seven
SAETA DE FUEGO
—HARRY... TIENES UN ASPECTO HORRIBLE.
Harry no había podido pegar el ojo hasta el amanecer. Al despertarse, había hallado el dormitorio desierto, se había vestido y bajado la escalera de caracol hasta la sala común, donde no había nadie más que Ron, que se comía un sapo de menta y se frotaba el estómago, y Hermione, que había extendido sus deberes por tres mesas. Adelyn estaba sentada en un sofá, acariciando a Crookshanks.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Harry
—¡Se han ido! Hoy empiezan las vacaciones, ¿no te acuerdas? —preguntó Ron, mirando a Harry detenidamente—. Es ya casi la hora de comer. Pensaba ir a despertarte dentro de un minuto.
Harry se sentó al lado de Adelyn. Al otro lado de las ventanas, la nieve seguía cayendo. Crookshanks estaba extendido sobre el regazo de la bruja, ronroneando ante las caricias que ella le daba.
—Es verdad que no tienes buen aspecto, ¿sabes? —dijo Hermione, mirándole la cara con preocupación.
—Estoy bien —dijo Harry.
—Escucha, Harry —dijo Hermione, cambiando con Ron una mirada—. Debes de estar realmente disgustado por lo que oímos ayer. Pero no debes hacer ninguna tontería.
—¿Como qué? —dijo Harry
—Como ir detrás de Black —dijo Ron, tajante.
Harry se dio cuenta de que habían ensayado aquella conversación mientras él estaba dormido. No dijo nada. Se había dado cuenta de que Adelyn no decía nada, ni levantaba la vista del gato.
—No lo harás. ¿Verdad que no, Harry? —dijo Hermione.
—Porque no vale la pena morir por Black —dijo Ron.
Harry los miró. No entendían nada.
—¿Saben qué veo y oigo cada vez que se me acerca un dementor? —Ron y Hermione negaron con la cabeza, con temor—. Oigo a mi madre que grita e implora a Voldemort. Y si ustedes escucharan a su madre gritando de ese modo, a punto de ser asesinada, no lo olvidarían fácilmente. Y si descubrieran que alguien que en principio era amigo suyo la había traicionado y le había enviado a Voldemort...
—No puedes hacer nada —dijo Hermione con aspecto afligido—. Los dementores atraparán a Black, lo mandarán otra vez a Azkaban... ¡y se llevará su merecido!
—Ya oyeron lo que dijo Fudge. A Black no le afecta Azkaban como a la gente normal. No es un castigo para él como lo es para los demás.
—Entonces, ¿qué pretendes? —dijo Ron muy tenso—. ¿Acaso quieres... matar a Black?
—No seas tonto —dijo Hermione, con miedo—. Harry no quiere matar a nadie, ¿verdad que no, Harry?
Harry volvió a quedarse callado. No sabía qué pretendía. Lo único que sabía es que la idea de no hacer nada mientras Black estaba libre era insoportable.
—Malfoy sabe algo —dijo de pronto—. ¿Se acuerdan de lo que me dijo en la clase de Pociones? «Pero en tu caso, yo buscaría venganza. Lo cazaría yo mismo.»
—¿Vas a seguir el consejo de Malfoy y no el nuestro? —dijo Ron furioso—. Escucha... ¿sabes lo que recibió a cambio la madre de Pettigrew después de que Black lo matara? Mi padre me lo dijo: la Orden de Merlín, primera clase, y el dedo de Pettigrew dentro de una caja. Fue el trozo mayor de él que pudieron encontrar. Black está loco, Harry, y es muy peligroso.
—El padre de Malfoy debe de haberle contado algo —dijo Harry, sin hacer caso de las explicaciones de Ron—. Pertenecía al círculo de allegados de Voldemort.
—Llámalo Quien Tú Sabes, ¿quieres hacer el favor? —repuso Ron enfadado.
—Entonces está claro que los Malfoy sabían que Black trabajaba para Voldemort...
