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Un café. Cinco vidas. Una muerte. Dos mentiras.

Antes de leer: Esta (tampoco) es una historia normal, sino que constituye, en sí, cinco relatos.

El primero ha de leerse en forma lineal. A partir de terminarlo, el lector deberá de enumerar a todas las oraciones del uno al cuatro y leer de un tirón aquellas que pertenezcan al mismo grupo

Para facilitar la lectura, he colocado las oraciones en orden de lectura, indicando quién es el protagonista en cada uno. Sin más que decir...

¡Disfruten de su lectura!

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Gavril King había cometido treinta y dos homicidios y había salido impune; había disgregado por todo el mundo a ocho familias sin recibir como respuesta ni un improperio; había sembrado el caos en cuán recóndita legión se le cruzara por la mente, y la policía no lo encontraba, sencillamente, porque nunca tuvo la osadía de buscarlo. Tenía por costumbre el hurgar entre los periódicos de La Nación, en búsqueda de muertes recientes, convirtiéndose en un especialista en fallecimientos, hasta el punto de que todas las defunciones de la provincia de Santa Cruz se agolpaban tras un archivero, y las fuentes ocupaban un revistero de mimbre, al cual consultaba en demasía. Detestaba el sonido de las personas pululando a su alrededor, sólo deseaba por fin conseguir la tan ansiada paz, traducida en la misma soledad, en aquella casa de locos, por la que tanto había estado reclamando, recibiendo a cambio el propio silencio tan anhelado por él mismo. Sus intereses eran variados, pero la historia constituía un pilar fundamental dentro de sí, en especial, la dictadura cívico militar que en el año 1976 había azotado a la República Argentina, generando la desaparición de miles de personas durante largos y crudos años. Asimismo, no era muy usual que llorara en la memoria de sus tantas víctimas, de hecho, era consciente de transportar consigo un arma mortal, mas aquello no lo perturbaba en la tranquilidad de sus momentos oníricos, tan usuales y tan disfrutados por las noches, dejando que su cerebro dejara por un instante su hervor, fruto de una intensa labor diaria.

Su sofá era considerado por él mismo su sitio en el mundo o, al menos, en aquella casona; disfrutando de acariciar las mortíferas noticias con sus dedos y explorarlas con su ávida mirada, recorriéndolas al derecho y al revés con sus ojos inquisidores, sintiendo cómo el alma se le iba con cada palabra, encontrando consuelo y esperanza en las mismas. No tenía demasiados amigos- tampoco fuera como si los necesitara demasiado-; podía prescindir de ellos y, si les hicieran falta en alguna ocasión, sólo le bastaba imaginarlos en su cabeza antes de comenzar a contarles sus preocupaciones a aquellos espectros que tan bien sabían escuchar y que tan poco acostumbrados a interrumpir se encontraban. Su cabello no tan corto y oscuro le otorgaba un aire de confianza; sus ojos rasgados, que no serían perceptibles de no ser por sus lentes azules, combinaban con su pelo y le conferían un rasgo de distinción que, inmerecidamente portaba.

Se le había hecho ya habitual caminar en soledad por la noche, refugiado tras un sobretodo negro que no hacía más que aumentar su similitud con un sicario, mientras trataba de recolectar ideas para sus próximos planes criminales. Las únicas y ocasionales salidas que se permitía eran a un café de mala muerte cercano a una plazoleta, empotrado en una de las esquinas, en donde disfrutaba de meter cizaña silenciosa en asuntos ajenos bajo el pretexto de tomar un jugo de naranja recién exprimido, y es allí a donde se dirigió. Su soledad solía llamar la atención de la gente mayor la que, tras mirarlo de reojo, murmuraba algunas frases del tipo 《La juventud está en decadencia》, 《Siempre tan haragana la juventud. El día que laburen lo harán feriado nacional》, 《Y pensar que este grupo de vagos se encargarán de levantar el país. ¡Dios me libre》o la más usual:《Están perdiendo la cabeza demasiado pronto》 lo que, sin dudas, lo preocupaba y desagradaba en grado sumo. Durante su estadía en el café, las reuniones de adultos captaban en especial su atención, limitándose a escuchar sus problemas, con temor a intervenir en conversaciones de eruditos y acabar pasando vergüenza, fruto de su ignorancia, disfrutando así de escuchar a las verdaderas voces de la experiencia.

