¿Cuánto tiempo más?
¿Cómo explicar la soledad? ¿Acaso alguien puede comprender mi situación, atado a un automóvil, con las ventanas cerradas, en pos de protegerme del calor abrasador del exterior? ¿Es comprensible siquiera que el mundo se haya tornado en una inmensa cafetera cuya temperatura cada vez se incrementa con menor dificultad? ¿Y toda esta miseria se debe al simple uso de aquellos malditos desodorantes de ambiente que hasta ahora hemos usado para pasar por alto la pestilencia de nuestros propios desechos? ¿Acaso una capa invisible puede protegernos? ¿Alguien se preguntó quizá que algo que no pudiéramos ver, a excepción, claro está, del mismísimo Altísimo, sería capaz de protegernos hasta tal punto?
«¿Por qué he de desvariar en cada instante en que me encuentro a solas?»
¿Cuándo saldría, por fin, Julieta de su maldita clase de tenis? ¿Había olvidado que yo me encontraba allí o simplemente apelaba a la ignorancia para hacer desaparecer, aunque sólo en modo virtual, la figura omnipresente de su padre, el que la persigue adondequiera que la niña disponga? ¿No le parecía siquiera, aunque su parecer fuera nimio, que aquellos ejercicios monótonos de golpear una pelota diminuta y desplegar sus habilidades en la cancha durante una hora, eran aburridos? ¿O será que el espectador jamás podrá comprender lo que no está viviendo en persona, in situ, en carne propia? ¿Cuándo se dispondría por fin a culminar la clase aquel pelado que no osaba de las características que se le habrían conferido por mera estigmatización a un profesor de tenis?
«¿A qué hora terminas?»
¿Qué haría durante esta larga espera, hasta que ella se dignara por tomar su teléfono y leer siquiera mi mensaje? ¿Lo pasaría por alto, ofuscada por mi insistencia, al igual que lo había hecho con mi propia presencia? ¿Sería capaz de ignorar a aquel que contribuyó a su creación?
—¿No puede correrse un poquitito, mi amigo, hacia la derecha para que pueda estacionar?
¿Acababa ya la clase, a juzgar por el vehículo recién aparcado junto al mío? ¿O sería de esos que colocan las balizas como si nada importara, de aquellos que consideran necesario dejar encendidas aquellas luces titilantes en lugar de quitar el llavín de la cerradura y ya? ¿Me atrevería a dirigirle la palabra alguna vez para saldar alguna de mis inquietudes o continuaría oculto tras la supuesta protección del aninomato, la que maquilla mis inseguridades y me hace convertirme en un cobarde? ¿Y por qué Julieta, durante su pequeño intervalo, había revisado las notificaciones de su teléfono sin responder a mi interrogante? ¿Creería que se trataría de una broma, de una confirmación, de una pregunta retórica?
¿Cuánto tiempo más habría de consumírseme allí dentro, azotado por el calor vespertino de una pseudo noche que se asemejaba a un infierno viviente? ¿Acaso los que estaban afuera presentaban una falla en su propio termostato, la que les servía de impedimento para percatarse del fuego que amenazaba con destruirlos, pobres víctimas de la falta de aire acondicionado? ¿O tan sólo era una exageración mía, el cual comenzaba a sentirme sofocado allí dentro, encerrado entre cuatro puertas, con el ambiente climatizado a unos escasos veinte grados? ¿Alguna vez obedecería aquella regla con la que insisten tantos eslóganes hoy en día sobre eso de poner el aire a veinticuatro?
«¿Te crees que estoy de broma?»
¿Sería posible que Julieta se hubiera avalanzado una vez más sobre su teléfono, con el tiempo suficiente como para grabar un mensaje de voz para responderle a una de sus amigas, rechazando todos mis pedidos de explicaciones, para después retornar sus prácticas deportivas sin siquiera elevar la mirada para replicarme con la misma? ¿Era que aquella chica no podía sentir un par de ojos acosándola a cada movimiento que daba, o había comenzado a emplear la misma estrategia de su madre, basada en un rechazo absoluto hacia mi persona? ¿Le parecía justo aquel trato? ¿O era la forma que ella tenía de expresar entre líneas sus sentimientos más profundos?
«¿Por qué no estuve más presente en su vida cuando apenas era una niña? ¿Acaso alimentar a unos cerdos era más importante que pasar tiempo de caridad con mi hija? ¿Cómo decía la frase? ¿«Tirar margaritas a los cerdos» era?»
