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Capítulo 9

Irene se alejó de Geta y una vez que estuvo afuera, la tensión que invadía su cuerpo comenzó a salir. Se abrazó a sí misma y sollozó en silencio. Un ruido cercano la puso alerta y cuando alzó la mirada vio a Acacius. No le importó que alguien pudiera verlos. Corrió hacia él y lo abrazó tan fuerte que Acacius tuvo que plantarse en el suelo para evitar caer. No estaba seguro de corresponder el gesto, pero su hija lo necesitaba en ese momento, así que la envolvió entre sus brazos. Le cepillo el cabello con sus dedos y descubrió las marcas en su cuello. Las acarició, sin saber muy bien como sentirse al respecto. 

—Él y tú… —carraspeó. 

—Aún no —murmuró Irene—. Pero, me ha tocado de formas indebidas. 

—Era de esperarse —dijo Acacius, nada aliviado—. Es parte del deseo. Lamento no explicarte sobre esas cosas. Creí que tendría más tiempo. 

—No creímos que fuera a pasar esto. Todo ha sido… complicado —confesó Irene—. He intentado ser inteligente, guardar mi corazón como me lo pediste, pero lo que me hace sentir es más fuerte. 

—Debes tener cuidado -Acacius se separó de ella y le limpió las lágrimas-. Verlo ahí, ante ti, fue… No sé cómo describirlo. Y no es porque seas mi hija. Si no por lo que él representa, ¿entiendes? Él es Roma. Él es poder…

—Yo soy solo una doncella —completó la idea. 

—Más que eso. Representas todo lo que está bajo su poder. El pueblo de Roma, los soldados que dirijo, los sirvientes que están aquí —Acacius le acomodó un mechón de cabello—. Y él se puso a tus pies, Irene. 

—¿Qué quieres decir? 

—Tuviste suerte de que fuera yo quien los viera -Acacius suspiró-. Si descubren que eres mi hija, pensarían que estoy conspirando contra ellos y eso nos pondría en peligro. A ti, a mí y a Lucilla. Ellos no van a dejar el trono. 

-Entiendo  -aceptó Irene-. Tendré más cuidado.

-Sé que te estoy pidiendo demasiado -Acacius miró a su hija. Le pareció mayor de lo que era-. Yo también tengo las manos atadas. Geta te desea más de lo que pensaba. Si te saco ahora, va a voltear de cabeza todo Roma para encontrarte. 

-No te preocupes -intentó calmarlo Irene-. Sé que tienes mucha presión encima. Estaré bien. Puedo cuidarme sola.  

Acacius notó la inseguridad en las últimas palabras de Irene. Le beso la frente y la abrazo tan fuerte como pudo. Quería unir los pedazos que Geta estaba rompiendo dentro de ella, llevarla a casa y decirle que las cosas irían mejor. Pero eso era una mentira. Las cosas iban mal. No podía sacarla de ahí, porque sabrían que fue él quien se la llevó y no estaba seguro de si podría protegerla ahí afuera. Ni siquiera teniéndola entre sus brazos podía hacerlo. Se sintió tan inútil. De nada le servía ser general del ejército si no era capaz de salvar a su propia hija. Tragó saliva para quitarse el nudo que se formó en su garganta y se aferró a Irene. Sabía que una vez que Geta la poseyera por completo, la perdería para siempre. 

Geta los observó con recelo. No tenían el mínimo respeto por él. Estaban a unos metros de su propia habitación, demostrando el cariño que en lo profundo de su corazón también deseaba experimentar. Desde pequeño tuvo que sobrevivir a su padre. Proteger a su hermano. Congelar su corazón para que pudiera gobernar. Y ahí estaban ellos, abrazándose fuerte, como si su vida dependiera de ello. Geta apretó la empuñadura de su espalda. Vio que Acacius cubría a Irene con todo su cuerpo y ella estaba recargada sobre su pecho, con los brazos alrededor de la cintura del general. 

-Irene -la llamó. 