Se trataba de un hombre infeliz, de esos que disfrutan de sembrar también su misma infelicidad en los demás, destruyendo sus vidas, sólo para sentir que no está solo en su soledad ni demasiado acompañado de su compañía. A su lado se sentó un ser extraño, vestido en su totalidad con atavíos oscuros, similar a la personificación misma de la muerte, al cual ya había visto en sueños, que le despertaba un temor incomprensible y le colocaba la piel de gallina.

A unos metros de sí, un grupo de personas se había congregado en un sitio improvisado, uniendo unas cuantas mesas y sacando sillas de sitios de donde no les correspondía, saboreando unas medialunas y aromatizando su charla con un aroma nauseabundo, desprendido de la máquina expendedora de café que le provocó unas cuantas arcadas. En medio de la conversación, uno de los hombres mencionó al general Jorge Rafael Videla y el régimen de terror y totalitarismo que había sembrado el mismo caos que el vivido en el país durante la Década Infame y nuestro personaje no cabía en su felicidad por conocer acerca de lo que ellos comentaban, esperando el momento exacto para intervenir, introduciendo alguna acotación curiosa que dejaría boquiabiertos a los viejos sabelotodo, que no esperarían que alguien de su condición conociera de historia.

Percibió a un anciano de unos ochenta y cinco años bebiendo una fuerte dosis de wisky y sintió envidia de que pudiera darse esos gustos cuando él tenía que hacer malabares para llegar a fin de mes con esos ingresos tan dispares y variables dependiendo de sus golpes de suerte ocasionales, envidiando con toda su alma a aquel hombre al cual cuyos lentes le ocupaban media cara, elucumbrando la idea de que aquel que disfrutaba de un momento de relajación podría llegar a convertirse en su próxima víctima, regodeándose de su maldad tras haber identificado su objetivo. Se llamaba Francisco Montes y tenía la rara costumbre de usar una enorme lupa en búsqueda de su propio nombre en las columnas fúnebres, esperando con ansias cuándo sería el momento en el que la muerte iría a buscarlo con su séquito de criaturas celestiales, quejándose cada día que esta le perdonaba la vida y daba una segunda oportunidad, tampoco es que tuviera la osadía de automutilarse en un intento fallido por llamarla, en plena vejez. Llevaba un cuello ortopédico embalado entre kilos y kilos de cinta adhesiva, teniendo especial cuidado por no perderlo- y con ello la propia cabeza- ya que, en tal caso, su laringe, ya dañada a consecuencia de los malos hábitos que ya venía llevando a cabo hacía tres años, sucumbiría y, con ello, también lo haría él, quedando desplomado sobre el suelo, descogotado.

Los presentes se burlaban de ella, la única mujer, quien ostentaba una pancarta con una imagen de su hijo cuando tenía unos quince años, con las palabras 《Memoria, verdad y justicia》debajo, convuertiéndose en el hazmerreír de todos allí, alegando a que no había manera de que, con dicha fotografía, alguien fuera capaz de reconocerlo al día de hoy, en la decrepitud y el olvido.

Su sangre y su impulso creativo lo impulsaban a dibujar en su mente un verdadero espectáculo de la muerte, de esos que a él le gustaban, con burbujas de sangre por el piso, oyendo el glu glú y sintiendo ese aroma a hierro que tan loco lo volvía. Imaginó un día domingo, demasiado lluvioso y deprimente para ser real, en donde la Muerte- ya no con minúsculas sino con mayúsculas, como un actor más dentro de la escena, su escena- irrumpía en el salón, reclamando por quien estuviera en aquel entonces ocupando un sofá idéntico a ese en el que se encontraba en dicho momento.

