Amor rentado
Observo ese dorso torsal, con esa línea profunda a la mitad, que inicia en la inteligencia inexistente y termina en la pasión desenfrenada, conexión de mis más profundas frustraciones húmedas y sus paupérrimos sentimientos, algo secos y escudados. Un juego de toallas de aparente algodón egipcio, jabones Elsyl, shampoo con esencia de coco, Wi-Fi de alta velocidad y el más extenso paquete de televisión por cable; el Castropol no ofrece una intimidad austera. Ligeras banalidades que intentan resanar imperfecciones sentimentales existencialistas; la mayoría de ocasiones sin éxito, o con uno efímero.
El monstruo capitalino desapareció conforme la entrada se alejaba de nuestras espaldas. Aquel bullicio de los cláxones repicando sin piedad, los gritos del ambulantaje y las majestuosas maravillas arquitectónicas coloniales aguardarán hasta nuestro clímax. Los tapetes de los pasillos se tornaban más largos. El silencio nos cubrió hasta la puerta, algo kitsch pero con cierta elegancia.
Sus ojos son dos estalactitas nerviosas. Algo había retorcido la inocencia de aquella pecosa güera, desconocía por momentos esos labios, que generalmente colgaban estirados hacia los pómulos. Dejó su bolsa en un pequeño sillón innecesario y sin más rodeo, comenzó a desabotonarse el estorboso saco, a quitarse la liga que sujetaba su pelo, su falda y lo restante.
La despensa estaba vacía. La quincena había sido improductiva y el pago corto; las deudas, in crecendo y las necesidades... bueno, las necesidades seguían ahí, en espera. Pronto, los reclamos se convirtieron en gritos que entraban por el oído y se ahogaban en la indiferencia. Los cadáveres auditivos pronto produjeron pilas, montañas de esos cuerpos inertes que terminaron pudriendo la paciencia. Llegar a casa dejaba de ser un alivio. ¿Excusas para llegar tarde o no llegar? Sí, claro. Cada vez más recurrentes. Esas ausencias pasaron de ser buenas a gloriosas, de sanadoras a milagrosas. Pronto, el desdén se transformó en un hábito inevitable. Qué decir de los detalles, las muestras de amor... un cenotafio sepulcral.
El trabajo no era el mejor de los escaparates, pero un limbo pintaba mejor que un infierno. Procuraba mantenerme ocupado, física y mentalmente; solía quedarme con los compañeros para platicar de las amistades huecas, de filosofía social baldía. La rutina parió al tedio y el sinsentido asechaba la mente, sigilosa y perversamente. Comencé a verlo en esencia, como una actividad dentro del sistema capitalista de los medios de producción con el mero fin de ayudar a mantener la estructura económico-social, y llevar a casa el sustento. Dejó de ser emocionante y dignificante desde hacía tiempo.
El tiempo libre comenzaba a ser una piedra en el zapato, una espina de una rosa en la mano, una daga en el cuello. Los hobbies eran una zurrada en la ropa y se salvaguardaron en el desván del olvido. Decidí dejar de refugiarme en el ocio y ocuparme en el oficio. ¿Tiempo libre? Las semanas camuflaron los pasatiempos hasta perderse en los desórdenes de la memoria. Las telarañas y el polvo lo sepultó para casi desaparecer por completo del mapa mental. ¿Tiempo libre? Dejé de tenerlo.
Lo más básico me pareció carente de esencia, de significado. Dejé de asearme diariamente, de combinar la ropa, de acomodar las recámaras, de comer en casa, de revisarme las uñas a diario. ¿Cuál era el objetivo? La vida misma parecía desvanecerse entre la niebla densa, que no me dejaba ver más allá de mis narinas. Una penumbra comenzó a esparcirse a mi alrededor, haciéndome perder el mismísimo rumbo del destino.
¿Tenía un desahogo? La catársis parecía una presa a punto de desbordarse. Los retortijones ocasionados por el vértigo provocaban la regurgitación emocional. Empecé a disfrutar las salidas y estancias sin compañía; a gozar de mi soledad. Lo que parecía una pesadilla mutó en un sueño plácido. Las tazas de café de una sola silla, las películas de una butaca, las camas de pasto individuales; todo dejó de sonar como una sandez.
