Capítulo 6
La voz de Geta vibró en su oído y todo su cuerpo se estremeció. Irene se removió inquieta e intentó voltearse, pero Geta la tenía bien sujeta. La pierna derecha del emperador estaba enredada entre las de ella, le sujetaba la cintura con fuerza y su mano estaba entrelazada entre sus dedos. ¿Por qué debía suplicar? ¿Por su libertad? ¿Por su propia vida? ¿Por la vida de Acacius? No tenía más cosas por las que suplicar, ¿o sí?. La duda invadió su mente. Necesitaba una respuesta.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—A esto…
Geta soltó la mano de Irene y comenzó a levantarle el vestido hasta descubrirle la pierna. Apretó la parte interna del muslo, acomodando la pierna de Irene encima de la suya y deslizó sus dedos hasta su entrepierna. Irene jadeó por el metal frío de los anillos de Geta acariciando su piel y todo su cuerpo se encendió como si fuera una antorcha. Mordió sus labios para evitar demostrar que le gustaba lo que Geta estaba haciendo. Lo largo de los dedos del emperador exploraban cada parte de su vulva. Iba y venía desde su entrada hasta el clitoris, que apretaba y movía en círculos.
Irene ya no pudo aguantar más. De su garganta surgieron gemidos que no sabía que podía emitir. Se sintió avergonzada por lo ruidosa que estaba haciendo. Quería que Geta se detuviera, pero a la vez quería que siguiera. En cualquiera de las dos situaciones tenía que suplicar. Y entendió a lo que el emperador se refería. Geta tenía demasiado poder sobre ella. Nunca iba a escapar. Toda ella le pertenecía.
—Para —Sujetó la mano de Geta e intentó sacarla de su entrepierna, pero el emperador siguió moviendo sus dedos—. Por favor.
Irene no podía más. Sintió que su cuerpo iba a explotar, que todo lo que era iba a desaparecer ahí mismo. Cerró los ojos, esperando llegar al límite, hasta que su cuerpo se tranquilizó. Ella exhaló, sin darse cuenta por cuanto tiempo había dejado de respirar. Abrió los ojos y vio a Geta. Estaba satisfecho de la reacción que había tenido. Le acarició sus labios y notó humedad en los dedos del emperador. Todo su rostro se puso rojo al reconocer que el líquido provenía de ella.
—Sí quieres más, tienes que pedirlo.
—Estoy bien —murmuró Irene.
Geta sonrió. Aunque Irene no sabía lo que experimentaba y le gustaba, se mantenía firme. Por unos minutos, ella se dejó llevar por lo que sentía. El movimiento de los dedos de Geta había sido algo nuevo para ella. Para él, no era novedoso el efecto que tenía en las mujeres. Le gustaba jugar con ellas. Llevarlas al límite unaa y otra vsz hasta que no pudieran mas. Irene estaba húmeda y caliente. Fácilmente pudo acomodarse y penetrarla. Casi lo hizo, pero ella le suplico detenerse. Eso lo sorprendió. Estaba seguro de que le pediría más. Irene estaba disfrutando demasiado. Sus gemidos lo indicaban. La forma en la que movía. Como aferraba sus dedos a la tela del vestido. Aún así, pidió parar. Geta lo hizo en el punto justo, con la esperanza de que ella pidiera más. Pero no fue así. Estaba en silencio intentando calmarse. Estaba fascinado con ella. Tanto que volvió a abrazarla y hundió su rostro en el cabello de ella hasta quedarse dormido.
Irene sintió el aliento de Geta sobre su espalda y se dejó vencer por el sueño. Un frío helado cubrió su cuerpo y se abrazó a sí misma. Tanteó la cama buscando a Geta, pero no estaba. Se levantó de la cama para buscarlo cuando lo vio abalanzarse sobre ella con un cuchillo en mano. Vio como él se lo enterraba en el estómago y todo su vestido se llenaba de sangre. Un fuerte aroma a vino cubrió su nariz y despertó de golpe. Geta estaba frente a ella, dormido. El aroma a vino provenía de su aliento. Se levantó de la cama y se sirvió una copa de agua. Estaba tratando de calmarse cuando detectó una sombra en lo más lejano de la habitación, vigilándola. Fue capaz de ver el brillo en sus ojos a pesar de la oscuridad que los envolvía. Dejó caer la copa y volvió a la cama. Se pegó lo más que pudo a Geta, en un vano intentó de protegerse y volvió a dormir.
Abrió los ojos al sentir algo sobre su cabeza. Hizo un movimiento con la mano para quitarlo y se dio cuenta que era Dundus. Cerca de ella, sentado a la orilla de la cama, Caracalla la observaba. Este estiró su mano al rostro de Irene, acariciando la piel de la doncella. Irene miró de reojo a Geta, que seguía dormido, y se incorporó.
—¿Puedo ayudarle en algo, Alteza?
—Dundus quiere tu compañía.
—El emperador Geta me ha prohibido salir de aquí —le explicó.
—Yo soy el emperador Caracalla y ordenó que salgas de aquí.
—Fue muy claro al decir que no podía salir su hermano.
—Yo soy emperador. Puedo deshacer lo que él te diga —soltó Caracalla—. ¡Geta! ¡Despierta…!
Irene le cubrió la boca. Le hizo un ademán de que debía guardar silencio y miró a Geta, que solo se movió un poco. Liberó la boca de Caracalla, que reía en silencio y se levantó. A pesar de haber dormido, se sentía cansada. El cuerpo le dolía y el aroma a vino lo sentía impregnado en su nariz. Acarició su estómago, recordando la pesadilla que tuvo. Más que eso, parecía un presagio de su propia muerte. Era una tontería, pensó. Desde que entró en el Palacio sabía que su destino estaba en manos de Geta. Irene miró a Caracalla y notó un brillo en sus ojos. Era tan familiar. Caracalla se sentó en un rincón de la habitación e Irene supo de inmediato que él era la sombra que la vigilaba en la oscuridad.
—Siéntate aquí —le ordenó, señalando el piso.
Irene obedeció. Se sentó en el frío suelo, a pies de Caracalla. Caracalla puso a Dundus en su hombro y comenzó a acariciar el cabello. Quería entender la fascinación de su hermano por ella, el anhelo que tenía de que ella sintiera algo por él. Era extraño para Geta despertar abrazado a las doncellas con las que pasaba la noche y dormir durante tanto tiempo. Notó que ni siquiera cambió de ropas. Pasó toda la tarde y noche con ella. Tomó todo el cabello de la joven y lo jaló. Ella hizo un gesto de dolor que lo complació. Volvió a jalarle el cabello y ella le sostuvo las muñecas. La soltó y miró hacia su escote. Detectó algunas marcas en la piel de la joven, señal de que le pertenecía a Geta. Las acarició con curiosidad, preguntándose si todo el cuerpo lo tenia así. Movió un tirante hacia abajo, movió el otro y la hizo levantarse. Irene sujetó el vestido para evitar que cayera. Caracalla la jaló hacia él.
Nada le divertía más que quitarle sus cosas a su hermano.
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