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ʀᴇʟᴀᴛᴏ ᴘʀɪᴍᴇʀᴏ

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𝒱𝑒𝓇𝒶𝓃𝑜

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Robin, que sería algo así como la luna, ve en Nami al sol.

Ve el sol en sus cabellos de fuego, en sus ojos de arena y en el sonido que hace su risa cuando escapa entre sus dientes una brisa fresca de mediados de agosto, que le revuelve los cabellos a la noche y la envuelve y la adormece y le da vida. Esa es Nami, el verano arrollador que calienta la piel y levanta sonrisas tras las heridas de quien sobrevive al invierno, como Robin, que sobrevive y sobrevive y esquiva a la muerte porque eso es lo único que ha sabido hacer siempre. Pero ha conocido al sol, y ya no más. Ahora tan solo vive. Y se le revuelven las tripas de forma agradable y siente un globo de aire en el pecho al pensarlo: está viva.

Está viva y ha conocido las estaciones, el mar, el cielo y las estrellas. Se ha visto reflejada en la luna y ha sentido el cosquilleo del calor, que ha borrado de su piel los restos del otoño, de la primavera y del invierno y lo ha llenado todo de sol, de verano, de Nami.

Robin, que es como la noche, la luna y el invierno, ve en Nami el día, el sol y el verano.

No está segura, pero cree que ese revoloteo en la boca de su estómago y la forma en la que le cosquillean las manos cuando la siente cerca es algo bueno. Se siente Ícaro, aquel niño de las alas de cera, deslumbrada por el sol y encandilada con un verano sin fin hecho persona y sonrisa y ojos de canela y cabello de fogata. En su voz suenan las olas del mar y es en ese momento en el que Robin, que no puede nadar, se siente flotando en la frescura del océano perdida en un punto exacto, y sigue creyendo que es algo bueno, porque si de algo entiende Robin es de (la soledad, el miedo, la muerte) esos otros sentimientos, los que se atan como una soga a tu cuello y te arrastran por tierra y espinas. Pero lo que siente ahora es nuevo y le aturde los sentidos pero bien;  y vuelve a sentirse Ícaro, y se pregunta si ella, que no tiene nada en el mundo pero al mismo tiempo lo tiene todo porque su mundo es ese barco y es ella, podría emprender su vuelo en alas de cera y llegar hasta la niña sol, que está parada ahí junto a ella pero que Robin teme que algún día decida volver a la cúpula celeste que es el cielo que pesa sobre ellas porque se de cuenta de que Robin, la niña luna, es solo un invierno roto y a medias.

Empero cuando el sol entrelaza sus dedos largos de piel pálida y pecosa con los suyos, Robin siente que le arde la palma de la mano pero no se aparta porque quiere que ese fuego la recorra entera y abrase todo de ella, la vuelva cenizas y nieve derretida y la hunda en el océano pero que no la suelte nunca, que no se vaya, que se quede con ella. Y es cuando Nami le pregunta, con su voz de mar en calma, sus hebras anaranjadas de atardecer y la falsa inocencia de un niño travieso, observando la inmensidad a la lejanía y la calma que reina en el navío en aquellas primeras horas del día, si a Robin le gustaba el verano, que ella contesta —mientras la miraba con sus ojos de luna encandilada y se fundía en ella como los últimos resquicios de nieve y hielo que ha dejado a su paso un largo invierno— que sí, que ella ama el verano, porque la ama a ella.

Y Nami —la chica del sol en la sonrisa, el fuego en la melena y el horizonte en los ojos— se ríe con ese sonido de caracolas en la orilla y dice que a veces no la entiende, que dice cosas muy raras. Y Robin responde "¿Tú crees?" pero no deja de mirarla, de sentir como toda ella se funde en el rosa de sus mejillas y muere solo para volver a nacer más plena, más cálida, menos rota, menos abandonada, con menos miedo. Menos invierno, más verano.

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