Pero ese vahído no desapareció del todo. El engaño momentáneo que ofreció la autocomplacencia pronto se desmanteló y el espíritu reclamaba su comida; quería su carne, escupiendo la soya; clamaba su oro, porque la chapa le causaba repulsión. Necesitaba sentir de nuevo el clímax carnal del contacto, sentirse querido de una manera u otra.
Una página de internet para contactos era un buffete de petimetres gaznápiras, una pasarela de superficialidades hueras que me incitaban más a una masacre que a una conversación. La torre Eiffel era el estandarte predilecto de las zascandiles y sus historias fantoches; ergo, me apresuré a desistir de ese medio.
Sin siquiera premeditarlo, busqué las más disparatadas soluciones. Llegó, sin buscarlo, una esquina parlante, seductora y bien maquillada. No le reconocí hasta escuchar el apodo con el que la conocíamos en el grupo de amigos de la infancia. Después de una extensa charla, procedimos a encontrar un punto en común: una habitación de un distinguido hotel en el centro de la ciudad.
El lugar se ha convertido en un féretro en el que, sin darme cuenta, me ofreces caricias de plástico. Tus dedos mienten, y dejan a su paso un insípido veneno de tristeza que contagia el ambiente y evapora los sentimientos, raspando el espíritu y deshaciendo la pasión.
Tergiversas el amor, puedo deducirlo en cada movimiento de tu cintura. Asemejas una rosa con los pétalos marchitos por la falta de riego. El agua del cariño escasea en este invierno y las lágrimas por dentro ahogan tu verdadero ser; aquél deseoso de recibir besos sinceros y palabras que estremezcan tus sentidos.
¿Dónde está aquella niña que brillaba como amanecer en primavera al pasear de la mano junto a su enamorado? ¿Dónde, esa muchacha que poseía una mirada que revivía las flores muertas? ¿Hacia dónde escapó esa niña que se jactaba de ser la más feliz al rozar sus labios con la boca de "su" hombre?
En tu rostro se han cincelado las marcas del tiempo, que se ha encargado de demacrar la felicidad en ti. El espíritu podrido y las sensaciones esfumadas han echado a perder la esencia de la inocencia y el amor de adolescente que transpiraba paz y tranquilidad. Ahora sólo eres un saco que contiene mis deseos frustrados viscosos y sólo eso.
Te has convertido en un pedazo de carne que sólo fluye por la vida sin intención ni propósito; un zombie sin saber a dónde se dirige, únicamente impulsada por instintos y nada más. El sexo se ha convertido en tu herramienta para subsistir en un mundo cruel que ha extirpado tu espíritu noble, para dejar un vacío que te absorbe hacia la soledad, hacia la nada.
Apenas reconozco esos ojos, que dejan de ser un espejo para convertirse en un pedazo de metal impenetrable. Par de esferas temerosas de mostrar que no existió inherencia entre tu alma y tu cuerpo; el amor aún es un desconocido que toca a tu puerta y teme que se trate de un ladrón, pero recuerda que ya no tienes algo de valor en la residencia de tus sentimientos. Pero sigo viendo esa espalda separada a la mitad por una línea que conduce al mismísimo Xibalbá en su vaivén y, de pronto, una muerte súbita llega y, con ella, también una repentina prisa por abandonar la escena.
-¿Te vas, tan pronto?
-No es necesario que me quede más tiempo.
-Para tí no lo es.
Guardo silencio, mientras enciendo un cigarrillo. Después de una gran bocanada, el humo se desliza por el viento con suaves caricias en la ventana ligeramente empañada. La ropa tendida en el suelo comienza a revestir mi cuerpo desnudo.
-Quizá no volvamos a vernos.
-No puedo detenerte; lo sabes.
Este instante parece tan efímero y eterno a la vez. Quieres parar el correr de las manecillas del tiempo, asesinar a la creación de Saturno y recrear aquél óleo de Goya, detenerme sólo un minuto más; pero no puedes. Tú esperarás a un cliente más, y yo voy a tratar de conseguir un poco de amor real esperando, con fortuna, no encontrarlo.
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