¿Cuán equivocado pude estar cuando, en medio del calor sofocante y de mis reflexiones intermitentes e infinitas, al abrir la ventana del auto para que me entrara un poco de luz natural y frescura? ¿No me lo habría agradecido mi gélida y nivosa piel, al encontrarse con fin con aquella ansiada Vitamina D que tanto le había sido arrebatada? ¿Sería bueno aprovecharme de mi situación privilegiada para así escuchar el mensaje de voz que acababa de recibir el hombre del Sandero negro que estaba a mi lado? ¿Y por qué él tampoco realizaba intento alguno por descender el vidrio de su ventanilla, lo que me incitaba a considerar que procuraba ocultarme algo? ¿Acaso guardaba algún secreto que no quería que fuera divulgado?
—¿Ya culminaste las tareas con Nora Montivero?
¿Sería capaz de expresar con estas mismas palabras el aluvión interior que me sacudió en las entrañas al escuchar la mención del nombre de m esposa? ¿Cuántas Nora Montivero podría haber en la provincia de Córdoba en aquel entonces?
—¿Se resistió mucho?
¿Se trataría de una mera tocaya o esto estaría traspasando los límites de lo absurdo?
—¿Conseguiste contactar con el otro?
¿Quién sería aquel otro? ¿Sería yo mismo aquel otro al que el sujeto con voz de mafioso se refería? ¿De cuál de los alumnos sería padre? ¿Acaso Pilar no se tomaba el veinticuatro a la salida rumbo a Barrio Marqués? ¿Y Martín no vivía a unas pocas cuadras del club? ¿Acaso fallaba mi memoria? ¿Y si no me fallara? ¿Y si, en efecto, podría tratarse del progenitor de aquel otro chico, sí, el que tiene puesto un pantalón corto color rosa chillón y un pendiente negro en la oreja izquierda? ¿Sería acaso una pandilla de criminales o sólo se trataría de una legión familiar, un legado trasmitido a lo largo de generaciones? ¿Habrán encontrado en aquel jovenzuelo un adepto, un cómplice para cometer dichas atrocidades de las que se afanaban a través de un audio de WhatsApp?
«¿Tienes problema en que regrese a buscarte en una hora, mi cielo?»
¿Desde cuándo me atrevía a dirigirme a mi hija como mi cielo? ¿No sería mal interpretado por ella al instante, incluso hacia un extremo que no me agradaría atravesar? ¿Alcanzaría ella a leer mi mensaje antes de mi regreso o estaría tan compenetrada en su tenis y sus amigos para que ninguno de ellos se hubiera percatado de la salida del auto negro y, casi por instinto, del mío secundádolo por detrás? ¿Alguno se percataría de que algo no se encontraba bien?
—¿Adónde quieres ir?
¿Alguien puede explicarme la manera en la que le indicas a la gallega de tu GPS que se enciende en paralelo con el mismo vehículo que mi dirección es la que el auto que se encuentra por delante dibujará para el destino de ambos? ¿Sería capaz de comprenderme o insistiría, al igual que mi esposa secuestrada, en recibir las explicaciones pertinentes a mi accionar tan impulsivo? ¿Habría terminado Julieta su clase en aquel momento, preguntándose en dónde se encontraba su padre, dirigiéndome una cantata de improperios bien aprendidos a consecuencia de las sucesivas discusiones que su madre y yo hemos mantenido desde sus catorce años de vida? ¿O estaría esperando sin perder los estribos el regreso de su padre, ignorante de que yo me encontraba conduciendo con todos mis sentidos atentos por un barrio en donde todo era sinónimo de drogas, asesinato, violaciones y raptos? ¿Por qué jamás me empeñé en conocerla un poco más? ¿Me habría, en el hipotético caso en el que fuésemos compinches, servido de estímulo aquello ante la situación urticante en la que estaba interviniendo? ¿Me habría obligado a clavar los frenos o a virar el volante en la dirección contraria a aquel sujeto, consciente de que ella jamás habría avalado aquel gesto de valentía teórica, que nada me caracteriza?
—¿Puedo hacer algo por ti?