Su mente se desvió hacia un hombre de veinte años, algo más joven que él en aquel momento, de piel morena y cabello negro y con ligeras ondulaciones y un delicado lunar a un costado de sus labios, arremetiendo contra su propia madre, instrumento mortífero de la cultura infernal, marioneta de la mezquindad. Buscó convencerse de que su historia aparecería en todos los medios de comunicación del país que, siempre susceptibles, se rendirían ante la tentadora oferta de generar la primicia, de forma tal que la suya ya no sería confundida con una fantasía propia de un escritor o de un demente de imaginación exagerada. Se sorprendió de sí mismo (y se lo recriminó) por haber tardado tanto tiempo en concebir una nueva idea, viéndose obligado a admitir que su intento de atraer a la prensa, y con ello a la fama, estaba consumiéndolo por dentro, limitándolo en su vuelo creativo, que tanto supo caracterizarlo, en tiempos en los que todo marchaba viento en popa.

La criatura extraña, aún cubierta de pies a cabeza de ropas oscuras (pese al calor infernal que allí había) se movió de su sitio y se le acercó; en su temor, pareció comprender que estaba preguntando por la hora por lo que, con amabilidad, le respondió que eran las doce en punto (no importaba ya cuál de las dos doces), recibiendo a cambio una expresión de terror de su interlocutor (o interlocutora) y un pedido de acompañamiento. Él se puso de pie y comenzó a gritar, pidiendo por ayuda, sintiendo que una mano áspera le tapaba la boca, impidiéndole voltearse, quejarse ni tampoco repirar. Antes de que se fuera, como si nada extraño estuviera pasando, la anciana- que se había de llamar Rebeca Estévez- le preguntó si había visto a su hijo perdido Lucas, esgrimiendo su fotografía de pacotilla, dañada después de tanto tocarla, recibiendo a cambio una respuesta negativa, acabando en el círculo vicioso de desesperación que tanto la había atormentado durante más de treinta años.

Al sentir las sirenas de la policía acercándose al lugar de los hechos, tomó impulso y realizó un intento desesperado por escapar, desconocedor de si, en verdad, sería capaz de llegar más allá que un par de metros.

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Gavril King:

Gavril King había cometido treinta y dos homicidios y había salido impune; había disgregado por todo el mundo a ocho familias sin recibir como respuesta ni un improperio; había sembrado el caos en cuán recóndita legión se le cruzara por la mente, y la policía no lo encontraba, sencillamente, porque nunca tuvo la osadía de buscarlo. Asimismo, no era muy usual que llorara en la memoria de sus tantas víctimas, de hecho, era consciente de transportar consigo un arma mortal, mas aquello no lo perturbaba en la tranquilidad de sus momentos oníricos, tan usuales y tan disfrutados por las noches, dejando que su cerebro dejara por un instante su hervor, fruto de una intensa labor diaria.

Se le había hecho ya habitual caminar en soledad por la noche, refugiado tras un sobretodo negro que no hacía más que aumentar su similitud con un sicario, mientras trataba de recolectar ideas para sus próximos planes criminales. Se trataba de un hombre infeliz, de esos que disfrutan de sembrar también su misma infelicidad en los demás, destruyendo sus vidas, sólo para sentir que no está solo en su soledad ni demasiado acompañado de su compañía.