—¡Y a Malfoy le encantaría verte volar en mil pedazos, como Pettigrew! Contrólate. Lo único que quiere Malfoy es que te maten antes de que tengan que enfrentarse en el partido de quidditch.
—Harry, por favor —dijo Hermione, con los ojos brillantes de lágrimas—, sé sensato. Black hizo algo terrible, terrible. Pero no... no te pongas en peligro. Eso es lo que Black quiere... Estarías metiéndote en la boca del lobo si fueras a buscarlo. Tus padres no querrían que te hiciera daño, ¿verdad? ¡No querrían que fueras a buscar a Black!
—No sabré nunca lo que querrían, porque por culpa de Black no he hablado con ellos nunca —dijo Harry con brusquedad. Adelyn se levantó de golpe, asustando a Crookshanks. Todos la miraron en silencio. La castaña tomó su varita del sofá y la guardó en su bolsillo.
—Iré a ver a Hagrid —fue lo único que dijo, en un tono áspero. Sentía que se olvidaban que su madre también había muerto a manos de Voldemort, el mismo día en que Harry había perdido a sus padres.
Se colocó su capa y abandonó la sala común de su casa, reteniendo las lágrimas que le nublaban la vista y hacían arder sus ojos.
• • •
Adelyn intentaba consolar a Hagrid, cuando unos golpes se presentaron en la puerta.
—¡Hagrid! —oyeron la voz de Harry, quien Adelyn supuso era el que golpeaba la puerta—. Hagrid, ¿estás ahí?
La castaña soltó al profesor y él se acercó a la puerta. Hagrid tenía los ojos rojos e hinchados, con lágrimas que le salpicaban la parte delantera del chaleco de cuero.
—¡Lo han oído! —gritó, y se arrojó al cuello de Harry.
Como Hagrid tenía un tamaño que era por lo menos el doble de lo normal, aquello no era cuestión de risa. Harry estuvo a punto de caer bajo el peso del otro, pero Ron y Hermione lo rescataron, cogieron a Hagrid cada uno de un brazo y lo metieron en la cabaña, con la ayuda de Harry Hagrid se dejó llevar hasta una silla y se derrumbó sobre la mesa, sollozando de forma incontrolada. Adelyn volvió a abrazarlo.
Tenía el rostro lleno de lágrimas que le goteaban sobre la barba revuelta.
—¿Qué pasa, Hagrid? —le preguntó Hermione aterrada.
Harry vio sobre la mesa una carta que parecía oficial.
—¿Qué es, Hagrid?
Hagrid redobló los sollozos, entregándole la carta a Harry, que la leyó en voz alta:
Estimado Señor Hagrid:
En relación con nuestra indagación sobre el ataque de un hipogrifo a un alumno que tuvo lugar en una de sus clases, hemos aceptado la garantía del profesor Dumbledore de que usted no tiene responsabilidad en tan lamentable incidente.
—Estupendo, Hagrid —dijo Ron, dándole una palmadita en el hombro.
Pero Hagrid continuó sollozando y movió una de sus manos gigantescas, invitando a Harry a que siguiera leyendo.
Sin embargo, debemos hacer constar nuestra preocupación en lo que concierne al mencionado hipogrifo. Hemos decidido dar curso a la queja oficial presentada por el señor Lucius Malfoy, y este asunto será, por lo tanto, llevado ante la Comisión para las Criaturas Peligrosas. La vista tendrá lugar el día 20 de abril. Le rogamos que se presente con el hipogrifo en las oficinas londinenses de la Comisión, en el día indicado. Mientras tanto, el hipogrifo deberá permanecer atado y aislado.
Atentamente...
—¡Vaya! —dijo Ron—. Pero, según nos has dicho, Hagrid, Buckbeak no es malo. Seguro que lo consideran inocente.
—No conoces a los monstruos que hay en la Comisión para las Criaturas Peligrosas... —dijo Hagrid con voz ahogada, secándose los ojos con la manga—. La han tomado con los animales interesantes.