Acacius fue el primero en notar su presencia. Se separó de Irene y le limpió por última vez el rostro. Geta notó que le murmuraba algo a Irene en el oído, y que ella asentía. Ambos se vieron por última vez antes de que Acacius diera media vuelta hacia el salón principal. Geta sujetó la muñeca de Irene, impidiendo que se fuera. Ella debería estar a su lado. Esperarlo afuera sin distraerse. Obedecerlo. Ella le pertenecía. Aún así, se movía libre dentro del palacio y le mostraba cariño al general del Ejército Romano. 

-¿Cómo te hago entender que eres mía? -preguntó, molesto-. ¿Qué solo yo puedo tocarte? 

-Lo siento, Alteza -respondió ella, ignorando el cosquilleo en su estómago-. No volverá a repetirse. 

-¡No me mientas! -gritó Geta, jalando a Irene hacia él-. Sé que hallarás la forma de volver a hablar con él. De verlo. De abrazarlo. Te mueres por hacerlo, ¿no es así? Quisieras estar con él. 

Irene se quedó en silencio mientras le sostenía la mirada. Claro que quería estar con su padre. Más ahora que todo dentro de ella parecía derrumbarse. Pero no podía decirle eso. Metería en problemas a su padre y a Lucilla. Así que se quedó mirándolo, aguantando el dolor que recorría su muñeca. Geta apretó aún más, pero ella no se inmutó. Al parecer la única forma en la que podía obtener algo de ella era en la cama. La soltó, dejando una marca en la piel de Irene y se alejó. 

-¡Por fin! -gritó Caracalla al verlo-. Llevó una eternidad esperando. 

-¿Dónde está Acacius? 

-Se adelantó. Dijo que tenía que arreglar algo —Caracalla se levantó y bajó a Dundus de su hombro. El mono corrió hacia Irene, que estaba unos metros detrás de ellos—. Cuídalo. 

Geta resopló y caminó hasta el Coliseo, donde Acacius y Lucilla esperaban. Caracalla se unió a él y ambos subieron al palco donde fueron recibidos con una ovación. El ruido que lo envolvió fue tan ensordecedor que no fue capaz de escuchar sus propios pensamientos. Recordar quién era lo hizo sentir bien. Tomó asiento en su trono y bebió una copa de vino para relajarse. Quizá Caracalla tenía razón. Los juegos lo ayudarían a distraerse de Irene y de Acacius. Miró hacia atrás, donde Irene estaba hablando con Lucilla sobre algunas cosas que no alcanzaba a distinguir debido al ruido. Acacius se unió a la plática, causando una risa en las dos. 

Geta se concentró tanto en ellos que Irene alzó la mirada para verlo. Borró el gesto de su rostro al darse cuenta de que el emperador los observaba con recelo. Este se giró deprisa, como para restarle importancia a su acción. Una voz inundó el Coliseo, dando inicios a los Juegos. Era el momento de tomar su lugar en las sombras y quedarse quieta, como una columna más del enorme palco. La única ventaja es que al estar más atrás, no podía ver cómo los gladiadores se mataban. Además, cuidar de Dundus la distraía y el hecho de que Acacius estuviera cerca le permitió relajarse. 

Geta regresó su atención a la arena al verse descubierto por Irene. Se sujetó al trono y bebió todo el vino al sentir su corazón latir con prisa. El amargo sabor recorrió su garganta, pero no fue capaz de calmarse. Su estómago se sentía raro y un calor bochornoso invadió todo su cuerpo. Intentó centrar toda su atención a los juegos, que disfrutaba bastante por la emoción de saber si sus gladiadores personales saldrían victoriosos. Era de las pocas cosas que realmente disfrutaba. Y lo hubiera hecho de no ser porque la sonrisa que vio en el rostro de Irene, que duró solo un segundo, se repitió una y otra vez en su cabeza, impidiéndole dejar de pensar en ella.

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Hola

Gracias por estar al pendiente de la historia de Geta e Irene. No saben como les agradezco que lean mi historia. 🥰🥰

Vuelvo a invitarlas a seguirme en mi Instagram, aquí en Wattpad o en mi canal de WhatsApp. Sólo busquen Jenifer N. Luna.

Las quiero demasiado. Son las mejores. 🤘

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