5. Corazón de hielo
Narrador omnisciente.
Tenía muy pocos años de edad y acababa de perder a su madre. Era un niño apenas consciente de sus actos, por lo que sólo una pregunta rondaba en su cabeza.
—¿Dónde está mamá?— preguntó el pequeño Adrien, por milésima vez, a su padre.
—No lo sé...— respondió nuevamente el hombre, cabizbajo —Pero ella no volverá.
Esas palabras marcaron al rubio. Su constante sonrisa se desvaneció casi al instante y sus ojos perdieron la luz que los identificaba. Si su querida madre no volvería, sonreír era inútil.
Desde allí, los comentarios entre la gente no dejaron de fluir. Al ser el hijo de Gabriel Agreste, llamaba mucho la atención todo lo que hiciera o no, y en esos momentos se ganó el apodo de "corazón de hielo", justamente porque cuando su madre se fue, todo sentimiento en él se congeló.
—Mamá...— era lo único que se oía en el silencio de su habitación, entre incalmables sollozos que parecían una súplica.
***
El pequeño rubio pasó a ser un poco más grande, pero su sonrisa invertida y su mirada fría seguían marcándose en su rostro apenas teniendo ocho años.
Su pasatiempo favorito era ir al centro de la ciudad y mirar el cielo. París completo tenía el olor de su madre y inhalar aquel aire fresco lo hacía sentir un poco bien.
Estaba dispuesto a sentarse en una tranquila banca, pero una alegre niña pasó delante de él y lo distrajo. Ella se veía muy feliz, su sonrisa era gigante, el viento rozaba su rostro mientras corría, era libre y lo disfrutaba. Y él, ¿hace cuánto no reía?
—¿Qué te sucede?— habló una peliazul de baja estatura, con ojos grandes y curiosos —¿Por qué estás triste?
Ni siquiera había notado en qué momento ella se le acercó, así que el joven Adrien sólo pudo titubear; hace mucho que no hablaba con alguien de su edad.
—¡Mi nombre es Marinette! Y, bueno... No sé lo que te pasa— dijo ella, con una sonrisa un poco tímida —Pero mira, ¡el día es hermoso!
—Supongo que sí...— el rubio parecía no haber levantado la vista del suelo en meses, y ahora se sorprendía de ver un radiante sol sobre su cabeza.
—Entonces, ¡vamos a jugar!
Fue una frase que retumbó en su cabeza. Ver a aquella desconocida extendiéndole la mano la mano para que por fin se levantase del mundo en el que se encerró el mismo, fue algo chocante.
Ella, iluminada por el sol y su propia risa, le pareció nada más que una fantástica heroína, como las de los cuentos.
—V-Vamos— habló Adrien, aceptando la propuesta.
Fue una tarde llena de juegos que él nunca olvidaría.
Después de eso, su padre comenzó a ser cada vez más estricto y nunca pudo ver a aquella chica de cabello azul que lo hizo mirar hacia arriba, hacia donde estaba ella.
***
Yendo casualmente por las calles de la ciudad a su nueva preparatoria iba un alegre Adrien Agreste. La mentalidad que tuvo a los ocho años se había ido totalmente; ahora intentaba ser el mejor, estar contento, disfrutar y ayudar a los demás.
Estuvo a punto de pasar por esa anhelada puerta, pero por instinto se detuvo. Giró rápidamente y por los tejados avanzaba una figura de color rojizo, que al verlo, también se detuvo.
¿Podría ser ella la chica que conoció por casualidades del destino hace tanto y lo sacó de las penumbras?
La chica de la cuál no podía recordar el nombre, ¿realmente sería una heroína?
Esos ojos celestes y cabello azul, ¿pertenecerían a la joven que logró derretirle el corazón?
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