Un ruido repentino, procedente de un rincón de la cabaña de Hagrid, hizo que Harry, Ron y Hermione se volvieran. Buckbeak, el hipogrifo, estaba acostado en el rincón, masticando algo que llenaba de sangre el suelo.
—¡No podía dejarlo atado fuera, en la nieve! —dijo con la voz anegada en lágrimas—. ¡Completamente solo! ¡En Navidad!
Harry, Ron y Hermione se miraron. A diferencia de Adelyn, ellos nunca habían coincidido con Hagrid en lo que él llamaba «animales interesantes» y otras personas llamaban «monstruos terroríficos». Pero Buckbeak no parecía malo en absoluto.
—Tendrás que presentar una buena defensa, Hagrid —dijo Hermione sentándose y posando una mano en el enorme antebrazo de Hagrid. Adelyn se sentó frente a ella—. Estoy segura de que puedes demostrar que Buckbeak no es peligroso.
—¡Dará igual! —sollozó Hagrid—. Lucius Malfoy tiene metidos en el bolsillo a todos esos diablos de la Comisión. ¡Le tienen miedo! Y si pierdo el caso, Buckbeak...
Se pasó el dedo por el cuello, en sentido horizontal. Luego gimió y se echó hacia delante, hundiendo el rostro en los brazos. Adelyn bajó la mirada.
—¿Y Dumbledore? —preguntó Harry.
—Ya ha hecho por mí más que suficiente —gimió Hagrid—. Con mantener a los dementores fuera del castillo y con Sirius Black acechando, ya tiene bastante.
Ron y Hermione miraron rápidamente a Harry, temiendo que comenzara a reprender a Hagrid por no contarle toda la verdad sobre Black. Pero Harry no se atrevía a hacerlo. Por lo menos en aquel momento en que veía a Hagrid tan triste y asustado.
—Escucha, Hagrid —dijo—, no puedes abandonar. Hermione tiene razón. Lo único que necesitas es una buena defensa. Nos puedes llamar como testigos...
—Estoy segura de que he leído algo sobre un caso de agresión con hipogrifo —dijo Hermione pensativa— donde el hipogrifo quedaba libre. Lo consultaré y te informaré de qué sucedió exactamente.
Hagrid lanzó un gemido aún más fuerte. Harry y Hermione miraron a Ron y Adelyn implorándoles ayuda. Adelyn estaba demasiado preocupada del estado de Hagrid como para notarlo
—Eh... ¿preparo un té? —preguntó Ron. Harry lo miró sorprendido—. Es lo que hace mi madre cuando alguien está preocupado —musitó Ron encogiéndose de hombros.
Por fin, después de que le prometieran ayuda más veces y con una humeante taza de té delante, Hagrid se sonó la nariz con un pañuelo del tamaño de un mantel, y dijo:
—Tienen razón. No puedo dejarme abatir. Tengo que recobrarme...
Fang, el jabalinero, salió tímidamente de debajo de la mesa y apoyó la cabeza en una rodilla de Hagrid.
—Estos días he estado muy raro —dijo Hagrid, acariciando a Fang con una mano y limpiándose las lágrimas con la otra—. He estado muy preocupado por Buckbeak y porque a nadie le gustan mis clases.
—De verdad que nos gustan —se apresuró a mentir Hermione.
—¡Sí, son estupendas! —dijo Ron, cruzando los dedos bajo la mesa. Adelyn los miró mal, pues eran terribles mintiendo.
—A mí sí me gustan tus clases, Hagrid —le aseguró Adelyn. Ella siempre había amado a las criaturas mágicas.
—¿Cómo están los gusarajos? —preguntó el pelirrojo.
—Muertos —dijo Hagrid con tristeza—. Demasiada lechuga.
—¡Oh, no! —exclamó Ron. El labio le temblaba.
