a en la escena musical mundial. Pues, para Don Sigmund, todos eran el mismo Lucifer.
Sin descuidar lo inculcado, practicaba la guitarra cuando su padre no estaba. Una Fender desgastada de la madera, sin una sola cuerda original, una cháchara que iba perfecto para aprender. Cabía perfecto en el cachivache protector, resguardado de la vista. Practicaba por un rato, siendo discreto y procurando hacer el menor ruido posible. Un solo testigo invisible podría arruinar todo el plan.
Muy tarde. Año y medio después, un vecino que había escuchado una tonada pegajosa, había comentado a Frederick la habilidad desperdiciada de su hijo. Incrédulo, exigió una respuesta cierta de Paul, quien no tuvo opción otra, que confesar su secreto, ante la ira y frustración de su padre. Al mirar el artilugio musical, lo redujo a escombros, partiendo cada astilla hasta intentar pulverizar por completo el sueño errático del adolescente. Le gritó que no sería más que un fracasado en esa escena musical destinada a la ruina y la miseria.
Con una guitarra desmenuzada, pero la convicción intacta, partió hacia Estados Unidos, donde había escuchado por ahí que los sueños se vuelven una realidad. Conoció a una banda de integrantes más o menos de su edad, viviendo en un departamento y creando música. Rock fuerte, pesado, que daban ganas de romper todo al escucharlo; pero necesitaban a un guitarrista, alguien talentoso que pudiera tocar lo que tenían en mente. El papel estaba diseñado para que Paul lo interpretara, pero necesitaba una guitarra eléctrica.
Caminando por las calles de Los Ángeles, en una vitrina de una tienda en el barrio de Echo Park, una guitarra Stratocaster roja llamó su atención por lo barata que era. Al mirarla, su mente comenzó a divagar, situándolo en la vieja Grecia y sus seres mitológicos, sus épicas batallas y su literatura fantástica. Ahí, observó a una mujer hermosa, dedicada a la religión en el templo de Atenea, pero violada salvajemente por un ser musculoso, enorme,
imponente. En su mano sostenía un tridente que sólo dejó para cometer su impúdico acto y castigar por su pecado a quien se llamaba Xena, y que después cargó el grillete del nombre Medusa. Sus cabellos se tornaron serpientes y sufrió la maldición de petrificado a quien osara mirarla.
La historia continuó con un héroe llamado Perseo, decapitando a la reina de las sirenas. Así, la maldición de su espíritu se habría de pasar a Parténope, una de las híbridas más poderosas que fue asesinada con un ariete puntiagudo bañado en veneno de hidra. Esto mantendría el espíritu de Xena y Parténope encerrados en ese pequeño ariete.
Olvidado en las orillas de la isla Eolo, ese pedazo de madera fue recogido siglos después, aún radiante, como si estuviese nuevo, por una empresa encargada de la recolección de madera para la creación de instrumentos musicales. No fue sino hasta que la empresa Fender la eligió para crear su Stratocaster número 1578. Con detalles rojos, tan característico del modelo, fue mandada hacia una tienda en Los Ángeles, donde estaría por poco tiempo, hasta que Paul Carter, con su largo cabello rizado, sus lentes obscuros y un curioso sombrero que decidió integrar a su aspecto, la miró fijamente
El sistema nervioso del músico parecía estremecerse sin saber por qué. Una vocecilla, apenas perceptible, le llamaba desde la parte trasera de su cabeza y sentía gran placer al escucharla, sin comprender la razón. Por ello, decidió comprarla a cualquier costo.
Ya en casa, parecía no tener ideas. Pero algo nacía desde el fondo de sus pensamientos. Tonadas tan melódicas que le provocaban lágrimas al percibirlas, tan eufóricas que sentía escalofríos, erizando su piel por completo y tan estremecedoras que una taquicardia parecía aparecer de pronto. Pudo imprimirlas en riffs que no tardó en mostrar a sus compañeros. Todos quedaron embelesados con el resultado, creando sus primeras canciones como nuevas agrupación. En un par de meses, nació su primer disco.
Esos riffs de rock intenso pero melancólico, triste, llevó a que Paul tuviera reconocimiento, no como pieza clave de la banda, sino como uno de los mejores guitarristas de la época. Incluso de la historia. Un segundo disco sirvió para consagrarse y formar la gira de conciertos más ambiciosa desde que otra banda inglesa conquistara el mundo gracias a su cantante homosexual.
Pero Paul no pudo contener tanta tristeza. El alcohol fue un refugio temporal, que sanaba las heridas que dejaba la música a su paso. Las drogas sí desaparecían casi completamente el sentimiento, pero el cuerpo es débil y pronto las secuelas comenzaron a hacer daño al músico, que sólo la observaba profundamente, esperando que su verdadero ser, su esencia, brotara en una erupción súbita ante sus ojos, tintineantes, ansiosos de verla de nuevo y quedar petrificado. No ocurre, sino hasta después de que la droga aclara lo que creía, eran alucinaciones.
Ahí podía observar a Xena y a Parténope, riendo de su estado y escuchando cómo se habían apoderado de su alma, a cambio de la fama y el reconocimiento que su hechizo había provocado. Tendría la gloria y el infierno a sus pies, disfrutándolo y sufriéndolo por siempre. Por lo menos, hasta que decida escapar a sheol. Sí el miedo se lo permite.
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