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Reto: Leyendas Mexicanas

Nunca creí en las leyendas ni en las historias de fantasmas. Nunca.

Creía que esas historias de seres sobrenaturales estaban destinadas solo para el cine y la televisión, una forma más de entretenimiento para todos aquellos que disfrutaban del miedo.

Yo no.

Mi mundo es romance, comedia y cliché. O al menos así lo era cuando terminé la universidad y me mudé a una ciudad pequeña para trabajar. Era un lugar nuevo y desconocido para mí, pero como la chica ruda que creí que era, estaba decidida a tomar al toro por los cuernos.

Uno de esos días en que regresaba de mi ciudad natal a mi nuevo hogar, bajé del autobús y observé las calles vacías. No era particularmente tarde, apenas las 8:30 de la noche, pero al ser una extraña en un lugar nuevo me hizo sentir un escalofrío en la espalda. Aferré la manija de mi maleta y tiré con fuerza, concentrándome en el sonido de las rueditas pasando por el pavimento. Mi mente estaba atenta a todos los sonidos: un árbol crujiendo, una persona caminando por la acera de enfrente, el sonido de los autos. Levanté la cabeza y seguí, apurando el paso para llegar al oscuro callejón donde estaba mi apartamento. Tres cuadras después, respire aliviada por encontrarme en terreno conocido.

Antes de que pudiera continuar por el callejón, escuché un ligero susurro: ¡Ay! ¡Ay!

Me detuve por un momento. Miré hacia ambos lados del callejón esperando encontrar a una persona, pero todo estaba incluso más tranquilo. El susurro volvió.

¡Ay, ay!

Por primera vez tuve miedo y casi corrí arrastrando la maleta detrás de mí hasta mi pequeña casita. Entré, puse el pasador y la llave a la cerradura, luego miré por la ventana. En realidad no conocía a los vecinos, pero supuse que eran personas tranquilas y tal vez alguien estaba viendo la televisión.

¡Qué tonta! Seguramente mi miedo provocó que escuchara de más. Decidí que no había nada qué temer y volví a mis actividades normales.

Al día siguiente salí temprano rumbo a mi trabajo y eché un vistazo a los apartamentos de enfrente. Casas que lucían habitadas, plantas y juguetes de niños apostados por el pasillo y el patio. Si, sin duda lo de ayer había sido solo un vecino.

El asunto salió de mi mente por algunos días y lo olvidé lo suficiente para decidir salir a pasear con mis amigas. Cenamos, platicamos y paseamos hasta que oscureció, las 11 de la noche llegaron pronto y les pedí que me llevaran a mi casa. El auto de mi amiga Laura estacionó por fuera del callejón.

—Lista, señorita. —se río—. ¡Nos vemos pronto!

—¡Gracias! —bajé del auto y caminé, el sonido de mis tacones golpeando el piso era lo único.

—¡Ay, ay! —o no lo era—. ¡Mis hijos!

Me detuve en seco ante el sonido, mirando fijamente la ventana del apartamento de la planta baja y escuchando la voz de una mujer, una viejecita por lo que podía distinguir.

Se lamentó de nuevo.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Mis hijos!

Pobre señora, pensé. Seguramente está sola en casa y sus hijos no la visitan seguido, como pasa en muchas familias. Me sentí mal por ella, recordando a mi propia abuelita allá en mi casa.

Me asomé por la ventana tratando de mirarla, pero la cortina de la ventana no me dejaba mirar la sala a pesar de tener la luz encendida.

—¡Mis hijos!

Es tarde, no debería molestarla. Me dije que volvería en otro momento y la saludaría, tal vez en la tarde que regresara de mi trabajo. Caminé a mi puerta y entré lo más rápido que pude.

Los días de trabajo eran bastante rutinarios y cargados de actividades que en realidad no podía concentrarme en otra cosa y casi olvidé lo que había pasado el día anterior. Regresé del trabajo y lo recordé justo cuando pasaba junto a su casa.

—Ay. —estuché su tenue voz.

Era media tarde, no estaba oscuro ni tenía miedo, así que me acerqué a la ventana. A través de las cortinas de gasa pude distinguir una figura sobre una mecedora.