Percibió a un anciano de unos ochenta y cinco años bebiendo una fuerte dosis de wisky y sintió envidia de que pudiera darse esos gustos cuando él tenía que hacer malabares para llegar a fin de mes con esos ingresos tan dispares y variables dependiendo de sus golpes de suerte ocasionales, envidiando con toda su alma a aquel hombre al cual cuyos lentes le ocupaban media cara, elucumbrando la idea de que aquel que disfrutaba de un momento de relajación podría llegar a convertirse en su próxima víctima, regodeándose de su maldad tras haber identificado su objetivo. Su sangre y su impulso creativo lo impulsaban a dibujar en su mente un verdadero espectáculo de la muerte, de esos que a él le gustaban, con burbujas de sangre por el piso, oyendo el glu glú y sintiendo ese aroma a hierro que tan loco lo volvía. Se sorprendió de sí mismo (y se lo recriminó) por haber tardado tanto tiempo en concebir una nueva idea, viéndose obligado a admitir que su intento de atraer a la prensa, y con ello a la fama, estaba consumiéndolo por dentro, limitándolo en su vuelo creativo, que tanto supo caracterizarlo, en tiempos en los que todo marchaba viento en popa.

Al sentir las sirenas de la policía acercándose al lugar de los hechos, tomó impulso y realizó un intento desesperado por escapar, desconocedor de si, en verdad, sería capaz de llegar más allá que un par de metros.

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Francisco Montes:

Tenía por costumbre el hurgar entre los periódicos de La Nación, en búsqueda de muertes recientes, convirtiéndose en un especialista en fallecimientos, hasta el punto de que todas las defunciones de la provincia de Santa Cruz se agolpaban tras un archivero, y las fuentes ocupaban un revistero de mimbre, al cual consultaba en demasía. Su sofá era considerado por él mismo su sitio en el mundo o, al menos, en aquella casona; disfrutando de acariciar las mortíferas noticias con sus dedos y explorarlas con su ávida mirada, recorriéndolas al derecho y al revés con sus ojos inquisidores, sintiendo cómo el alma se le iba con cada palabra, encontrando consuelo y esperanza en las mismas.

Las únicas y ocasionales salidas que se permitía eran a un café de mala muerte cercano a una plazoleta, empotrado en una de las esquinas, en donde disfrutaba de meter cizaña silenciosa en asuntos ajenos bajo el pretexto de tomar un jugo de naranja recién exprimido, y es allí a donde se dirigió. A su lado se sentó un ser extraño, vestido en su totalidad con atavíos oscuros, similar a la personificación misma de la muerte, al cual ya había visto en sueños, que le despertaba un temor incomprensible y le colocaba la piel de gallina.

Se llamaba Francisco Montes y tenía la rara costumbre de usar una enorme lupa en búsqueda de su propio nombre en las columnas fúnebres, esperando con ansias cuándo sería el momento en el que la muerte iría a buscarlo con su séquito de criaturas celestiales, quejándose cada día que esta le perdonaba la vida y daba una segunda oportunidad, tampoco es que tuviera la osadía de automutilarse en un intento fallido por llamarla, en plena vejez. Imaginó un día domingo, demasiado lluvioso y deprimente para ser real, en donde la Muerte- ya no con minúsculas sino con mayúsculas, como un actor más dentro de la escena, su escena- irrumpía en el salón, reclamando por quien estuviera en aquel entonces ocupando un sofá idéntico a ese en el que se encontraba en dicho momento.

La criatura extraña, aún cubierta de pies a cabeza de ropas oscuras (pese al calor infernal que allí había) se movió de su sitio y se le acercó; en su temor, pareció comprender que estaba preguntando por la hora por lo que, con amabilidad, le respondió que eran las doce en punto (no importaba ya cuál de las dos doces), recibiendo a cambio una expresión de terror de su interlocutor (o interlocutora) y un pedido de acompañamiento.