—Y los dementores me hacen sentir muy mal —añadió Hagrid, con un estremecimiento repentino—. Cada vez que quiero tomar algo en Las Tres Escobas, tengo que pasar junto a ellos. Es como estar otra vez en Azkaban.
Se quedó callado, bebiéndose el té. Harry, Adelyn, Ron y Hermione lo miraban sin aliento. No le habían oído nunca mencionar su estancia en Azkaban.
Después de una breve pausa, Hermione le preguntó con timidez:
—¿Tan horrible es Azkaban, Hagrid?
—No te puedes hacer ni idea —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi padre, el día que tuve que desprenderme de Norbert... —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Norbert era la cría de dragón que Hagrid había ganado cierta vez en una partida de cartas—. Al cabo de un tiempo uno no recuerda quién es. Y pierde el deseo de seguir viviendo. Yo hubiera querido morir mientras dormía. Cuando me soltaron, fue como volver a nacer; todas las cosas volvían a aparecer ante mí. Fue maravilloso. Sin embargo, los dementores no querían dejarme marchar.
—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.
Hagrid resopló.
—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes. —Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en su taza de té. Luego añadió en voz baja—: Había pensado liberar a Buckbeak, para que se alejara volando... Pero ¿cómo se le explica a un hipogrifo que tiene que esconderse? Y... me da miedo transgredir la ley... —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo por su rostro—. No quisiera volver a Azkaban.
La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el efecto que Ron y Hermione deseaban. Harry no se había olvidado de Black, pero tampoco podía estar rumiando continuamente su venganza y al mismo tiempo ayudar a Hagrid a ganar su caso.
Él, Ron y Hermione se disculparon con Adelyn por lo que había ocurrido por la mañana. Los cuatro fueron al día siguiente a la biblioteca y volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la defensa de Buckbeak. Se sentaron delante del abundante fuego, pasando lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famosos de animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los otros.
—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero el hipogrifo fue declarado culpable. ¡Uf! Miren lo que le hicieron. Es repugnante.
—Esto podría sernos útil. Miren. Una mantícora atacó a alguien salvajemente en 1296 y fue absuelta... ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo acercarse...
Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y delicioso olor a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso Scabbers sacó la nariz del bolsillo de Ron para olfatear.
• • •
La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.
—¡Despierta, los regalos!
Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la semioscuridad, miró a los pies de la cama, donde se alzaba una pequeña montaña de paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.
—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.
Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estrecho que había debajo.
—¿Qué es eso? —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los calcetines marrones que acababa de desenvolver.
—No sé...
Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar sobre la colcha una escoba magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.
—No puedo creerlo —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía vibrar. La soltó y quedó suspendida en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodinámicas ramitas de abedul y perfectamente lisas que formaban la cola.
—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.
—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.
Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.
—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?
—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.
—Estoy seguro de que fue Dumbledore —dijo Ron, dando vueltas alrededor de la Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa invisible...
—Había sido de mi padre —dijo Harry—. Dumbledore se limitó a remitírmela. No se gastaría en mí cientos de galeones. No puede ir regalando a los alumnos cosas así.
—Ése es el motivo por el que no podría admitir que fue él —dijo Ron—. Por si algún imbécil como Malfoy lo acusaba de favoritismo. ¡Malfoy! —Ron se rió estruendosamente—. ¡Ya verás cuando te vea montado en ella! ¡Se pondrá enfermo! ¡Ésta es una escoba de profesional!
—No me lo puedo creer —musitó Harry pasando la mano por la Saeta de Fuego mientras Ron se retorcía de la risa en la cama de Harry pensando en Malfoy.
—¿Quién...?
—Ya sé.. quién ha podido ser... ¡Lupin!
—¿Qué? —dijo Harry riéndose también—. ¿Lupin? Mira, si tuviera tanto dinero, podría comprarse una túnica nueva.
—Sí, pero le caes bien —dijo Ron—. Cuando tu Nimbus se hizo añicos, él estaba fuera, pero tal vez se enterase y decidiera acercarse al callejón Diagon para comprártela.
