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La Última Gota De Sangre


Advertencia: Esta historia posee contenido explícito.

Mientras se me nubla la vista, puedo ver cómo te escabulles por los alrededores.

Nunca creí que fueras capaz de hacerme esto. Lo sé, querida; sé lo que estás pensando. Veo que aún conservas esa nobleza que tanto te caracteriza, pero todo lo que pasaste te ha convertido en un ser rudo. Realmente no te culpo por ello. Nada de esto has merecido. Nada de esto nos merecemos.

Y aun menos merezco que desaparezcas de mi vida.

Recuerdo la primera vez que te vi: fluías libremente con tu aura cristalina. La vida emanaba de todo tu ser y, además, le otorgabas ese brillo propio de la vitalidad a todo el que se acercaba a ti. Aún recuerdo la primera vez que vi tus ojos de color azul marino: una mirada con la cual me invitaste a bailar bajo la luz de la luna, mientras todo fluía, sin prisa, en el cándido entorno que nos rodeaba.

Todavía vienen a los recovecos de mi memoria aquellas veces en las que nos sentábamos bajo el frío otoñal en las altas colinas cerca a nuestra casa, aquella que compramos juntos, aquella en la que convivimos por un largo tiempo hasta que tomaste la decisión de irte. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no pudiste quedarte?

Y así mismo, ese hogar que construimos juntos, nos sirvió de refugio en las noches que decidimos descubrir los secretos que habitaban bajo nuestra piel.

¿No lo recuerdas?

¿Acaso no eres capaz de entender lo mucho que te sigo amando?

Sé que desde donde te encuentras puedes verme sonriendo, pues cada vez que pienso en los momentos que vivimos juntos una inconmensurable alegría cubre todo mi ser.

Nada puede llenarme más de satisfacción que evocar la imagen de tu deslumbrante belleza. Y ahora es que caigo en la cuenta de que, quizá, irradiabas tanta energía vital, que terminaste quedando sin un resquicio de esta para que continuases a mi lado.

Quizá te esforzabas demasiado por cumplir con mis exigencias, que terminaste agotando todas tus fuerzas hasta el punto de ya no poder abrir tus párpados una vez más.

Perdóname por todo ello. Nunca quise hacerte daño.

Y así mismo, nunca pude hallar una imagen más bella que aquella transmitida al verte cubierta de sangre en la cama.

La vulnerabilidad es la emoción más poderosa que puede transmitir el ser humano.

Siempre lo creí; siempre fui partidario de analizar las emociones en los que me rodeaban, y me di cuenta de que el sufrimiento no se comparaba con nada semejante. Muchas veces humillaba a mis compañeros de escuela, con el único fin de ver su ira mezclada con otras emociones semejantes, pero con ninguna conexión persistente para saber cómo actuar con claridad. Es increíble ver cómo el temor, el sufrimiento y la humillación nos pueden transformar en seres blandengues y estúpidos. En el fondo todos somos mártires.

En fin. Todo comenzó como un juego inocente: un día te até a la madera que adoquinaba el sitio donde las almohadas nos esperaban ansiosas tras cada puesta de sol. Empezamos a disfrutar de aquellos momentos en solitario, tal cual lo dictaba nuestra costumbre. Pero al final fue que decidí dejarte ahí, amarrada al mueble acolchado y aferrada a un sentido de confusión que le otorgaba a tu mirada cierta candidez propia de alguien que no entiende su realidad más próxima.

Te veías infinitamente hermosa.

Los días pasaron y el ardor en tus muñecas se hacía insoportable.

Pero tu virtuosa imagen era cada vez más memorable.

Y tus caricias eran más ajenas, mientras que mi ira se veía opacada por el gozo de ver cómo te lamentabas.

—¡Suéltame, por favor! —replicabas con premura cuando me veías entrar por la puerta. Yo me limitaba a sonreír y acariciar tu barbilla tiernamente, como un pastor que cuida una bestia.

Sin embargo, un día, un arrebato se escurrió por mi médula y llegó a mi torrente nervioso, buscando hacer mella en mi cerebro con una genial idea que aparentaba hacer estúpida, pero que en el fondo terminaría siendo macabra: quería hallar la perfección.

Y lo mejor de todo: sabía que tú eras lo más cercano a la perfección que yo conocía.

Por ello fue que empecé a esculpir sobre ti, para formar un diamante con el suficiente brillo para impactar a todos los que te admiraran. Tome un cincel y empecé a clavarlo lentamente en tu piel, todos los días. Nunca descansé, y la única pausa fue la que hice para ir a buscar un trozo de tela con el cual cubrirte las comisuras de tus dulces labios, que no hacían sino soltar sollozos y lamentos raudos en mi contra, cuando mis únicas intenciones eran benignas.

