Capítulo 5
Acacius tomó a Irene del brazo en cuanto la vio salir y la llevó hasta uno de los túneles que daban directo al Coliseo. El lugar parecía seguro, así que Irene abrazó con todas sus fuerzas a Acacius. Este la envolvió con su capa y recargó su mejilla en la cabeza de su hija. Le alivió verla bien. Cepilló su cabello, le acarició el rostro y recargó su frente con la de ella.
—Buscaré la forma —le prometió Acacius—. Te sacaré de ahí.
—Voy a estar bien —intentó tranquilizarlo.
—Lo de Geta va más allá de un capricho —explicó Acacius—. Y tú eres demasiado inocente, Irene.
—Si lo dices por el beso, lo hice porque dijo que te mataría…
—Nadie va a matarme —Acacius soltó a su hija—. Sin mí, ellos no pueden seguir con su conquista.
—¡Yo como iba a saber eso!
—Escucha, Irene —Acacius le sujetó el rostro—. No puedes negarte a lo que te pidan, pero debes ser inteligente.
—¿Qué significa eso?
—Guarda tu corazón —le pidió Acacius—. Geta anhela amor y ya vio que tú puedes dárselo. ¿Entiendes?
—Eso creo —titubeó, insegura.
Acacius volvió a abrazarla. Un presentimiento se instaló en su pecho y recordó el sueño que tuvo. Sacarla de ahí era más que necesario. Geta era capaz de romperle el espíritu por el capricho de tener a alguien que le diera alguna especie de cariño. E Irene era demasiado inocente como para entender como funcionaba Roma. Detectó un ruido cerca de ellos y se separó de Irene. Los alrededores del Coliseo comenzaron a llenarse de gente, lo cual significaba dos cosas: Los emperadores convocaron a juegos y era tiempo de irse. Le indicó a Irene como volver al palacio. Le dio un beso en la frente, a modo de despedida, y la dejó ir.
Irene caminó deprisa de vuelta al palacio. Las palabras de su padre resonaron en su mente. Debía ser inteligente, guardar su corazón y sobrevivir. Era demasiado para ella. Sabía que iba a ser difícil no sentir algo por Geta. El hombre estaba despertando en ellas cosas que nunca había sentido. El movimiento dentro del palacio le permitió pasar desapercibida y fue directo a los aposentos de Geta. Al entrar, el emperador ya estaba esperándola.
—¿Dónde estabas?
—Este lugar es enorme —respondió ella—. Me perdí.
—Mi hermano ha convocado a una semana de juegos en el Coliseo —le explicó—. Serás mi doncella personal durante esos días.
—Lo que usted ordene, Alteza.
Geta se le acercó. Detectó el nerviosismo de Irene y la tomó de la barbilla. Ella le mantuvo la mirada sin dejarse doblegar, lo que le agrado. Por primera vez desde que estaba con ella, se detuvo a observarla. Sus ojos eran cafés, pero a la luz del sol se veían más claros. Sus labios eran pequeños, con un arco pronunciado y un tono rosado. Detectó que tenía un lado de la cara más rosado que otro y le miró el cabello, que llevaba desordenado. Había estado con alguien. Y ese alguien solo podía ser Acacius.
—No puedes salir de aquí si no es conmigo, ¿entendiste?
—Sí, Alteza.
—Ni siquiera con mi hermano —le aclaró—. Solo yo puedo estar contigo.
—Entiendo.
Geta se acercó más a ella y la besó con un movimiento rápido. Al separarse, sonrió satisfecho. Irene jadeaba como si le hubiera robado todo su oxígeno. Aún así, le seguía sosteniendo la mirada. La tomó de la cintura y la puso de espaldas contra él. Acercó su nariz al cuello de Irene e inhaló su aroma. Era dulce como las uvas que Caracalla le dio. Bajó el tirante del vestido y le besó el hombro. Escuchó como Irene jadeó y se dispuso a devorar el cuello. Irene cerró los ojos e inclinó la cabeza para darle más espacio. Cada que Geta unía sus labios a su piel, un choque eléctrico la recorría. Apretó la tela de su vestido e intentó actuar normal. Debía mantenerse firme.
Geta abrazó la cintura de la chica y la pegó a su cuerpo. Encajaba tan bien con él. Ella lo sabía. De manera inconsciente, había acomodado sus caderas de tal forma que cada leve movimiento lo rozara. Mordió el lóbulo de su oreja, bajó hasta el cuello y le besó la clavícula. La mano que tenía libre la llevó hasta el otro tirante, que deslizó fuera del hombro, haciendo que el vestido cayera justo en la curva de los senos. Bajó sus dedos por el vientre de Irene, hasta su entrepierna y empujó su cadera hacia al frente. El movimiento logró sacarle un gemido a Irene, que estaba ansiosa porque sucediera otra cosa. Geta estaba a un paso de tenerla por completo, pero se detuvo. Se separó de ella y se sentó en la cama. Verla así, con el vestido a nada de caerse, mejillas sonrojadas, cabello alborotado y el cuello marcado por sus labios lo hacían querer tomarla. Ella no se negaría. Lo veía en su mirada, oscurecida por el deseo. Estaba excitada, con una nueva necesidad que debía saciar y él era el único en poder hacerlo. Rió, porque encontró la tortura perfecta para ella. La tocaría hasta que lo deseara y le suplicara. Eso doblegaría su espíritu y la haría sentir cosas por él. Era un plan perfecto.
Irene lo observó. Notó como Geta ocultaba su entrepierna, lo que la hizo sentir menos avergonzada. Él se sentía igual que ella. Ansioso por más. Lo que experimentó fue nuevo, algo que deseaba repetir. Pero caer en el juego del emperador significaba darle poder sobre ella. Debía ser inteligente. Calmó su acelerado corazón y acomodó su vestido. Cepilló su cabello con sus dedos, alisó la falda de su vestido y se quedó quieta como una estatua.
—¿Desea algo más, Alteza? —preguntó.
Geta soltó una risa que resonó por todo su pecho. Estiró su mano para tomar la de Irene y la jaló hacia la cama. Ella iba a sentarse, pero él le indicó que debía recostarse de lado. Irene lo obedeció. Recostó su cabeza sobre la almohada y le dio la espalda. Geta se pegó a ella, tomando la misma posición y la abrazó. Hundió su nariz en el cabello de ella, le tomó la barbilla y volvió a besarla, ahora más lento. Le gustaba hacerlo porque cada que se separaba de ella, le robaba el aliento
—Deseo que supliques —susurró en su oído.
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