—¿Que estaba fuera? —preguntó Harry—. Durante el partido estaba enfermo.
—Bueno, no se encontraba en la enfermería —dijo Ron—. Yo estaba allí limpiando los orinales, por el castigo de Snape, ¿te acuerdas?
Harry miró a Ron frunciendo el entrecejo.
—No me imagino a Lupin haciendo un regalo como éste.
—¿De qué se ríen los dos?
Hermione acababa de entrar con el camisón puesto y llevando a Crookshanks, que no parecía contento con el cordón de oropel que llevaba al cuello. Adelyn estaba a su lado, aunque ella sí estaba vestida.
—¡No lo metas aquí! —dijo Ron, sacando rápidamente a Scabbers de las profundidades de la cama y metiéndosela en el bolsillo del pijama. Pero Hermione no le hizo caso. Dejó a Crookshanks en la cama vacía de Seamus y contempló la Saeta de Fuego con la boca abierta.
—¡Vaya, Harry! ¿Quién te la ha enviado?
—No tengo ni idea. No traía tarjeta.
Ante su sorpresa, Hermione y Adelyn no estaban emocionadas ni intrigadas. Antes bien, se ensombrecieron sus rostros y Hermione se mordió el labio.
—¿Qué les ocurre? —le preguntó Ron.
—No sé —dijo Hermione—. Pero es raro, ¿no les parece? Lo que quiero decir es que es una escoba magnífica, ¿verdad?
Ron suspiró exasperado:
—Es la mejor escoba que existe, Hermione —aseguró.
—Así que debe de ser carísima...
—Probablemente costó más que todas las escobas de Slytherin juntas — dijo Ron con cara radiante.
—Bueno, ¿quién enviaría a Harry algo tan caro sin si quiera decir quién es?
—¿Y qué más da? —preguntó Ron con impaciencia—. Escucha, Harry, ¿puedo dar una vuelta en ella? ¿Puedo?
—Creo que por el momento nadie debería montar en esa escoba —dijo Adelyn. Hermione asintió de acuerdo.
Harry y Ron las miraron.
—¿Qué creen que va a hacer Harry con ella? ¿Barrer el suelo? —preguntó
Ron.
Pero antes de que Hermione pudiera responder; Crookshanks, saltó desde la cama de Seamus al pecho de Ron.
—¡LLÉVATELO DE AQUÍ! —bramó Ron, notando que las garras de Crookshanks le rasgaban el pijama y que Scabbers intentaba una huida desesperada por encima de su hombro. Cogió a Scabbers por la cola y fue a propinar un puntapié a Crookshanks, pero calculó mal y le dio al baúl de Harry; volcándolo. Ron se puso a dar saltos, aullando de dolor.
A Crookshanks se le erizó el pelo. Un silbido agudo y metálico llenó el dormitorio. El chivatoscopio de bolsillo se había salido de los viejos calcetines de tío Vernon y daba vueltas encendido en medio del dormitorio.
—¡Se me había olvidado! —dijo Harry, agachándose y cogiendo el chivatoscopio—. Nunca me pongo esos calcetines si puedo evitarlo...
En la palma de la mano, el chivatoscopio silbaba y giraba. Crookshanks le bufaba y enseñaba los colmillos.
—Sería mejor que sacaras de aquí a ese gato —dijo Ron furioso. Estaba sentado en la cama de Harry, frotándose el dedo gordo del pie—. ¿No puedes hacer que pare ese chisme? —preguntó a Harry mientras Hermione salía a zancadas del dormitorio, los ojos amarillos de Crookshanks todavía maliciosamente fijos en Ron. Adelyn la siguió.