—¿Hola? —llamé con voz amable—. Soy su vecina de enfrente, la del 5B.

Esperé en silencio por una respuesta y casi me doy por vencida cuando la escucho de nuevo.

—Mis hijos. —susurró—. Estoy sola.

¿Sola? ¡Lo sabía! Una dulce ancianita estaba encerrada en esta casa todo el día, sin amigos o parientes que se aseguraran que comiera o tuviera todo lo que necesitara.

—¿Necesita algo? Si quiere puedo traerle lo que ocupe de la tienda. —me ofrecí, esperando una charla—. ¿Cómo se llama?

—Soledad.

Qué apropiado.

Intenté con más fuerza mirar más allá de la cortina pero no lo logré, solo el crujido de la madera de su mecedora me hacía seguir hablando.

—Doña soledad, ¿Esta bien? ¿Ya comió?

—Mis hijos. —respondió—. Ay, mis hijos.

Intenté de nuevo pero todo lo que decía era algo sobre sus hijos, esos malagradecidos que la habían abandonado. Creí que sería mejor acercarme a ella con algo qué ofrecer, así que para el día siguiente en la tarde, llevaba una bolsa con pan dulce y un litro de leche. Tal vez ella no pudiera abrir la puerta, pero lo dejaría en su puerta para que lo tomara.

Lo único que quise fue aliviar un poco de su soledad.

—¿Doña Soledad? —golpeé su puerta—. Le traje un panecito.

Esperé paciente por unos minutos tratando de captar algún ruido dentro de la casa. Y casi me di por vencida hasta que la escuché de nuevo.

—¡Ay, mis hijos! Mis hijos.

Ella definitivamente estaba ahí pero no me escuchaba. Tal vez no podía caminar, ¡Si! Eso debía ser. Nunca la vi salir de la casa porque ella simplemente no podía hacerlo.

El dueño de los apartamentos de ese callejón era un amable señor que tenía una tienda en la entrada, y al día siguiente decidí detenerme por ahí y pedirle que le entregara las cosas que compré.

—Buen día, Don Ricardo. ¿Cómo está? —me acerqué cuando el último cliente salió—. Ayer compré esto para la señora del 4A, pero no pude entregárselo. ¿Tiene llave de su casa?

Don Ricardo me miró como si le hubiera pedido prestado un millón de pesos.

—¿A quién?

—A la viejecita del apartamento de enfrente al mío, sé que siempre está sola. —puse el pan y la leche sobre el mostrador—. ¿Le podría llevar esto?

Él negó, pero la conversación se detuvo cuando una señora y un niño entraron a la tienda. Esa era mi llamada para irme.

—No puedo. —contestó mientras yo me alejaba.

—Cuando cierre su tienda. —pedí—. ¡Gracias, don Ricardo!

Confiaba en que Don Ricardo pudiera llevar las cosas, era una persona muy amable y atenta. Seguramente él y su esposa le daban una vuelta a la viejita que rentaba uno de sus apartamentos, y simplemente no me di cuenta porque estaba trabajando.

El fin de semana llegó rápido y me tomé una tarde para salir con mis amigas a una fiesta. Era temprano para ser un sábado en la noche, pero planeé estar en casa para desvelarme con una película. Todavía no llegaba a la casa cuando escuché sus lamentos.

—¡Ay, mis hijos! ¡Mis hijos!

Pobre mujer. Si alguna vez llegaba a ver a sus hijos cuando vinieran de visita, les contaría lo mucho que ella lloraba y lo sola que se sentía, y que nadie se merecía ser abandonada de esa manera. Con el enojo recorriendo mi cuerpo, me detuve junto a su ventana.

—Doña Soledad, buenas noches. —traté de mirar dentro de su casa—. ¿Cómo está?

—Sola. —respondió, al menos no era otro lamento sobre sus hijos—. Siempre estoy sola.

—No se ponga triste, aquí tiene muchos vecinos. ¿Ya cenó?

La mujer no respondió por algunos minutos y me di por vencida, estaba segura que ella podría decir si estaba hambrienta o enferma. Me aseguraría de preguntarle a don Ricardo si pudo entregar mi encargo.