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Sebastián Rodríguez:

Detestaba el sonido de las personas pululando a su alrededor, sólo deseaba por fin conseguir la tan ansiada paz, traducida en la misma soledad, en aquella casa de locos, por la que tanto había estado reclamando, recibiendo a cambio el propio silencio tan anhelado por él mismo. No tenía demasiados amigos- tampoco fuera como si los necesitara demasiado-; podía prescindir de ellos y, si les hicieran falta en alguna ocasión, sólo le bastaba imaginarlos en su cabeza antes de comenzar a contarles sus preocupaciones a aquellos espectros que tan bien sabían escuchar y que tan poco acostumbrados a interrumpir se encontraban. Su soledad solía llamar la atención de la gente mayor la que, tras mirarlo de reojo, murmuraba algunas frases del tipo 《La juventud está en decadencia》, 《Siempre tan haragana la juventud. El día que laburen lo harán feriado nacional》, 《Y pensar que este grupo de vagos se encargarán de levantar el país. ¡Dios me libre》o la más usual:《Están perdiendo la cabeza demasiado pronto》 lo que, sin dudas, lo preocupaba y desagradaba en grado sumo.

Llevaba un cuello ortopédico embalado entre kilos y kilos de cinta adhesiva, teniendo especial cuidado por no perderlo- y con ello la propia cabeza- ya que, en tal caso, su laringe, ya dañada a consecuencia de los malos hábitos que ya venía llevando a cabo hacía tres años, sucumbiría y, con ello, también lo haría él, quedando desplomado sobre el suelo, descogotado.

Su mente se desvió hacia un hombre de veinte años, algo más joven que él en aquel momento, de piel morena y cabello negro y con ligeras ondulaciones y un delicado lunar a un costado de sus labios, arremetiendo contra su propia madre, instrumento mortífero de la cultura infernal, marioneta de la mezquindad.

Él se puso de pie y comenzó a gritar, pidiendo por ayuda, sintiendo que una mano áspera le tapaba la boca, impidiéndole voltearse, quejarse y, mucho menos, repirar.

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Rebeca Estévez:

Sus intereses eran variados, pero la historia constituía un pilar fundamental dentro de sí, en especial, la dictadura cívico militar que en el año 1976 había azotado a la República Argentina, generando la desaparición de miles de personas durante largos y crudos años. Su cabello no tan corto y oscuro le otorgaba un aire de confianza; sus ojos rasgados, que no serían perceptibles de no ser por sus lentes azules, combinaban con su pelo y le conferían un rasgo de distinción que, inmerecidamente portaba.

Durante su estadía en el café, las reuniones de adultos captaban en especial su atención, limitándose a escuchar sus problemas, con temor a intervenir en conversaciones de eruditos y acabar pasando vergüenza, fruto de su ignorancia, disfrutando así de escuchar a las verdaderas voces de la experiencia. En medio de la conversación, uno de los hombres mencionó al general Jorge Rafael Videla y el régimen de terror y totalitarismo que había sembrado el mismo caos que el vivido en el país durante la Década Infame y nuestro personaje no cabía en su felicidad por conocer acerca de lo que ellos comentaban, esperando el momento exacto para intervenir, introduciendo alguna acotación curiosa que dejaría boquiabiertos a los viejos sabelotodo, que no esperarían que alguien de su condición conociera de historia.

Los presentes se burlaban de ella, la única mujer, quien ostentaba una pancarta con una imagen de su hijo cuando tenía unos quince años, con las palabras 《Memoria, verdad y justicia》debajo, convuertiéndose en el hazmerreír de todos allí, alegando a que no había manera de que, con dicha fotografía, alguien fuera capaz de reconocerlo al día de hoy, en la decrepitud y el olvido. Buscó convencerse de que su historia aparecería en todos los medios de comunicación del país que, siempre susceptibles, se rendirían ante la tentadora oferta de generar la primicia, de forma tal que la suya ya no sería confundida con una fantasía propia de un escritor o de un demente de imaginación exagerada.

Antes de que se fuera, como si nada extraño estuviera pasando, la anciana- que se había de llamar Rebeca Estévez- le preguntó si había visto a su hijo perdido Lucas, esgrimiendo su fotografía de pacotilla, dañada después de tanto tocarla, recibiendo a cambio una respuesta negativa, acabando en el círculo vicioso de desesperación que tanto la había atormentado durante más de treinta años.


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