Aquella mañana, en la sala común de Gryffindor; el espíritu navideño estuvo ausente. Hermione había encerrado a Crookshanks en su dormitorio, pero estaba enfadada con Ron porque había querido darle una patada. Ron seguía enfadado por el nuevo intento de Crookshanks de comerse a Scabbers. Harry desistió de reconciliarlos y se dedicó a examinar la Saeta de Fuego que había bajado con él a la sala común. No se sabía por qué, esto también parecía poner a Hermione de malhumor. No decía nada, pero no dejaba de mirar con malos ojos la escoba, como si ella también hubiera criticado a su
gato. A la hora del almuerzo bajaron al Gran Comedor y descubrieron que habían vuelto a arrimar las mesas a los muros, y que ahora sólo había, en mitad del salón, una mesa con doce cubiertos.
Se encontraban allí los profesores Dumbledore, McGonagall, Snape, Sprout y Flitwick, junto con Filch, el conserje, que se había quitado la habitual chaqueta marrón y llevaba puesto un frac viejo y mohoso. Sólo había otros tres alumnos: uno del primer curso, muy nerviosos, y uno de quinto de Slytherin, de rostro huraño.
—¡Felices Pascuas! —dijo Dumbledore cuando Harry, Adelyn, Ron y Hermione se acercaron a la mesa—. Como somos tan pocos, me pareció absurdo utilizar las mesas de los colegios. ¡Siéntense, siéntense!
Harry, Adelyn, Ron y Hermione se sentaron juntos al final de la mesa.
—¡Cohetes sorpresa! —dijo Dumbledore entusiasmado, alargando a Snape el extremo de uno grande de color de plata. Snape lo cogió a regañadientes y tiró. Sonó un estampido, el cohete salió disparado y dejó tras de sí un sombrero de bruja grande y puntiagudo, con un buitre disecado en la punta.
Harry, acordándose del boggart, miró a Ron y los dos se rieron. Snape apretó los labios y empujó el sombrero hacia Dumbledore, que enseguida cambió el suyo por aquél.
—¡A comer! —aconsejó a todo el mundo, sonriendo.
Mientras Adelyn se servía patatas asadas, las puertas del Gran Comedor volvieron a abrirse. Era la profesora Trelawney, que se deslizaba hacia ellos como si fuera sobre ruedas. Dada la ocasión, se había puesto un vestido verde de lentejuelas que acentuaba su aspecto de libélula gigante.
—¡Sybill, qué sorpresa tan agradable! —dijo Dumbledore, poniéndose en pie.
—He estado consultando la bola de cristal, señor director —dijo la profesora Trelawney con su voz más lejana—. Y ante mi sorpresa, me he visto abandonando mi almuerzo solitario y reuniéndome con ustedes. ¿Quién soy yo para negar los designios del destino? Dejé la torre y vine a toda prisa, pero les ruego que me perdonen por la tardanza.
—Por supuesto —dijo Dumbledore, parpadeando—. Permíteme que te acerque una silla...
E hizo, con la varita, que por el aire se acercara una silla que dio unas vueltas antes de caer ruidosamente entre los profesores Snape y McGonagall.
La profesora Trelawney, sin embargo, no se sentó. Sus enormes ojos habían vagado por toda la mesa y de pronto dio un leve grito.
—¡No me atrevo, señor director! ¡Si me siento, seremos trece! ¡Nada da peor suerte! ¡No olviden nunca que cuando trece comen juntos, el primero en levantarse es el primero en morir!
—Nos arriesgaremos, Sybill —dijo impaciente la profesora McGonagall—. Por favor, siéntate. El pavo se enfría.
La profesora Trelawney dudó. Luego se sentó en la silla vacía con los ojos cerrados y la boca muy apretada, como esperando que un rayo cayera en la mesa. La profesora McGonagall introdujo un cucharón en la fuente más próxima.
—¿Quieres callos, Sybill?
La profesora Trelawney no le hizo caso. Volvió a abrir los ojos, echó un vistazo a su alrededor y dijo:
—Pero ¿dónde está mi querido profesor Lupin?
