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El día en que la luna bajó del cielo


Advertencia: Esta historia posee contenido explícito.

Una golondrina volaba a pocos metros del suelo, mientras buscaba pequeños insectos para darse un festín nocturno.

En medio de su búsqueda, se topó con la grandeza y las maravillas del campo: verdes praderas se extendían de un lado a otro, animales rondaban por entre el pastizal buscando sus hogares y las estrellas lo iluminaban todo, por lo que cualquier intento de describir el paisaje no habría dado frutos, ya que, para alguien que no hubiese visto la belleza del lugar en ese mismo instante, dicha descripción habría sido inverosímil.

Llena de gozo, la golondrina continuó avanzando, pero poco a poco su felicidad se empezó a desvanecer. Los prados verdosos se habían extinguido, y ahora se hallaba en medio de asfalto, edificios y humo con aroma industrial. Junto a su adorado campo estaba un sitio hasta ahora desconocido, en el cual rondaban autos cargados de hombres y mujeres. Había uno que otro transeúnte por ahí, llevando un cigarro en la mano o una botella de licor, los cuales ingresaban a su cuerpo para dejar salir toneladas y toneladas de contaminación ambiental, auditiva y visual. La golondrina se puso a llorar, mientras se preguntaba: "¿Qué ocurre con todos ellos? ¿Por qué ninguno de ellos está en la pradera, contemplando lo hermosa que se ve la noche desde ahí?".

Una vez se limpió las lágrimas, la golondrina se dispuso a marcharse, pero entonces, ocurrió algo que le marcaría por siempre: un grupo de hombres, que llevaban puestos uniformes con la inscripción "Autodefensas Unidas de Colombia", empezó a causar estragos por todo el poblado. Sacaron a todas las familias de sus casas y empezaron a golpear a los hombres, a abusar de las mujeres y a obligar a los niños a ver el espectáculo. La golondrina se quedó inmóvil bajo una farola del pueblo, mientras la barbarie seguía su curso.

La golondrina apartó la vista en cuanto notó que estaban degollando a los jóvenes. En el sitio donde fue a parar su mirada, estaba el cuerpo de un anciano de un modo muy poco convencional: las manos estaban separadas de sus brazos, los brazos estaban donde debían ir las piernas, las piernas estaban más o menos a unos cinco metros del abdomen, el cual seguía unido al torso de puro milagro. La golondrina se preguntó por la cabeza del desdichado, por lo que rebuscó rápidamente entre el charco de sangre que unía todas las piezas inconexas de lo que alguna vez fue. Al no hallar nada, levantó su mirada y la encontró: los uniformados la estaban utilizando como pelota de volleyball en un torneo macabro, donde el ganador podía ser el primero que le quitara la ropa a la esposa del difunto, para luego recorrer su cuerpo desnudo con las manos húmedas por el líquido carmesí.

La golondrina trisó.

Se iba a preparar para volar, pero sus alas no le funcionaron. Estaba débil y confundida. No podía creer lo que ocurría en la ciudad junto a su bellísimo hogar. No podía creer el modo en el que se comportaban los humanos con los de su misma especie. Se imaginó a su bandada, arrancándole el pico y desgarrándole el plumaje en una tortura sin final, mientras celebraban con un partido de fútbol donde el balón era uno de sus ojos. La golondrina sintió ganas de vomitar y, ante la horrible imagen, emprendió vuelo de manera casi automática.

Y ahí, desde lo alto, dejó que las lágrimas se estamparan contra el pavimento. A un lado estaba un grupo de hombres, saqueando las tiendas y rompiendo los vidrios arrojando piedras y palos, para después hacer lo mismo con el propietario del negocio.

—¡Salud! —decían con cada hueso roto.

Más allá, otro grupo obligaba a dos mujeres a mantener relaciones sexuales entre ellas, mientras sus hijas gritaban desde las sillas donde las tenían amordazadas. Más allá, vio rodar el cuerpo de un hombre obeso con una gran cantidad de destornilladores clavados a lo largo de su espalda. Más allá, venían dos uniformados cargando una sierra mecánica, mientras ponían música bailable a todo volumen.

La golondrina volteó y se fue alejando del hostil escenario, pero no fue tan rápida como para escapar de su inminente destino, no fue tan hábil para virar a ver el arma con el que uno de los hombres le apuntó, sonriente, y no fue tan perspicaz como para comprender que los humanos no son las únicas víctimas de su maldad y locura. El impacto arrasó con ella, motivo por el cual cayó agonizando en la acera. Alzó su vista por una última vez y leyó: "Bienvenidos a El Salado" en un cartel ubicado a la entrada del lugar. En ese momento, el pequeño pájaro lo vio todo y nada a la vez. Sintió soledad, pero también sintió compañía. Se sintió triste, pero también supo que nunca antes había presenciado tanta felicidad. Sintió paz en medio de ese ambiente de guerra, como una ola de calma en el mar de la desesperación. Sintió un vacío punzante en su corazón lleno de amor por la naturaleza. Sintió que la luna bajó del cielo para arroparle, lo que le daría calor: costumbre propia del sol durante las mañanas. Ese solo era el inicio de su final, uno en el que el peso de la vida le ayudaba a comprender la inminencia de la muerte.

Y entonces partió, agradecida de no ser humana.

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