¿No tenía aquel maldito aparato un botón de apagado? ¿Por qué fui tan necio al reclinar el ofrecimiento de mi esposa de tomar un curso sobre el uso de los nuevos dispositivos tecnológicos? ¿Y si se le ocurría al armatoste formular alguna de sus preguntas impertinentes justo cuando estuviera a punto de abalanzarme sobre el criminal, poniéndolo de este modo en alerta y obligándonos a un cambio de roles del que no podría salir victorioso?
«¿Cuándo diablos irá a detenerse? ¿Es que vive en la otra punta de la ciudad?»
¿Fueron aquellas palabras benditas o malditas, juzgarán ustedes mismos el caso, las responsables de que se detuviera el chofer casi al simultáneo? ¿Dios me había conferido el poder de la telequinsis y yo lo ignoraba? ¿Qué debía de hacer ahora: refugiarme en el vehículo, acobardado, recurriendo al teléfono para discar a la antigua los números para llamar a la policía, o descender como un héroe, un Odiseo que se enfrenta a Polifemo, un mapuche que se dispone a espantar a costa de sangre la llegada del General Roca? ¿Acaso me quedaba otra alternativa?
«¿Cómo haré para ingresar si el maldito se dispone a trabar el cerrojo?»
¿Podría atinar, siquiera, al picaporte, inmenso en aquella oscuridad sólo interrumpida por la claridad de una semiesfera lunar que se alzaba en cielo? ¿Lo habría conseguido si no hubiera sido por aquel destello de luz proveniente del móvil del otro hombre, la que se emitió en el momento preciso, como si todo fuera un plan articulado con brillantez para hacerme caer de lleno en sus desgarradoras fauces de lobos feroces? ¿Por qué cada vez, a cada paso que daba, parecía convencerme de que pensando mal acertarás siempre?
«¿Cómo decía el refrán? ¿Era «la curiosidad mató al gato»?»
¿De veras me resultaba imposible saber si aquellas eran las palabras correctas? ¿Era necesario aquel interrogante siendo que me hallaba rotundamente convencido de que no habría otra alternativa posible para aquella frase? ¿Esa extraña secuela se debía también al temor de encontrarse solo en medio del mundo? ¿Solo y acompañado de un inmenso hombre que se ha empeñado en cerrar la puerta a medias, como suele hacerse con aquellas trampillas para atrapar ratones? ¿Y por qué yo, habiendo analizado todas las posibilidades con cierta cautela, había optado por sumergirme dentro de la boca del lobo misma, aquella de la que no podría escapar ni aunque lo consiguiera?
«¿Estaré escribiendo con mis acciones mis últimas palabras?»
¿El intenso dolor que ahora recorría mi cráneo se había presentado segundos antes? ¿O se trató de la consecuencia colateral de aquel intenso golpe que percibí en la cabeza, recibido de la manera en que todo cobarde lo haría —por la espalda— el que me había derribado por el piso, facilitando mi captura? ¿Quién podría ahora liberarme de las garras de aquellas patrañas humanas que guardaban a mi esposa con ellos?
—¿Es verdad que nuestra trampa ha funcionado a la perfección? ¿Tenemos a nuestro pajarito?
¿Qué hacía allí Nora, sosteniendo una cuchilla afilada en la mano en lugar de encontrarse amordazada, inmovilizada de pies a cabeza y con grandes y profundas heridas serpenteando por su rostro? ¿Qué pensaría Julieta de aquello? ¿Avalaría aquella decisión impetuosa de su madre, la que había tomado las armas para cargar con una cobardía que se traslucía en demasía, para cargar así contra el cuerpo del único padre biológico que la vida le ha conferido?
—¿No crees que ya es la hora?
¿Alguien sería capaz de brindarme una explicación de cómo no perecí en aquel preciso instante, en aquel mismísmo momento en el que la voz angelical de la pequeña Julieta adquiría un porte mucho más agresivo que el que acostumbraba a tener en mi presencia? ¿Sería ella quien apretaría el gatillo de su pistola o le concedería a su madre el privilegio de convertirme en un fiambre?
—¿Estás lista?
¿Cómo pudo ella, mi pequeña Julieta, a la misma que acababa de decirle mi cielo, acatar aquella orden tan fría?
¿Cuánto tiempo restaba para que, en efecto, mis órganos de percataran de que mi corazón estaba herido, y ahora ya no en sentido figurativo?
¿Cuánto tardaría en apagarse aquella chispa de vida que cada vez se mostraba más fofa ante la adversidad?
¿Cuánto tiempo más...?
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