—Me temo que ha sufrido una recaída —dijo Dumbledore, animando a todos a que se sirvieran—. Es una pena que haya ocurrido el día de Navidad.
—Pero seguro que ya lo sabías, Sybill.
La profesora Trelawney dirigió una mirada gélida a la profesora McGonagall.
—Por supuesto que lo sabía, Minerva —dijo en voz baja—. Pero no quiero alardear de saberlo todo. A menudo obro como si no estuviera en posesión del ojo interior, para no poner nerviosos a los demás.
—Eso explica muchas cosas —respondió la profesora McGonagall.
La profesora Trelawney elevó la voz:
—Si te interesa saberlo, he visto que el profesor Lupin nos dejará pronto. Él mismo parece comprender que le queda poco tiempo. Cuando me ofrecí a ver su destino en la bola de cristal, huyó.
—Me lo imagino.
—Dudo —observó Dumbledore, con una voz alegre pero fuerte que puso fin a la conversación entre las profesoras McGonagall y Trelawney— que el profesor Lupin esté en peligro inminente. Severus, ¿has vuelto a hacerle la poción?
—Sí, señor director —dijo Snape.
—Bien —dijo Dumbledore—. Entonces se levantará y dará una vuelta por ahí en cualquier momento. Derek, ¿has probado las salchichas? Son estupendas.
El muchacho de primer curso enrojeció intensamente porque Dumbledore se había dirigido directamente a él, y cogió la fuente de salchichas con manos temblorosas.
La profesora Trelawney se comportó casi con normalidad hasta que, dos horas después, terminó la comida. Atiborrados con el banquete y tocados con los gorros que habían salido de los cohetes sorpresa, Harry y Ron fueron los primeros en levantarse de la mesa, seguidos de cerca por Adelyn, y la profesora dio un grito.
—¡Queridos míos! ¿Quién de los tres se ha levantado primero? ¿Quién?
—No sé —dijo Ron, mirando a Harry con inquietud. Adelyn se encogió de hombros.
—Dudo que haya mucha diferencia —dijo la profesora McGonagall fríamente—. A menos que un loco con un hacha esté esperando en la puerta para matar al primero que salga al vestíbulo.
Incluso Ron se rió. La profesora Trelawney se molestó.
—Descuide, Sybill. Estoy seguro de que la señorita Carter se encargará de que no les ocurra nada —aseguró Dumbledore, guiñándole el ojo a la bruja adolescente. Adelyn no pudo evitar sonreír.
—Por supuesto, profesor —asintió.
—¿Vienes? —dijo Harry a Hermione.
—No —contestó Hermione—. Tengo que hablar con la profesora McGonagall —ella y Adelyn se dieron una mirada que pasó desapercibida por sus dos amigos.
—Probablemente para saber si puede darnos más clases —bostezó Ron yendo al vestíbulo, donde no había ningún loco con un hacha.
Cuando llegaron al agujero del cuadro, se encontraron a sir Cadogan celebrando la Navidad con un par de monjes, antiguos directores de Hogwarts y su robusto caballo. Se levantó la visera de la celada y les ofreció un brindis con una jarra de hidromiel.
—¡Felices, hip, Pascuas! ¿La contraseña?
—«Vil bellaco» —dijo Ron.
—¡Lo mismo que vos, señor! —exclamó sir Cadogan, al mismo tiempo que el cuadro se abría hacia delante para dejarles paso.
Harry fue directamente al dormitorio, cogió la Saeta de Fuego y el equipo de mantenimiento de escobas mágicas que Hermione le había regalado para su cumpleaños, bajó con todo y se puso a mirar si podía hacerle algo a la escoba; pero no había ramitas torcidas que cortar y el palo estaba ya tan brillante que resultaba inútil querer sacarle más brillo. Adelyn se había alejado de ellos, preparándose para una posible discusión.
Harry y Ron se limitaron a sentarse y a admirar la escoba desde cada ángulo hasta que el agujero del retrato se abrió y Hermione apareció acompañada por la profesora McGonagall.
