Capítulo 4
El rostro de Geta indicaba que hablaba en serio. Nada lo detenía de sacar su espada y clavársela en el estómago a Acacius. Además, Irene estaba en medio. Acacius no se defendería para evitar lastimarla. No tenía otra opción. Así que sonrió. Le tomó la mejilla al emperador y acercó su rostro al de él. Notó el vino en el aliento de Geta y su estómago se revolvió apenas un poco. Cerró los ojos y acercó sus labios a los de él en un movimiento tosco ya que nunca había besado a alguien. Ni en sus sueños más locos hubiera pensado que su primer beso sería con el emperador de Roma. Sintió como Geta deslizaba sus manos por su espalda, abrazándola por completo. El sabor a vino invadió su boca y ladeó la cabeza, permitiéndole a Geta devorar su boca. El beso duró algunos segundos antes de que un fuerte golpe lo interrumpiera. Geta soltó a Irene y ella logró colocarse a una distancia segura, sin saber como sentirse respecto al beso. Dundus corrió a su hombro y ella se inclinó ante Caracalla que iba directo hacia ellos.
—Buena chica —dijo, dando palmadas sobre la cabeza de Irene y extendiendo un manojo de uvas—. Comparte algunas con Dundus.
—Hermano —gruñó Geta—. Tan inoportuno como siempre.
—Salvaba al general del espectáculo que estabas montando —se burló—. General.
—Emperador Caracalla —saludó él—. ¿En qué puedo servirles?
—Queremos guerra —respondió Caracalla, riendo.
—¿Más guerra? —cuestionó Acacius—. Recién he vuelto a casa.
—Es el mejor momento para planearla —soltó Geta—. ¿No lo crees?
Irene observó a su padre. Llevaba demasiado tiempo en guerras. Más que un general, Acacius era un sobreviviente. Las cicatrices cubrían gran parte de su cuerpo, pero siempre había logrado seguir con vida. El pueblo lo respetaba. Los emperadores confiaban en él… Pero estaba igual de atrapado que ella. Si no obedecía, lo mataban. O mataban a Lucilla. O la matabarían a ella si descubrieran que es su hija. Así era como funcionaban las cosas en Roma. Te daban donde más te dolía. Se tocó los labios. Ese beso con Geta, más que inesperado, fue diferente a cómo lo imaginaba. Sintió que Geta no era el emperador, sino hombre común y corriente, anhelando el beso de su amada y disfrutando con ella. Alzó la vista y notó que su padre la miraba, preocupado. ¿Quién mejor que él para descifrar lo que pasaba? Fue testigo del beso, sabía más del amor que de nadie más, y conocía de tácticas de conquista. Necesitaba hablar con él.
—La gloria de Roma debe ser más grande —habló Caracalla—. Intuyo que el retiro no va a sentarte bien, Acacius.
—Trazaré un plan —replicó Acacius.
—Buen chico —dijo Caracalla, sin especificar si se refería al general o a Dundus que se había acercado—. Puedes retirarte.
Acacius se inclinó, dio media vuelta y caminó a la salida, no sin antes despedirse de Irene. Fue un gesto muy sencillo, apenas un leve movimiento de cabeza que Irene respondió con la mano. Geta, incapaz de controlarse, sujetó a Irene del brazo y la llevó hasta su lado. Caracalla, que estaba jugando con Dundus, notó el gesto y comenzó a reírse, divertido por la situación que atravesaba su hermano. El capricho que tenía con la doncella estaba escalando de nivel. El beso era una prueba de ello. A pesar de que Geta obligó a la doncella, el acto le pareció romántico. Su hermano nunca besaba así a alguna doncella, y mucho menos era de pedir las cosas. Si algo quería, él lo tomaba. Pero con ella estaba siendo muy cuidadoso, como si anhelara otra cosa. Observó a su hermano. Sí, estaba celoso de él y del mono, pero además envidiaba a Acacius por el cariño que la doncella le tenía. El actuar de su hermano confirmaba sus sospechas. Liberó a Dundus y lo dejó correr al hombro de Irene, irritando aún más a su hermano.
—¿Por qué ella es cuidadora de Dundus? —preguntó Geta.
—A Dundus le agrada —respondió Caracalla, acariciando a su mascota—. Y a mi también.
—Irene —la llamó Geta. Decir su nombre le resultó extraño—. Déjame solo con mi hermano. Necesito hablar con él.
—Sí, Alteza —Irene tomó a Dundus y se lo devolvió a Caracalla.
—Nunca pensé verte celoso por un mono —dijo Caracalla una vez que Irene se fue—. O por un general, o por tu propio hermano.
—Ella es mía —reafirmó Geta—. Mía y solo mía. Si tengo que encerrarla para que nadie la toque y la vea, lo haré.
—¿Y crees que ella te va a querer como quiere a Acacius si la encierras?
—Yo no… —Geta bufó y se sirvió una copa de vino—. Es extraña la cercanía que tienen ellos dos.
—No sería el primero en acostarse con sus doncellas —Caracalla se acercó a su hermano—. Además, la chica es muy bella y tiene una silueta…
Caracalla se detuvo porque Geta le tomó el cuello. Dundus salió corriendo del lugar y él alzó las manos en señal de rendición. Sobó su garganta cuando su hermano lo soltó y le apretó el hombro, en señal de que lo entendía. Notó la turbación en el estado de ánimo de su hermano y se le ocurrió una brillante idea para mejorar su ánimo.
—Hagamos juegos —propusó—. Necesitas distraerte de ella.
—No creo que eso ayude —dijo, pero su hermano ya se había alejado.
Geta se bebió de un sorbo el vino. El beso, más que ayudarle a controlar lo que sentía, le hizo desearla aún más. El abrazo le permitió darse cuenta de la forma de su cuerpo y el calor que emanaba. Además, notó enseguida que Irene era inexperta para esas cosas. La forma de besarlo fue tímida, insegura de lo que debía hacer y cómo moverse. Casi de inmediato lo dejó guiarla, tocarla, moverla a su antojo. Repetir la experiencia significaba intentar nuevas cosas, ver hasta dónde podría llegar. Irene era un lienzo en blanco para sus bajos instintos. Por eso, era imposible que ella y Acacius fueran amantes.
Quizá si su mente no hubiera estado tan nublada por los celos, se hubiera dado cuenta de lo mucho que se parecía Irene a su padre.
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