Durante varios días estuve tan distraída con mis libros pendientes que prácticamente llegaba a casa después del trabajo y ya no salía hasta el día siguiente, y confiaba en que doña Soledad estuviera bien.

Una semana más tarde, un sábado para ser exacta, salí de mi apartamento y me sorprendí de ver la casa de la viejita abierta, una pareja joven entraba y salía llevando cajas de una mudanza. Esperaba que fuera algún hijo o hija de ella, viniendo para hacerse cargo e intenté mirar dentro cuando pasé frente a la puerta.

La casa parecía estar escasamente amueblada.

Don Ricardo estaba a un lado, mirando a los nuevos inquilinos subir y bajar cosas de la camioneta que bloqueaba esa parte del callejón.

—¡Buenos días! —lo saludé—. Qué bueno que la señora ya no va a estar sola.

—¿Quién? —me miró confundido.

—Doña Soledad. —señalé el apartamento—. La viejita que vive aquí.

Sus cejas se fruncieron más profundo e inclinó la cabeza.

—Ahí no vive ninguna viejita, ¿Por qué lo dices?

¿No? Había platicado con ella, estaba segura de lo que decía.

—Porque la escuché, hablé con ella varias veces. —la expresión de mi rentero comenzó a preocuparme.

—No, te equivocas. Ese apartamento ha estado desocupado desde que mi hijo lo dejó hace cuatro meses. —su rostro pálido se sacudió—. Él y su esposa escuchaban a alguien llorar en las noches y se asustaron.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Hablé con una señora, dijo que se llamaba Soledad y que sus hijos no estaba aquí. —insisti. Si don Ricardo quería jugarme una broma, era de muy mal gusto.

Él siguió negando con la cabeza.

—¿Verdad, Cecy? —llamó a su esposa—. Que la casa está deshabitada desde hace meses.

La señora asintió en apoyo a su marido, y el terror me recorrió al recordarlo. Estaba segura del que había oído, tal vez no visto, pero claramente la escuché. Regresé sobre mis pasos hasta mi apartamento y cerré la puerta con seguro, dejando las luces encendidas toda la noche incluso al dormir. Mi mente seguía repitiendo la conversación del sábado.

El lunes en la mañana me dirigí a mi trabajo y saludé a mis compañeras, ambas originarias de la ciudad y por lo tanto, conocedoras de sus habitantes.

—Me pasó algo muy raro. —comencé—. Mi vecina era una viejita que siempre estaba llorando, pero dice don Ricardo que la casa estaba sola.

Ellas compartieron una mirada.

—¿En el callejón de apartamentos? —dijo una de ellas.

—Si.

—Ay, Nancy. ¿No supiste lo de la llorona?

Casi me reí.

—¿La leyenda? ¿Eso pasó aquí?

Otra mirada entre ellas.

—Bueno, si. Pero no era una viejita, era una señora que vivía cerca del canal de agua, y que ahogó a sus hijos ahí.

La sangre se me fue hasta los pies al pensar en el terrible hecho.

—¿Por qué hizo eso?

—Por celos. —dijo la otra—. Su esposo la dejó para irse con una muchacha y su esposa lo amenazó con ahogar a los niños. Y si lo hizo.

—Que feo. Pero, ¿Eso qué tiene qué ver con mi vecina?

—Así se escucha. —aseguró—. En las noches se escucha que llora por los hijos que mató.

Bueno, ciertamente nunca la pude ver, y esperaba no hacerlo después de todo lo que supe. Tal vez el caso de la llorona es más común de lo que creí, y eso me hace sentir mal. De lo que sí estoy segura, es que ese fin de semana fue la última vez que me aventuré a salir de mi apartamento de noche y si tenía qué hacerlo, pasaba corriendo.

Las luces se quedaban encendidas durante la noche, aunque un par de meses después, decidí mudarme a otro lugar porque tenía miedo de volver a escucharla, sabiendo que ella en realidad no estaba ahí. Aún espero que su alma haya encontrado descanso y que dejara a los inquilinos de ese callejón vivir tranquilos sin los llantos y los desgarradores lamentos de una madre que perdió a sus hijos por su propia mano.

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