Aunque la profesora McGonagall era la jefa de la casa de Gryffindor; Harry sólo la había visto en la sala común en una ocasión y para anunciar algo muy grave. Él y Ron la miraron mientras sostenían la Saeta de Fuego. Hermione pasó por su lado, se sentó, cogió el primer libro que encontró y ocultó la cara tras él.
—Conque es eso —dijo la profesora McGonagall con los ojos muy abiertos, acercándose a la chimenea y examinando la Saeta de Fuego—. La señorita Granger me acaba de decir que te han enviado una escoba, Potter.
Harry y Ron se volvieron hacia Hermione. Podían verle la frente colorada por encima del libro, que estaba del revés.
—¿Puedo? —pidió la profesora McGonagall. Pero no aguardó a la respuesta y les quitó de las manos la Saeta de Fuego. La examinó detenidamente, de un extremo a otro—. Mmm... ¿y no venía con ninguna nota, Potter? ¿Ninguna tarjeta? ¿Ningún mensaje de ningún tipo?
—Nada —respondió Harry, como si no comprendiera.
—Ya veo... —dijo la profesora McGonagall—. Me temo que me la tendré que llevar, Potter.
—¿Qué?, ¿qué? —dijo Harry, poniéndose de pie de pronto—. ¿Por qué?
—Tendremos que examinarla para comprobar que no tiene ningún hechizo —explicó la profesora McGonagall—. Por supuesto, no soy una experta, pero seguro que la señora Hooch y el profesor Flitwick la desmontarán.
—¿Desmontarla? —repitió Ron, como si la profesora McGonagall estuviera loca.
—Tardaremos sólo unas semanas —aclaró la profesora McGonagall—. Te la devolveremos cuando estemos seguros de que no está embrujada.
—No tiene nada malo —dijo Harry. La voz le temblaba—. Francamente, profesora...
—Eso no lo sabes —observó la profesora McGonagall con total amabilidad—, no lo podrás saber hasta que hayas volado en ella, por lo menos. Y me temo que eso será imposible hasta que estemos seguros de que no se ha manipulado. Te tendré informado.
La profesora McGonagall dio media vuelta y salió con la Saeta de Fuego por el retrato, que se cerró tras ella.
Harry se quedó mirándola, con la lata de pulimento aún en la mano. Ron se volvió hacia Hermione.
—¿Por qué has ido corriendo a la profesora McGonagall?
Hermione dejó el libro a un lado. Seguía con la cara colorada. Pero se levantó y se enfrentó a Ron con actitud desafiante:
—Porque Adelyn y yo pensamos, y la profesora McGonagall está de acuerdo con nosotras, que la escoba podía habérsela enviado Sirius Black.
Harry, Ron y Hermione discutieron, como Adelyn había suponido. Los dos últimos se fueron a sus respectivas habitaciones y Harry, enfurecido, encaró a Adelyn.
—¿Por qué? —la castaña suspiró y se levantó de su asiento, volteando a verlo.
—Es por tu propio bien, Harry.
—¡Sé cuidarme solo, Adelyn! —la castaña frunció en ceño.
—De no ser por Hermione, tú y Ronald habrían muerto diez minutos luego de llegar a Hogwarts. ¡No intentes negarlo!
—¡No necesito a Hermione! ¡Y tampoco te necesito a ti! Apenas nos conocemos, Adelyn, ¡¿quién te dio el derecho de decidir cosas sobre mi vida?!
—¡SOLO INTENTABA PROTEGERTE! —se quejó—. ¡No me interesa lo que pienses, Harry James Potter! ¡Me importas y no me haría gracia verte muerto, ni a manos de Sirius Black, ni a manos de nadie! —sus ojos estaban cristalizados. El ceño de Harry estaba fruncido con notorio enfado. La castaña solo se dio la vuelta y se dirigió a la habitación que compartía con Hermione, dejando al azabache solo en la sala común.
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