Y después de casi un mes de trabajo por fin pude culminar mi labor. Sólo las sábanas húmedas incluso después de que tu corazón dejase de latir fueron testigo de la pieza tan maravillosa que mi artista interior había creado.

No puedo rememorar este episodio sin entrar en detalles.

Lo primero que hice al terminar fue tomar tus débiles cabellos castaños y olfatearlos; con ello supe que toda la vitalidad y alegría que te caracterizaban habían salido por completo de tus entrañas para ahora reinar a lo largo y ancho de toda tu piel bronceada. Tu mirada de un océano me atrapó como las fauces de un demonio y no pude despegarla de ahí para seguir admirando tus manos de algodón y tus piernas extrañamente fortalecidas. Ya no tenías dientes ni uñas que en antaño te robaban la naturalidad y te implantaban una estética postiza. Así, al natural, cubierta hasta la última gota de sangre era que podía realmente vislumbrar tu esencia.

Pero ahora he descubierto que no partiste del todo.

Después de ello, aparecías varias veces en mis sueños. Uno de ellos era recurrente: te veía levitando sobre un montón de hojas secas y te seguía hasta un acantilado. Allí te arrojabas y aterrizabas en medio del agua salada, y yo hacía lo mismo, para sumergirme en medio del deseo y el pánico.

No lo entendía al inicio, pero ahora sé que eres algo más de lo que puedo comprender. Apenas me levanté a la mañana siguiente, mientras la brisa caía como un roció suave sobre el césped, salí para sentir el refrescante líquido en mi rostro. Tú estabas en él. Horas más tarde, me digirí a la cocina a beber algo para relajar mis nervios: también estabas en ello. El tiempo transcurrió de modo progresivo, y a la par que en el día me gloriaba de tu presencia tal como la recordaba, pero ahora en un elemento sin voz propia, en la noche te seguía hasta donde quisieras ir y me arrojaba contigo a los confines de la locura. Muchas veces incluso llegamos a entablar una conversación, cuyo tono era igual o más surrealista que la imagen de tus ojos extraídos de sus cuencas, reposando sobre tu vientre bañado en color carmesí opaco.

—Vamos, amor mío —me animabas en medio de mis paseos oníricos por el subconsciente—. Sé que puedes alcanzarme.

—Por más que quisiera nunca lo haría —te refuté—, porque ahora eres pura perfección y nada puede llegar a ese estado.

—Tú puedes hacerlo —me incitabas—. Solo es cuestión de que me sigas hasta lo más profundo.

Y así lo hice, pues ahora no desaprovechaba nada de aquel líquido preciado en el que habitaba tu espíritu. Pero como antes, empecé a beber excesivamente de aquello que podrías bríndame, al punto de que ahora me castigas con tu ausencia: el agua escasea en este mundo al que sólo tú y yo pertenecemos. El rocío ha dejado de caer sobre las flores primaverales, los ríos cada vez están más secos y tu ausencia marca una huella imborrable en mi pecho y espalda. No podré soportarlo, preciosa. No podría vivir sin ti, porque nunca llegué a arrebatarte nada. Eres un ser sin vida —o con otra especie de vida que desconozco— que dota de energía vital a todos lo que ya poseen un ápice de esta. Eres un recurso necesario, que he decidido malgastar en algo innecesario. Tu existencia es una paradoja cruel y perfecta que quiere cobrar venganza a quien no le es correspondido. Eres una Diosa

Aun así, quieres alejarte de mí y de todo lo que logré construir en tu memoria. Me siento vagar por una extensa zona desértica en la que el sol se ha estado anidando por más de una hora. Ya nada será igual después de que te alejes por completo.

La vista se me cansa, los párpados se me secan y mi garganta no soporta más tiempo silenciada. Por fin he entendido: te has convertido en algo mucho más grande de lo que alguien pudiese imaginar. Mi vida se extingue a la par que dejas de existir en este mundo. Todo el martirio que viviste por fin ha tenido sus frutos, pues los finales felices también pueden funcionar para los dioses.

Te alejas de a pocos, y con ello me robas la vitalidad que aún queda en el aire.

Ya no puedo soportarlo. Hay veces que ni siquiera me reconozco al verme en el espejo y que no reparo en el hombre de antaño que estaba obsesionado con la perfección humana y que veía la belleza en medio del sacrilegio. Quizá estaba enfermo y por ello buscaba glorificar una idea abstracta arraigada en mi forma de ser. Pero ya no puedo haber nada, pues te extraje hasta el último rastro de sangre y ahora acabé con la última gota de agua, con la esencia Tuya, mi Diosa y Gran Amada.

Por último, cierro mis ojos ante el último aliento de mis pulmones. Este es el fin de mi historia, pero será, quizá, el inicio de una mucho más grande.

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